Hoy recibí un mensaje de una antigua amiga. Era una foto de su niño recién nacido, una de esas imágenes que empiezan a acumularse, en los últimos tiempos, en mi teléfono. He entrado en la vorágine de fotografías de bebés ajenos a la expectación que generan y de padres sonrientes. Será la edad.
Hacía muchos, demasiados años que no sabía de ella. Las personas a nuestro alrededor cambian: algunos llegan, otras muchas se van. Entre las que se han ido, sólo recuerdo unas pocas que tenían razones de peso para desaparecer. A algunas no quise verlas más. Otras cambiaron, o cambiamos, de modo que ya no nos sentíamos cómodas. Otros amigos tenían un carácter egoísta, cenizo, manipulador, que decidí eliminar de mi vida, muchas veces de puntillas, con la cobardía del que intenta que no le descubran en la huida.
Cuento estos casos con los dedos de una mano. La mayoría de los que una vez llamamos amigos se perdieron en el tiempo, sin saber cuándo decidimos que no merecía la pena seguir cuidando de ellos. Incapaces de recordar en qué instante creímos que no eran tan importantes y podíamos dejarlos pasar. Habiendo olvidado el momento en que se decidió todo.
Al final, sólo unos pocos permanecen. Tal vez sea mejor así.
(Hace poco escribía Javier Marías sobre este tema. Si alguien quiere leer algo con sentido, a él os remito).