Anoche cené a las ocho y media, como es mi costumbre. Me tomé mi plato de sopa y, después, me senté en el sillón con el libro que tengo entre manos. Pasé por el baño a las diez de la noche y, a las diez y diez, ya estaba en la cama. De camino al dormitorio vi que varios vehículos habían aparcado frente a la puerta de mis vecinos, y uno de ellos obstruía la salida de mi garaje. Decidí pasarlo por alto, aunque a regañadientes, porque no tengo coche desde hace varios años. Si hubiera sabido lo que venía después, habría llamado a la guardia civil. Mis vecinos gritaron durante horas, especialmente en torno a la media noche. Pusieron música estridente y bailaron sin importarles que yo intentase descansar. No he podido conciliar el sueño hasta la madrugada. Esta mañana cuando, cansada y de mal humor, daba mi paseo diario por la playa, he descubierto que el banco en el que suelo sentarme estaba ocupado por un pantalón abandonado. He parpadeado varias veces ante esa visión inesperada. No sé qué demonios pasó ayer, pero ni que fuera la última noche del año.