El mapa indicaba que la carretera se volvía peligrosa unos kilómetros antes de llegar a Kahakuloa. Hasta el momento todos los avisos – alerta de huracán , playas con corrientes mortales, lechos de ríos que podían inundarse en cualquier momento – habían pecado de excesivos, recordándonos que, aún en medio del Pacífico, continuábamos en territorio americano. Así que seguimos, sin ningún tipo de remordimiento, porque el paisaje era tan espectacular que hubiera sido una pena perdérselo.
Avanzábamos hablando, despreocupados, entre el océano y la montaña. De forma abrupta, la carretera se había estrechado, y se había convertido en un carril entre la maleza y el barranco. Nos callamos y conducimos despacio, tanto como fue necesario, mientras la carretera descendía hasta el nivel del mar.
Llegamos a Kahakuloa algo nerviosos, pero sobre todo aliviados de que la carretera hubiese terminado. Decidimos descansar un rato, y terminamos parando en una de las casas del pueblo, donde se anunciaba que vendían banana bread. En el porche abierto, una pareja de abuelos jugaba a una especie de dominó, y estuvimos esperando hasta que terminaron la jugada. ¿De dónde venís? ¡Eso está muy lejos! Decían mientras nos sonreían, y yo también sonreía al responder que así era.
Llevaros éste también, nos había dicho ella después de pagar, dándonos el banana bread sobrante. No va a pasar nadie más por aquí hoy. Y en su voz había un tono de ofrecimiento, pero sobre todo de orden, como cuando las abuelas te dan algo y sabes que no puedes negarte. El gesto me hizo sonreír todavía más, así que, como hacen los nietos, di las gracias, lo cogí y lo guardé con rapidez. Tal vez, sólo tal vez, no estábamos tan lejos de casa.