Voy a hacer un directo. Ya lo he decidido. Todavía no sé si voy a cocinar, a saltar a la comba, a hacer un tutorial de belleza para quitar el polvo a mi neceser de maquillaje o las tres cosas a la vez. A lo mejor tendría que leer fragmentos de mis relatos con eso de que es el Día del Libro, una excusa perfecta para dar la turra con lo que escribo, como si no hiciera lo mismo todos los días.
Abro Instagram y veo más iconos de directos que fotos. Pulso al azar sobre uno. Una mujer a la que no había visto nunca habla en primerísimo plano, tanto que me quedo hipnotizada mirando sus agujeros de la nariz. Lleva un libro en la mano, pero lo mueve tanto que no alcanzo a ver el título. Bueno, dice de repente. A ver si se va incorporando la gente. Miro el icono de visualizaciones y veo un triste número 2. Mi impulso inmediato es cerrar la ventana sin mirar atrás, pero en el último momento me da vergüenza, como si pudiera verme, así que aguanto tres interminables minutos hasta que, en un momento en el que la protagonista gira la cabeza, como si alguien la llamase desde la habitación de al lado, cierro la pestaña.
Respiro con fuerza durante unos segundos, como si hubiera evitado un gran peligro. Miro de nuevo la barra lateral, donde sigue activo el botón de directo, al que se han unido unos cuantos más. Imagino a un montón de escritores con la mirada clavada en la webcam, esperando a que se conecte alguien. Suspiro. Por suerte, yo solo tengo un blog.
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