Apareció ayer bajo mi ventana. Cuando una pasa tantas horas en el balcón es capaz de detectar cada detalle, cada elemento distinto. En este caso, además, no tenía mucho mérito: una mascarilla quirúrgica, totalmente desplegada cual mariposa a punto de echar a volar, no es algo que pase desapercibido. Mi primer impulso fue bajar a buscarla antes de que alguien me la arrebatase. Dado el precio que llevan en las farmacias he calculado que el mes que viene las cambiarán por riñones en el mercado negro. Estaba ya abriendo la puerta cuando la frase favorita de J2 esta semana me vino a la mente: “eso es una guarrada”. Sí, era una guarrada, así que volví sobre mis pasos y me asomé a la barandilla a la espera de ver qué ocurría con ella.
La mascarilla siguió allí todo el día, y todavía estaba hoy cuando me he levantado y, corriendo, me he asomado a darle los buenos días. Ni basureros, ni abuelos comprando el pan, ni la lluvia que había caído por la noche habían podido vencerla. Seguía desplegada en la acera, impoluta como si fuera un ente divino. A falta de procesiones y nazarenos, un milagro de mascarilla resulta bastante adecuado. Me asomo con el vaso de vermut para brindar por ella, el símbolo de la batalla contra el virus —si no usas símiles bélicos para hablar del coronavirus te quitan puntos en el carnet de ciudadano de bien — cuando veo como un perro se acerca peligrosamente a ella. El perro la mordisquea y, oh, no, se mea encima, sin que su dueña intente evitar el estropicio.
Mañana llevaremos ya un mes de encierro y ni siquiera tenemos símbolos a los que agarrarnos. Que sea lo que dios quiera.
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