Ya han abierto el bar de debajo de casa. Bajo corriendo el primer día, a primera hora, no vayan a quitarme el carnet de españolidad. Una vez allí, ya no lo tengo tan claro. En teoría puedo juntarme con nueve amigos más, pero son las nueve y media de la mañana y, franjas horarias aparte, igual tienen algo que hacer. Después está el tema del espacio: en este bar cabemos diez personas si nos ponemos todas en la misma baldosa. Yo no soy de números, pero creo que eso no cumple la distancia de seguridad. Así que me quedo solo, pero como no quiero que nadie me agüe la fase uno, pido como si fuéramos un grupo. Levanto el primer vaso, brindo con mis amigos des-confinados invisibles, y me tiro la bebida por encima de la mascarilla. Esto debe de ser la nueva normalidad.