Día 7. El profeta

Después de comer llega el mejor momento del día. Armada con un nuevo libro de Annie Ernaux – el último disponible en la biblioteca que me quedaba por leer – me siento en el balcón. Da el sol y todo está en silencio. Annie Ernaux tiene un ritmo propio, un lenguaje que siempre consigue hipnotizarme desde la primera página.

De repente, al empezar la tercera página, el silencio se rompe. Un hombre está hablando por teléfono en plena calle, lo suficientemente alto para hacerme bajar el libro. No sé quién es su interlocutor, pero está dando un discurso sobre el coronavirus con todo el rigor científico. Habla de incidencias, de comorbilidades y de demografía. De definiciones sensibles de caso y los posibles sesgos existentes en los datos de letalidad contemplados. Lo compara con la gripe y habla de la efectividad vacunal. En su tercer paseo, está proponiendo medidas alternativas y valorando su impacto económico.

Estoy impresionada. En medio de la desinformación reinante, es un soplo de aire fresco. No puedo resistir la curiosidad, así que me asomo por la barandilla, para ver quién es ese profeta que habla de ciencia a grito pelado en medio del confinamiento.

Tardo varios segundos en identificar al sujeto en cuestión, porque no se corresponde con la imagen romántica que me he formado. Es un chico joven, vestido con una cazadora vieja y un vaquero raído. Tiene un corte de pelo imposible, rapado y con tupé. Por último, lleva una litrona en la mano, de la que, en ese momento, da un trago, limpiándose la boca con la manga. Le lanzo un último vistazo antes de que desaparezca al final de la calle. Apenas he tenido tiempo de conocerlo, pero voy a echarlo de menos.  

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Día 6. Un aviso en el ascensor

En mi comunidad han decidido prescindir del servicio de recogida de basuras. Nos llama el administrador por teléfono para informarnos y, al poco rato, vemos un cartel colgado en el ascensor. En él indica que, para evitar que una persona tenga que venir al edificio, con el consiguiente riesgo de contraer la enfermedad, los vecinos asumirán la recogida de basuras hasta que esta situación termine. El encargado de sacar y guardar el cubo será el vecino del 5ºA, que se ofrece generosamente a hacer ese trabajo.

Por supuesto, no existe tal generosidad. El día anterior me había cruzado con el vecino en cuestión y me había insistido que limpiase los pomos de las puertas. Y los tiradores de los cajones, las asas de las bolsas y otra serie de objetos que ya he olvidado. No os preocupéis por el ascensor, me había dicho, a modo de despedida. Él mismo frotaba varias veces al día los botones con hidroalcohol. Vamos, que la salud del chico que viene a bajar la basura es lo de menos. Lo que no quiere es tener a alguien paseándose por el edificio diseminando virus.

Estoy preparando la cena cuando escucho el timbre de los vecinos de enfrente. Como buena vecina con nulos entretenimientos, cotilleo por la mirilla. Es un repartidor de comida a domicilio que viene a traer unas pizzas. A los cinco minutos, vuelve a subir: se había olvidado las bebidas.

Sonrío para mis adentros. El vecino del 5ºA tiene trabajo que hacer.

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Día 5. Una larga tarde de domingo

Hoy me toca salir. Hace falta comprar algunas cosas, así que me dirijo a paso tranquilo al segundo supermercado más cercano. Sí, he dicho el segundo. Es toda la desobediencia de la que soy capaz.

Camino por la calle y siento como si estuviese viviendo en una tarde de domingo perpetua. Las tiendas están cerradas, apenas hay coches y las pocas personas que hay por la calle parecen tener prisa por volver a casa. Un domingo algo tristón, gris, sin gritos de niños ni festejos de ningún tipo. Un domingo sin fútbol.

En el supermercado han marcado con esparadrapo en el suelo los sitios para guardar cola. Triplican la distancia de seguridad necesaria. Desde aquí no puedo ver la clave de la tarjeta, pienso, recordando con añoranza esas colas en el banco, cuando todavía se iba al banco a hacer algún trámite. La señora que tengo detrás se dirige a la cajera gritando desde detrás de la mascarilla. ¿Puedo pagar en efectivo? La cajera la mira confundida, o eso me parece, porque entre la distancia y la mascarilla no le veo bien la cara. ¿Eh? Que si puedo pagar en efectivo. Ah, sí, yo cojo monedas. ¿Cómo dices? ¡No te oigo desde aquí!

Al salir me detengo en el semáforo para que pase un coche que viene por la avenida. El conductor, único ocupante, conduce con la mascarilla puesta. A ver si llega ya el lunes.  

