Me preparo para bajar al supermercado a hacer la compra de la semana. Sé que estamos en una situación complicada, así que repaso lo que he aprendido en dos años de pandemia. A estas alturas de la película sé que la realidad sigue una lógica totalmente distinta a la mía, por lo que ya no me fío de mi intuición. En su lugar, le escribo un WhatsApp a mi madre:
“Mamá, ¿qué hay que comprar?”
“Aceite de girasol. Y leche. No te olvides de la leche”.
Entro en el super con aprensión, como si fuera a encontrarme un espectáculo digno de un apocalipsis zombie. Salvo un señor algo borracho soltándole un rollo a M, la cajera, no noto nada raro. Cojo unas medias lunas y un paquete de croissants, porque yo sin aceite puedo vivir pero no sin bollería. También añado a la cesta un par de kilos de harina y un paquete de papel higiénico, por eso de que las modas siempre vuelven.
Me detengo frente al estante del aceite de girasol. Un cartel indica que la máxima cantidad permitida son 5 litros por persona, y aunque solo lo uso para hacer magdalenas una vez al mes, decido comprar las 5 botellas que me tocan. ¿Para qué querré tanto aceite de girasol? Pienso, arrastrando la cesta. Lo desconozco, pero ya he asumido que sobrevivir en un mundo que se va a pique no es lo mío. Yo sería esa persona que, en pleno ataque alienígena, atraviesa el escaparate de unos grandes almacenes cargando una tele de plasma.
Me impresiona ver el pasillo de los lácteos tan vacío. Así que esto es la guerra, pienso. Un lugar donde no hay leche entera, ni semi, ni siquiera desnatada. Miro la leche de soja con desdén. Todavía no estoy tan desesperada. Una señora enfila con su carro por el pasillo y me entra la urgencia. Venga, Isabel, que no te quite lo poco que queda. Rebusco con urgencia al fondo del estante y reúno un total de siete briks, que amontono como puedo sobre el aceite de girasol. Con esto puedo sobrevivir un par de semanas más.
– ¿Vas a celebrar las fallas con una merendola? – Me pregunta M, que siempre habla con palabras de los noventa.
Sonrío y asiento con la cabeza mientras guardo todo muy rápido en el carro, antes de que alguien más me pregunte para qué necesito siete litros de horchata. Yo tampoco sé qué voy a hacer con ese cargamento. ¿Podré darsela a A en el biberón?
En la foto, yo ante mi cuarto vaso de horchata de hoy.