Tiendo a las diez de la mañana. Asomada al patio de luces veo como mis vecinas del bajo, madre e hija de unos cinco años, salen a la terraza. Riendo, extienden dos esterillas en el suelo y empiezan a correr alrededor de ellas. Cuando acabo de tender están haciendo saltos de tijera cual militares entrenando en medio del fango. El día se les va a hacer muy largo.
Que se lo digan a las erasmus italianas de la casa de enfrente. Las chicas fuman porros en la terraza mientras en el interior de la vivienda suena una y otra vez abre tus ojos, mira hacia arriba, disfruta las cosas buenas que tiene la vida. Han huido de una para caer en otra. Nos miran mientras tomamos el vermut y nos saludamos con la mano.
Salgo a comprar el pan. Estoy nerviosa y camino a paso rápido, como si estuviera haciendo algo horrible. Me entran ganas de ponerme un post-it en la frente que diga que solo voy a comprar. Me moría por salir, y ahora que estoy en la calle, sólo tengo ganas de volver a casa.
A última hora de la tarde los niños de enfrente cuelgan un dibujo en el balcón. ¿Un arcoíris de colores? No, un coronavirus. Esos niños me representan.