Después de comer llega el mejor momento del día. Armada con un nuevo libro de Annie Ernaux – el último disponible en la biblioteca que me quedaba por leer – me siento en el balcón. Da el sol y todo está en silencio. Annie Ernaux tiene un ritmo propio, un lenguaje que siempre consigue hipnotizarme desde la primera página.
De repente, al empezar la tercera página, el silencio se rompe. Un hombre está hablando por teléfono en plena calle, lo suficientemente alto para hacerme bajar el libro. No sé quién es su interlocutor, pero está dando un discurso sobre el coronavirus con todo el rigor científico. Habla de incidencias, de comorbilidades y de demografía. De definiciones sensibles de caso y los posibles sesgos existentes en los datos de letalidad contemplados. Lo compara con la gripe y habla de la efectividad vacunal. En su tercer paseo, está proponiendo medidas alternativas y valorando su impacto económico.
Estoy impresionada. En medio de la desinformación reinante, es un soplo de aire fresco. No puedo resistir la curiosidad, así que me asomo por la barandilla, para ver quién es ese profeta que habla de ciencia a grito pelado en medio del confinamiento.
Tardo varios segundos en identificar al sujeto en cuestión, porque no se corresponde con la imagen romántica que me he formado. Es un chico joven, vestido con una cazadora vieja y un vaquero raído. Tiene un corte de pelo imposible, rapado y con tupé. Por último, lleva una litrona en la mano, de la que, en ese momento, da un trago, limpiándose la boca con la manga. Le lanzo un último vistazo antes de que desaparezca al final de la calle. Apenas he tenido tiempo de conocerlo, pero voy a echarlo de menos.
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