– ¡Todos tenemos reserva! – Había gritado una mujer a mis espaldas, dándome un empujón. – ¡Póngase a la fila!
– No se lo tome como algo personal, – me había dicho un señor, tocándome el hombro, cuando me dirigía al final de la cola. – Le habla así a todo el mundo.
– Gracias. ¿Sabe si hay que esperar mucho?
– A nosotros nos han dicho que, si nos sentábamos en la terraza, nos atenderían antes. Ya sé que hace frío, pero hemos pensado que merece la pena.
– Lo malo, – había añadido una mujer, también sentada en una de las mesas exteriores. – Es que llevamos aquí media hora y todavía no nos han sacado la carta.
– ¡Madre mía! – Había exclamado, asustada. – No tenía ni idea de que este restaurante se pusiera así.
– Ay, amiga, – había sonreído la chica que me precedía en la fila. – ¡Es que aquí se come de película!
Todo grupo de amigos próximos a la cuarentena alquilan, tarde o temprano, una casa rural en la que pasar el fin de semana. Por el precio que cuesta un hostal decente te haces con una casa de pueblo de techos altos, vigas de madera y muebles rústicos. Aunque, a diferencia del hostal, aquí hay que hacer la lista de la compra, cocinar y dejarlo todo limpio cuando terminas.
La casa de este fin de semana estaba en un pequeño pueblo que me hubiera permitido ocultarme fácilmente de mis enemigos, en caso de tenerlos. El pueblo tenía un acceso desde la carretera secundaria casi inexistente, una calle mayor que se estrechaba hasta el punto de tener que plegar los retrovisores del coche y una wifi que brillaba por su ausencia. Sí, soy como Sandra Bullock en esa escena de La Red en la que, en la playa, se lamenta por no tener internet. Soy como Sandra Bullock pero veinticinco años más tarde y en un pueblo de Lleida.
Llevaba todo el sábado metida en casa – para eso se va a las casas rurales, para amortizarlas – cuando decidí salir a dar una vuelta. El pueblo estaba en silencio y hacía frío, y por un rato olvidé mis reticencias y disfruté de las fachadas de piedra, las ventanas llenas de flores y los gatos que se cruzaban en mi camino, perezosos. No estaba tan mal. Había visto un par de carteles anunciando varias casas rurales en el último desvío y pensé que era una buena manera de darle una segunda vida a unas viviendas que, de otro modo, se echarían a perder.
En ese momento me encontré con una señora que, sentada en el poyo de su casa, daba de comer a los gatos. Sintiéndome pletórica, me lancé:
– Bona tarda, – saludé, haciendo gala de mi don de lenguas.
La señora me miró de arriba a abajo y murmuró algo entre dientes que no entendí, por lo que procedí a responder con una sonrisa y a seguir mi camino.
Era una lástima no haber podido entenderla, pensé. Me podría haber contado cosas del pueblo, de su gente. En esas estaba cuando, dos casas más allá, encontré un cartel colgado en la fachada. “Bando municipal” decía el encabezamiento. Lo leí, primero en diagonal y, la segunda vez, con atención. Al parecer, los vecinos estaban cansados de las casas rurales y pedían, por favor, que no se les molestase.
Llevo dos horas cargando la botella vacía de agua. Hace cinco minutos he estado a punto de sucumbir y de tirarla a una papelera normal y corriente. Lo hubiera hecho, pero en ese momento mi hijo mayor ha clavado sus ojos en los míos y ha preguntado, en voz más alta de lo normal: “No irás a tirar la botella de plástico en una papelera normal. ¿Verdad, mamá?”. No hay nada más serio que un niño serio, y aunque debería sentirme orgullosa de la educación medioambiental que les he dado, hubiera querido matarlo. Maldita Greta y maldito cambio climático. Cada vez que hablan por megafonía me detengo cual perrillo con las orejas levantadas, deseando que digan mi nombre para tener una excusa y abandonar el botellín a su suerte. Como si fuera a entender una palabra. Así que aquí seguimos, dando vueltas por un centro comercial atestado de gente cargando un botellín que me inutiliza una de las manos.Si alguien ve una papelera amarilla que me avise, por favor. Quiero irme a casa.
