Levanto con cuidado la persiana, lo justo para poder ver el exterior. He apagado la lámpara de la habitación para que no me vean desde fuera. La calle está vacía, y las luces de la casa de enfrente han comenzado a encenderse. Permanezco en guardia hasta que, de repente, aparece. Pone un pie en la acera y se detiene. Lanza una mirada a derecha e izquierda y, de pronto, levanta la cabeza, clavando sus ojos en mi ventana. Me agacho todo lo rápido que puedo, rezando para que la oscuridad no le permita ver el interior. Permanezco apartada de la ventana, el corazón a cien por hora, hasta que, pasado más de un minuto, reúno el valor suficiente para asomarme de nuevo. Ella se aleja calle abajo y, finalmente, da la vuelta a la esquina, por lo que respiro aliviada. Todavía a oscuras, termino de ponerme el abrigo y salgo al rellano de la escalera, cerrando la puerta a mis espaldas de un portazo. No podría soportar que la vecina me volviese a apretar los mofletes mientras me pregunta, como todos los días, para cuándo el novio.