No, olvidadlo. Esto no es una escena de película para treintañeros en la cual ella, al despertarse resacosa, se da la vuelta en la cama y, ¡Premio! Hay alguien durmiendo a su lado. Una persona que suele balbucear algo entre sueños mientras ella escapa de la habitación de puntillas, tapándose con la sábana y tratando de recoger la ropa del suelo.
Yo hablo de otra cosa más mundana, más habitual. Algo que no deja de asombrarme. Me refiero a todas esos objetos que aparecen abandonados en la calle y que uno descubre por la mañana. Hablo de los periódicos desparramados. De las prendas de ropa. Los envases a medio usar. Pero, sobre todo, pienso en los zapatos. ¿Quién no ha visto un par de zapatos, o al menos uno solo, en la acera a primera hora de la mañana? Suele ser un botín de ante marrón, desgastado y bastante feo, inclinado hacia un lado como si no se sostuviese en pie. O una zapatilla de lona que ha perdido los cordones y que se encuentra apoyada en la papelera, sin fuerzas para deslizarse dentro del cubo. O unos malos zapatos de tacón, cada uno en una posición, simulando una escena del crimen de la que alguien se dio a la fuga.
Los zapatos perdidos me fascinan. Por ellos llenaría la calle de cámaras, para saber cómo han llegado hasta allí. Por ellos buscaría a su otro par, como si fuese el Príncipe de una nueva Cenicienta. Sólo por ellos haría la ronda a media noche, esperando a que aparezcan.
Pero a esas horas, cuando los encuentro, voy medio dormida. Y me olvido de ellos. Hasta la próxima mañana en la que me los encuentre.