Estoy esperando en la charcutería, porque yo soy una señora de bien que pide el jamón al corte, cuando las veo pasar a mi lado. Dios mío. ¿Será posible? Las miro de nuevo. Sí, no hay duda, son dos mujeres comprando juntas. Van muy arregladas, con máscara de filtro respiratorio y guantes de su talla. Caminan a un metro la una de la otra y, aunque intentan no hablar demasiado, es evidente que se conocen, ya que no pueden evitar comentar los productos antes de echarlos, cada una, a su cesta. Miro a mi alrededor. Un par de compradores también se han dado cuenta y lanzan a las mujeres y a su alrededor miradas confundidas, como si hubiésemos olvidado qué es ir acompañado y, todavía más, tener una conversación con alguien fuera de casa.
Durante una milésima de segundo me indigno. ¿Nadie les va a decir nada? Estamos todos comprando solos, aburridos, pensando divertidas conversaciones sobre yogures que se pierden al no tener a nadie con quién compartirlas. ¿Por qué son ellas mejores que los demás? ¿Por qué yo no puedo comentar con mi acompañante la calidad de la sal para lavavajillas que acabo de coger del estante? Entonces me viene a la mente la señora del perro que toma el sol en la esquina de forma habitual. Los vecinos, quienesquiera que fueran, que habían amenizado la siesta con rancheras. Por último, pienso en mis vecinos de enfrente, que cada día reciben a una media de tres repartidores, y me embarga la pereza. Así que me doy la vuelta, pido 100 gramos de lomo embuchado, y sigo pensando en la historia de los yogures, para poder contarla al llegar a casa.
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