En nuestra primera noche en la selva, el guía nos propuso ver arañas. Me encantan las arañas, admitió, como si estuviera desvelando un secreto, y no pudimos, ni quisimos, decirle que no. Dar un paseo por la selva de noche, viendo animales, es algo a lo que un amante de los documentales de la 2 nunca se negaría.
Eran las ocho de la tarde y noche cerrada cuando uno de los cuidadores de la reserva vino a buscarnos al barco. Tras asegurarse de que llevábamos la linterna, bajamos a tierra. Cruzamos la explanada, cogimos un camino que se internaba en la selva y, tras andar apenas diez metros, lo abandonamos. Nos encontramos de repente inmersos en la espesura, saltando troncos y apartando maleza, teniendo cuidado de no meter los pies en un charco. De vez en cuando, nuestros dos guías se detenían y señalaban algo, emocionados. Solían ser enormes arañas de todos los colores y tamaños que contemplábamos con asombro y a cierta distancia, por lo que pudiera pasar.
De repente, y sin que ocurriese nada, me empecé a agobiar. No sabía dónde me encontraba. Ahí, entre los árboles, donde ni siquiera se veía el cielo, era imposible orientarse. No tenía ni idea de la distancia que habíamos andado ni durante cuánto tiempo. ¿Podía ser una trampa? ¿Y si decidían abandonarnos? Empecé a pensar si sería capaz de encontrar el camino de vuelta, de seguir el rastro de huellas en el suelo húmedo o de hojas rotas. Ansiosa, caminé durante un rato observando con atención la espalda de mis guías, a los que seguía de cerca, tratando de descubrir cualquier gesto sospechoso.
Tras unos minutos en ese estado, me obligué a respirar. No iba a ocurrir nada. Esa gente conocía la selva y si lo que querían era robarme, podrían haberlo hecho ya. Eran dos personas disfrutando del paseo nocturno, y nosotros éramos unos meros acompañantes. Poco a poco conseguí relajarme y disfrutar de las últimas arañas, de las ranas de colores y de los ruidos de los animales que, ajenos a mi preocupación, seguían identificando.
De vuelta en el barco, tomando una cerveza, te hablé de mi miedo. Te reíste de él, pero tú también estabas tenso, aquel paseo de poco más de una hora había sido una de las cosas más espectaculares que habíamos hecho, pero distaba mucho de ser agradable. Interrumpiéndonos, había aparecido el guía:
— Sólo quería asegurarme de que estáis bien, —había dicho.
Con un gesto, se había señalado la pierna. Una sanguijuela gordísima estaba ahí agarrada. La había arrancado de un tirón y una gota de sangre había resbalado por su pierna.
Al final, solemos tener más miedo a las cosas que no se ven.