Cada vez que salgo a tender – cosa que hago muy a menudo últimamente, porque de alguna manera hay que pasar las horas – me entretengo mirando a mis vecinos del patio de luces. Hoy hice varios descubrimientos. El primero, que la vecina que tiene todos los días del año el tendedor a rebosar cada vez fuma más. O, a lo mejor, lo único que intenta estos días es escapar de lo que hay dentro de casa. También he descubierto que hay una chica en el edificio de al lado que está aprendiendo a hacer malabares, y pasa el rato moviendo, sin mucha convicción, una especie de nunchakus. Por último, están los vecinos del bajo. Pero esos necesitan su propio párrafo.
La primera vez que hablé de ellos fue el segundo día de cuarentena, cuando todos éramos jóvenes e inocentes. En ese momento madre e hija corrían alrededor de dos esterillas que no habían visto la luz del sol en años. Seis días después, acompañando a las esterillas hay un juego de bolos, unas raquetas, la casa de la Barbie como si la muñeca tuviera metro y medio de alto, una mesa con dos sillas, un montón de piezas de espuma, de esas que usas para que el crío no se abra la cabeza, y un montón de cajas de Amazon amontonadas en una esquina. Cuando ayer apareció Pdr de nuevo, diciendo que esta situación se alargaba durante dos semanas más, mi primer pensamiento fue para ellos. Pude imaginarlos sentados frente a la mesa de la cocina, apoyando la cabeza entre las manos. Pasado el instante de desesperación inicial estoy segura de que sacaron un papel para racionar concienzudamente los metros de terraza libres.
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