Soy una persona a la que muchos calificarían de «antiespañola». Soy crítica hasta la médula con mi país, alérgica a los gritos, a los toros y al yo soy español español. Que mi apariencia no os engañe. Para bien o para mal, soy igual de española que cualquiera.
Imagina que vas de vacaciones a Holanda. Paseas por canales, disfrutas de ciudades con fachadas pintorescas y te fotografías rodeado de tulipanes. Hay algo que te llama poderosamente la atención, más aún que El Barrio Rojo, y es el hecho de que las bicicletas no suelen estar agarradas. Cuando, ya de vuelta, aburres a los demás con tu viaje, ésa es una anécdota que no dejas pasar: «las bicis no estaban candadas y cualquiera las podría robar«.
Inventemos otra situación. Estás en el metro de Nueva York cuando, debido a la maleta que cargas, no puedes pasar por el torno de entrada. Al lado de los tornos ves la llamada puerta de emergencia, por la que entra y sale gente con toda tranquilidad. Así que, ni corto ni perezoso, cruzas al otro lado, tan feliz de haber superado el obstáculo que hasta que no estás en el vagón no te das cuenta de que no has pagado. Pasada la estupefacción inicial, un pensamiento aparece: «Aquí podrías colarte siempre«.
Ése es el espíritu Lazarillo, la herencia ancestral de los españoles, la impronta de nuestra nacionalidad en el código genético. Nos guste o no tenemos un sensor para detectar cuándo podríamos colarnos, no pagar o, simplemente, saltarnos las normas para aprovecharnos de la situación. Y aunque no lo hagamos, aunque logremos controlar esa picaresca casi innata, la idea aparece. Incontrolable. Inevitable. Como un demonio que te golpea en la espalda con la mano abierta mientras te grita «no seas gilipollas».