Me levanto por la mañana. Cojo una, dos galletas. He hecho veinte minutos de ejercicio, así que me lo he ganado.
Antes de comer, decido preparar un vermut. Hay tiempo. Saco las patatas, las olivas, los pepinillos. Cargo el vaso un poco más de lo habitual porque, total, si no voy a salir de casa en todo el día.
En la comida me doy cuenta de que se está acabando el vino. Habrá que bajar a comprar.
Meriendo una palmera de chocolate. ¿Por qué tengo palmeras en el armario? Me pregunto, mientras mastico a dos carrillos. Después recuerdo que las compré yo misma hace un par de días. Nada de eso hubiese pasado si la separación en la fila no hubiese sido de unos dos kilómetros. Pero debido a la distancia de seguridad, me tocó esperar mi turno en el rincón de la bollería.
Bajo a comprar a media tarde. A mitad de compra me da vergüenza llevar tan pocas cosas en la bolsa, así que añado un paquete de albóndigas por si acaso. Me estoy convirtiendo en esa señora a la que cantan Los Gandules que ya vienen cenados.
Ahora, mientras escribo esto, yo también cenada, miro de reojo la nevera. Se me está acabando el chocolate que traje de la fábrica Lindt en Oloron. Me imagino cruzando los Pirineos por los antiguos caminos de contrabandistas. Ahora mismo, lo haría.
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