Siempre había querido vivir un mayo del 68. Me gustaban las revoluciones donde no moría nadie, esas historias compuestas de cientos de pequeños relatos, aparentemente inarticulados, pero que conducían a un fin común. Oía la palabra París unido a huelga estudiantil y me parecía que no podía haber nada más romántico, más hermoso. También sentía un hormigueo en el estómago cuando se hablaba de las huelgas de los últimos años del franquismo, pero esas imágenes carecían de la luz de París. Por alguna razón las veía en blanco y negro, como si fuesen emitidas por el nodo.
Quería vivir mi particular mayo del 68 y pensaba que nunca sería posible. Los españoles no solemos ponernos de acuerdo ni salimos a manifestarnos. Yo misma podía contar con los dedos de una mano las veces que había participado en una manifestación. Para colmo, no habían servido de nada. Esa era la principal razón para creer que nunca tendría mi mes de mayo soñado: el convencimiento, tan español, de que la protesta ciudadana es inútil.
Hace cuatro años, Ardaleth y yo quedamos a tomar una cerveza. Vía Twitter se había convocado una manifestación y habíamos decidido unirnos. Apoyábamos la convocatoria, creíamos que era necesario estar allí. Además sentíamos curiosidad por saber si, aquello que se movía en las redes sociales, tendría repercusión en el mundo real. Cuando llegamos al lugar señalado, la primera impresión fue que había poca gente, pero fue empezar a andar y darnos cuenta de que éramos muchos, muchísimos, y que cada vez éramos más. Muchos más de los que habríamos podido imaginar.
Aquellos meses viví mi mayo del 68. Con asambleas, consignas, concentraciones improvisadas a través de las redes sociales y acampadas. Con indignación creciente y un sentimiento de orgullo, de emoción ante algo que era mucho más grande que yo, más grande que todos nosotros juntos. El mes de mayo de hace cuatro años cambió nuestra forma de ver las cosas, y gracias al trabajo de muchos, seguimos en construcción.
Feliz 15M.