Después de que el pediatra me llame por teléfono —ha tenido que venir una pandemia mundial para que el sistema sanitario se plantee seriamente la teleasistencia — voy a la farmacia del barrio. Sigue igual que la dejé, al parecer continúan realizando autopsias a extraterrestres. Como las medidas de protección no les debían de parecer suficientes han añadido a la indumentaria un gorro de quirófano. Porque, quién sabe, igual algún virus travieso decide alojarse en su pelo.
Hay otra señora esperando su turno para ser atendida, pero por suerte ese local del tamaño de una cancha de fútbol sala permite la presencia de dos clientes. Una dependienta se acerca y se detiene al otro lado del plástico. Tan cerca y tan lejos, pienso, y después de saludarla aparentando ser una persona normal saco la tarjeta sanitaria. Cuando intento dársela me grita que no, que se la enseñe a través del plástico. Así que permanezco con la tarjeta levantada durante un minuto mientras apunta el número en un papel, como un policía enseñando la placa.
Superado el primer escollo, llega el momento de recoger el paquete, que deposita en un pequeño agujero al lado de la otra clienta. “Al lado” en medida pandémica de distancia. En medida pre-pandémica estaríamos hablando de metros. En ese momento se produce un maravilloso baile de sincronización perfecta. Cuando doy un paso en esa dirección, la mujer —una buena anciana de aspecto enfermizo —da tal salto hacia atrás que parece salida del ballet ruso. Qué elegancia, cuánta belleza. Cuando me alejo realiza el mismo salto, pero hacia delante. Estoy impresionada. Tanto, que decido pedir una crema que no necesito para disfrutar de nuevo del espectáculo. Y así ha sido: preciso paso hacia detrás y posterior jeté. Qué maravilla, pienso, de camino a casa. Qué haríamos sin estos raticos.
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