Un atardecer diferente

Hacía frío, mucho frío. El cierzo había vuelto y aunque había dejado de llover, el cielo amenazaba tormenta. Para colmo, todavía no me había recuperado de los excesos navideños, así que afronté mi entreno de series como suelo hacerlo en esas circunstancias: engañándome. «Bueno Isabel, es suficiente con que corras un poco más rápido, pero no mucho, no te agobies». Por supuesto, al final siempre acabo apretando como si no hubiera un mañana.

Había cogido el camino habitual, en dirección al río, y había empezado a trotar. La primera serie me había llevado hasta los pies del puente. Lo había cruzado en la segunda, los pasos resonando sobre la madera. Había descendido hasta el parque y cuando empezaba a no poder más me había cruzado con un grupo de corredores, por lo que había levantado la cabeza y ampliado la zancada. No hay como que nos miren para mejorar exponencialmente.

El reloj había pitado, indicando que la serie había llegado a su fin y yo me había detenido, resollando. Tenía noventa segundos para recuperarme. Con los brazos en jarra había mirado hacia arriba: el atardecer me regalaba un cielo de cientos de tonalidades rosa, surcado por nubes azuladas que parecían abrazar la Torre.

torreAgua

A mi izquierda, al reguardo del viento bajo un arco de enredaderas, una pareja de unos 70 años se abrazaba y besaba. La escena me había hecho sonreír: la luz del atardecer, ella, él. De repente, por el rabillo del ojo, había visto cómo la mujer manipulaba la cinturilla de su pantalón, mientras ambos se apretaban con fuerza, lo que me había llevado a concentrarme en las nubes con renovado interés.

En ese momento había vuelto a pitar el reloj y yo me había lanzado a correr como alma que lleva el diablo. Pensé que se había roto la magia, pero hasta sin ella, era un atardecer precioso.

Autor: Isabel

Soy Isabel. A veces escribo. Hoy es una de esas veces.

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