Cuando regresaba al pueblo, todo le parecía nuevo. Tenía la sensación de estar en un sitio más limpio, más auténtico, un lugar donde hasta la luz tenía una tonalidad distinta. El tiempo transcurría a un ritmo diferente, lo que le hacía replantearse la vida en la ciudad y su ritmo frenético. Cada cierto tiempo se planteaba cambiar de vida, buscar un trabajo que pudiera hacer a distancia y venirse al campo, con su abuela, a la vieja casa de piedra de la familia. Allí todo era real, la comida sabía mejor y hasta las flores… Ay, las flores que su abuela tenía repartidas por toda la casa olían como ninguna otra.
– ¿En qué piensas, hijo?
– En tantas cosas, abuela. – Estaba asomado a la ventana de su habitación, en la tercera mañana de vacaciones. Con cuidado, había tocado las flores que tenía frente a él. – Aquí todo es mejor que en la ciudad. El aire, la tranquilidad, la franqueza de la gente. Hasta las flores. ¡Qué mano tienes con las plantas, abuela!
– Y tú qué tonto eres hijo, si son de plástico.