Montar en un Alsa es como entrar en una máquina del tiempo. De repente tienes 15 años menos y suena el Back to Black de Amy en los cascos, mientras te despides con el corazón apretado. O está atardeciendo y la luz se proyecta plácida sobre los campos, mientras disfrutas leyendo la Montaña Mágica. O viajas nerviosa, al encuentro de alguien querido, y los viajes se suceden y el paisaje cambia al otro lado del cristal, sintiendo que no puedes aguantar ni un minuto más sentada. Todo un microcosmos contenido en un autobús.
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¿Cuándo acaba la clase?
¿Sabes que eres la primera persona que me hace esa pregunta?
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Muere una persona joven a la que conocía solo a través de las redes sociales. Pienso en lo efímera que es la vida. En cómo uno puede desaparecer de repente, sin avisar, sin tiempo para despedirse. Empiezo a ponerme transcendente, pero entonces recuerdo que no he vaciado el lavavajillas. Eso me lleva al cuadro de Monstruo Espagueti que cuelga en la entrada de casa: “Me encanta tener pensamientos grandes pero siempre hay que estar que si la lavadora que si la cena”.
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Vamos a una casa rural a pasar el puente. La masía está en lo alto de la montaña y se accede a ella por una pista de tierra. El dueño nos avisa de que no nos molestará, pero pasea constantemente por la propiedad, de un lado a otro, escoltado por su perro. Aparece de repente, cuando menos te lo esperas, y comienza a hablar sin dar tregua. Disimuladamente, todos comenzamos a esquivarle, intentando no caer en sus garras. No es difícil: basta con esquivar el rastro de caca fresca.
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El dueño nos anima a visitar toda la propiedad, más allá de la parte que habitamos. Incontrolables, los niños recorren las estancias a toda velocidad. El lugar resulta algo kafkiano, con escaleras que conducen a sótanos que conectan distintas habitaciones, y animales de escayola en los lugares que antes debían habitar los auténticos. Tras unos minutos, todos entran en tropel en una especie de garaje oscuro y maloliente, con un único bidón. En él se encuentra la cabeza de un ciervo de imponente cornamenta en estado de descomposición. Todos deciden que ya no quieren explorar más.
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En una estantería encuentro el ejemplar de una novela de Dumas que llevo largo tiempo queriendo leer. Tengo la tentación de quedármelo, nadie lo echará en falta. Cuando por fin lo cojo y lo abro, el libro prácticamente se resquebraja entre mis dedos. Lo devuelvo a su sitio. Aún no están maduras.
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El dueño hace su enésima aparición cuando estamos cargando los coches para irnos. ¿Os lo habéis pasado bien? Tomad, un recuerdo de la casa para cada familia, dice, con su acento cerrado. Me encuentro con una rodaja de tronco entre las manos que pesa más que mi maleta. Gracias, mascullo. Voy hacia el maletero del coche. El hombre está de espaldas a mí, charlando con uno de mis amigos. Sería tan fácil deshacerme disimuladamente de ese trozo de madera. Me giro discretamente y me encuentro al perro pegado a mi espalda. Ahora tengo un pedazo de masía en el salón de mi casa.