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Día 4. Un rayo de sol uoh oh oh

La aplicación del tiempo en el móvil me dice que hoy va a hacer sol. Por la mañana, al levantarme, hay una niebla cerrada que no me deja ver el edificio de enfrente. Por la tarde, una capa de nubes grises cubre el cielo. Yo, por si acaso, sigo actualizando la aplicación sin descanso, y un sol radiante me saluda cada vez que miro el teléfono. La tecnología no debería burlarse así de los humanos.

A falta de sol, aparece en el cielo un helicóptero. Sobrevuela la ciudad durante casi una hora. Como no hay manifestaciones – obvio – me viene a la cabeza un mensaje de WhatsApp que avisaba, obviando todas las haches y signos de puntuación posibles, de que el Gobierno iba a fumigar “de forma secreta” para acabar con el virus, y que teníamos que cerrar bien las ventanas. A ver si es verdad, pienso, con las manos metidas en los bolsillos, en los únicos diez minutos del día que he pasado la terraza. Spoiler: no ha habido suerte.

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18 de marzo 2020


La brisa en el rostro. El olor característico del mar. ¿Oyes eso? Son gaviotas. Si escuchas con un poco más de atención, descubrirás que también hay otros pájaros. Las olas que te salpican el rostro, los brazos y las piernas desnudas. Las piedras que se clavan en la planta del pié a cada paso. El regusto del agua salada en el paladar. Subir hasta el punto más alto y tratar de alcanzar con la vista el final del horizonte. 

Es agotador. Quién pudiese quedarse en casa un ratito. 

Día 3. Mi casa. Teléfono

Paso toda la mañana en casa. El tiempo discurre más rápido que otros días y parece que nos hemos adaptado a la rutina.

A última hora de la tarde, no desaprovecho la oportunidad de salir de casa. Por la calle apenas hay gente. Algunas personas solitarias caminan presurosas, y el autobús pasa vacío y sin detenerse en la parada. Cuando entro en la farmacia, siento como si hubiese entrado en una película. La farmacéutica me atiende desde detrás de un plástico que aísla totalmente la tienda. Lleva guantes y mascarilla, como si en vez de saliva tuviera una ametralladora que pudiera perforar la barrera. Para colmo, la crema que quiero está en mi lado de la tienda, y durante veinte segundos jugamos al un poco más arriba, no, no, a la izquierda, hasta que mi dificultad derecha-izquierda y yo encontramos el producto. Tú has visto E.T., ¿verdad? Le espeto a la farmacéutica, incapaz de contenerme, cuando me cobra pasándome el datáfono a través de una bandeja. Ríe nerviosa, pero no responde, y yo huyo de ese lugar envuelto en plástico en el que, en cualquier momento, aparecerá un extraterrestre en una camilla.

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Día 2. Heroína o villana

A las 7 de la mañana J2 empieza a cantar. A las 9.25 ya hemos agotado el recurso del desayuno, la plastilina y el álbum de fotos familiar. Desesperada, busco vídeos en internet de psicomotricidad, esa palabra que nunca sé exactamente a lo que se refiere, y sólo encuentro coreografías de niños lo suficientemente grandes como para obedecer órdenes. Está claro que eso no me sirve.

Cargada con mi teléfono móvil por casa, dedico tiempo a mi nueva ocupación. Me he convertido en una desmontadora de bulos profesional a golpe de protocolo. Mi chándal de ir por casa, las zapatillas de felpa y la coleta mal hecha no restan credibilidad cuando lo único visible es un mensaje de WhatsApp. Me siento orgullosa, útil. Es lo mínimo que puedo hacer para contribuir a la correcta gestión de la crisis. De repente, en la enésima visita a la nevera, se me ocurre una idea. A lo mejor es verdad que hay un médico milanés que está tratando de alertar a su familia española pese a las amenazas de un malvado gobierno, y que ve truncadas sus esperanzas de evitar la tragedia por mi culpa. En mi mente paso, en menos de un segundo, de heroína a villana. Es lo que tienen los encierros, que nos vuelven a todos bipolares.  

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Un agujero en la alambrada

Me encontraba en el jardín cuando llamaron a la puerta. Estaba sola y no esperaba a nadie por lo que, durante unos segundos, me quedé quieta, aguantando la respiración, convertida en espía en mi propia casa. Sin embargo, unos segundos más tarde, volvió a sonar el timbre, esta vez con más insistencia. En ese momento me sentí culpable, tal vez se trataba de algo urgente, por lo que me apresuré a salir a toda prisa, intentando recuperar el tiempo perdido.

