Desde que empezó todo, he tenido que recurrir al mercado negro. Al principio me resistí: no quería empeñar los ahorros de media vida en unos rollos de papel higiénico, pero pronto no me quedó otra opción. De todos modos, ahora el dinero ya no tiene valor. Reparto cadenas de oro y billetes de cien a cambio de cuatro limones y dos patatas con total despreocupación. Las mascarillas que robé del hospital justo antes de que estallara la pandemia nos permitieron comer durante meses. Ahora, he tenido que recurrir a otros alimentos menos apetitosos. Me pregunto a qué sabrá este bicho, pangolín, creo que se llama. Qué más da, seguro que con tomate está muy rico.