Igual que J2, me quedo ensimismada viendo la tele. El mundo de las canciones infantiles no tiene fin: igual te cantan el corro de la patata, que te versionan a Alaska, que se inventan una canción con tres palabras en inglés para que tengas la sensación de que tu cría está aprendiendo algo útil. Al final, lo único seguro es que pasarás el día canturreando el señor don gato o había una vez un barquito chiquitito sin que ninguna otra canción más digna venga a reemplazarlas.
Los adultos disfrazados de niños tienen algo siniestro, igual que esos niños que se ven obligados a seguir una coreografía que no entienden. Consigo apartar la vista de la pantalla y vuelvo al libro, pero J1 me saca pronto de la lectura:
— Creo que estamos en el pozo de YouTube, —dice, y señala la televisión.
Los cantantes infantiles están disfrazados de artistas setenteros y giran sobre sí mismos, a punto de vomitar.
— No lo creas, —le respondo, volviendo a abrir la novela. — Todavía no hemos tocado fondo.
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