Me bajo del coche enfundada en mis mallas de borreguillo. Llevo un forro polar de mi madre que quedó olvidado en el armario veinte años ha. Los esquiadores equipados como si fueran a competir en Pekín no me intimidan, porque este año me he comprado unos pantalones de nieve del Decathlon y me siento la reina de la montaña. Mientras me los pongo, les echo un vistazo a sus anoraks, las gafas excesivas y los esquís kilométricos que cargan al hombro en dirección a la pista. Para qué gastarte dinero en unas botas de esquiar cuando unas botas de monte sirven para todo el año, pienso mientras me anudo los cordones. Reducir, reciclar, reutilizar. Ese es mi lema.
Cuando estamos listos enfilamos en dirección contraria a los esquiadores. Cargamos nuestro trineo de plástico hacia la ladera más cercana, donde otras muchas familias se lanzan ya en trineos similares. ¿Quién quiere esquiar cuando puedes hacer una pelea de bolas? ¿Para qué pagar un forfait cuando el placer de un muñeco de nieve está al alcance de la mano?
J2 es reacia a montarse en el trineo. Cuando por fin lo hace, decide que quiere tirarse sola. Le explicamos bien cómo tiene que levantar la palanca para frenar, y colocamos el trineo en una parte de la ladera con pendiente suave y que termina en una pequeña subida para que, en el caso de que se le olvide parar — cosa más que probable — la orografía lo haga por ella. Por si acaso, me coloco al final de la pendiente, preparada para frenarla con mi cuerpo si es necesario.
J1 suelta el trineo, que comienza a deslizarse. La nieve está congelada, y el trineo avanza cogiendo velocidad. Me quedo embobada viendo cómo se acerca. Sin darme tiempo a reaccionar, pasa por mi lado y salta el parapeto sin que su velocidad se reduzca. Lo último que veo de J2 son las orejas de oso de su gorro de punto perdiéndose en el parking entre dos autocaravanas.
Qué lástima, pienso, mientras que veo a J1 correr tras ella. Ahora que me había acostumbrado a tener dos hijas…