La cabeza de un hombre joven asomaba sobre el muro de entrada. Reconocí al vecino, lo que me tranquilizó, porque los vecinos no suelen llamar a la puerta a las once de la mañana para atracarte, salvo que sean psicópatas o malísimas personas. No parecía ninguna de las dos. Le hice un gesto que era una mezcla de saludo y de “ya voy” y, por fin, abrí la puerta:

– Hola. Lo siento mucho, pero creo que mi perro se ha colado en tu jardín.

– Oh, – había dicho, sin saber qué responder. 

– Es un cachorro muy pequeño, tiene sólo tres meses. Todavía no nos hace mucho caso. Espero que no haya hecho ningún destrozo.

– No he notado nada. 

– De todos modos, estaría bien que revisases la valla. Debe de haber un agujero. He estado buscándolo pero no lo he encontrado.

– Tranquilo, yo me ocupo.

Tras despedirnos, lo vi desaparecer acera abajo y meterse en casa. Solo entonces cerré la puerta y regresé al jardín. Ahí estaba el cachorro, con el que había estado jugando durante la última media hora. Seguía mordisqueando uno de mis calcetines viejos y, al verme llegar, se acercó a mí moviendo el rabo, contento. Le acaricié la cabeza y, después, cogiéndolo del collar, lo acerqué hasta un extremo de la valla. Allí agachó la cabeza, obediente y, arrastrándose, pasó por el agujero y se perdió tras un arbusto de su propio jardín.

Me había quedado mirando la valla durante unos segundos, atenta a los ruidos del jardín de los vecinos. Cuando me aseguré de que no había nadie cerca me agaché y rompí, con cuidado de no cortarme, un par de centímetros más de valla. Boira estaba creciendo muy rápido y no quería que se quedase atascado.  

*Un agujero en la alambrada es el título de un libro de François Sautereau, de la mítica serie naranja del Barco de Vapor. Fue mi libro favorito durante muchos años.   

Día 1. Un coronavirus en el balcón

Tiendo a las diez de la mañana. Asomada al patio de luces veo como mis vecinas del bajo, madre e hija de unos cinco años, salen a la terraza. Riendo, extienden dos esterillas en el suelo y empiezan a correr alrededor de ellas. Cuando acabo de tender están haciendo saltos de tijera cual militares entrenando en medio del fango. El día se les va a hacer muy largo.

Que se lo digan a las erasmus italianas de la casa de enfrente. Las chicas fuman porros en la terraza mientras en el interior de la vivienda suena una y otra vez abre tus ojos, mira hacia arriba, disfruta las cosas buenas que tiene la vida. Han huido de una para caer en otra. Nos miran mientras tomamos el vermut y nos saludamos con la mano.

Salgo a comprar el pan. Estoy nerviosa y camino a paso rápido, como si estuviera haciendo algo horrible. Me entran ganas de ponerme un post-it en la frente que diga que solo voy a comprar. Me moría por salir, y ahora que estoy en la calle, sólo tengo ganas de volver a casa.

A última hora de la tarde los niños de enfrente cuelgan un dibujo en el balcón. ¿Un arcoíris de colores? No, un coronavirus. Esos niños me representan.

Día 0. Aviso de encierro

Estamos encerrados en casa. Nos lo acaba de decir el Presidente, Pdr. Bueno, a nosotros personalmente no, lo ha dicho en la tele. Tampoco es que lo hayamos visto en la televisión, ya que J1 estaba limpiando la cocina y yo terminando de bañar a J2, y a nosotros se nos da mejor enterarnos por redes sociales cuando todo ha ocurrido – vivir con una mínima demora, como cuando en la radio suena el pitido de la hora en punto pero en tu reloj ya son y un minuto.

Es surrealista. Leo todos los días los informes del Ministerio y las cuentas no me salen. Ahora las cuentas que no sé cómo cuadrar son otras: ¿Cuándo vamos a trabajar? ¿Qué vamos a hacer con J2 metidos en casa? ¿Cuál es el supermercado más lejano al que puedo ir sin levantar sospechas? Esta tarde hemos ido al chino a hacer acopio de pegatinas y plastilina. Mañana ya estará cerrado. Me pregunto si El Rincón cerrará. Hoy he dado el que ha resultado ser mi último paseo durante las próximas semanas con una bolsa de conguitos. Espero que los establecimientos que venden conguitos aparezcan en el Decreto como comercios de primera necesidad. Qué menos que eso.

#cuarentena #covid19

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