Nunca he tenido miedo a la lluvia, pero aquella tormenta era otra cosa. Había empezado a llover cuando estaba a dos calles de mi casa. Apreté el paso al escuchar el primer trueno y había hecho los últimos cien metros corriendo, como si disputase una medalla olímpica. Pese a todo, cuando entré en el ascensor estaba completamente calada, hasta el punto de que empecé a quitarme la ropa con dificultad en el descansillo y me lancé, nada más abrir la puerta, en dirección al baño.
Salí del cuarto de baño diez minutos más tarde, todavía en albornoz. Me había dado una ducha con agua caliente, me había secado el pelo y ya me sentía mejor. Fuera, el agua seguía golpeando con violencia los cristales y el viento se escuchaba como si se colase a través de mil rendijas invisibles. Había encendido la televisión pero no funcionaba, el viento debía haberse cargado la antena de nuevo. En su lugar, opté por consultar internet. La gente había empezado a colgar vídeos caseros en los que se podía observar la furia de la tormenta.
Estábamos en medio de un temporal, y los primeros avisos de protección civil recomendando permanecer a cubierto no se hicieron esperar. Con esas rachas de viento, salir era una locura. Me encogí en el sofá. Me alegraba de haber previsto la tormenta con la suficiente antelación como para llegar a casa. Si la reunión hubiese durado diez minutos más me habría quedado encerrada en el trabajo y quién sabe cuándo podría haberme marchado. Prefería estar sentada en mi sofá mientras el fin del mundo ocurría ahí fuera.
Un tremendo trueno coincidió con el sonido de mi interfono, haciéndome dar un bote en el sofá. Asustada, me había levantado para abrir. Al descolgar vi por la pantalla un chico con una gorra de repartidor de pizza:
– ¿Ángel?
– Se ha equivocado. Es en la letra A.
– Gracias, – había respondido, llamando inmediatamente al número del vecino sin darme tiempo a apartar la oreja del auricular.
Que el fin del mundo nos pille con comida a domicilio.
Mi mujer me ha dicho que no saliera de casa hoy. Como si soportase quedarme encerrado. Que había nevado mucho y que iba a coger una pulmonía. Ella no sabe que de pequeño, en el pueblo, todos los inviernos me tocaba caminar varias horas bajo la nieve. Después me ha dicho que estoy cegato, que pisaría una plancha de hielo y me caería y me rompería la cadera, y que ella no estaba dispuesta a acabar en el hospital. Vaya estupidez. Tengo cataratas pero puedo ver todavía a muchos metros de distancia. Después ha sacado la última carta, la de la demencia. Que se me va la cabeza, dice, que no se me puede dejar solo. Al final se ha hartado de darme órdenes y me ha dicho que hiciera lo que quisiera, que soy un viejo inaguantable y cabezota. Justo lo que quería oír. Así he tenido excusa para irme dando un portazo, fingiendo que estoy muy ofendido. Como si me importase.
En fin, gracias por escucharme. Es agradable tener vecinos tan amables.
La pantalla te asigna la bicicleta número doce. La examinas con recelo mientras te aproximas. No sabes qué sorpresa te deparará esta vez: un manillar torcido, la cadena salida o un asiento sospechosamente alto, indicativo de que nadie ha podido bajarlo.
En esta ocasión, nada de eso ocurre. La bicicleta está en perfecto estado, y colocas el bolso en el cesto con una sonrisa de triunfo, como si hubieras superado un gran escollo. Ajustas el sillín a la altura correcta, cierras la cremallera del abrigo y, montándote y empezando a pedalear, te incorporas al carril bici.
Te detienes en el semáforo junto a un autobús. Lanzas una mirada a su interior con curiosidad. Hay varias personas con la cara inclinada sobre el teléfono móvil. Una señora mira con insistencia hacia delante, como si pudiera hacer que el semáforo se pusiera en verde sólo con el poder de su mente. Te fijas en un par de pasajeros con la vista clavada en la ventanilla, pero cuando intentas seguir la dirección de su mirada, te das cuenta de que no lleva a ninguna parte.
El semáforo se pone en verde y todos arrancáis. Rápidamente el autobús te sobrepasa, pero el tráfico le obliga a aminorar la marcha, por lo que vuelves a ponerte a su altura. De nuevo encuentra un hueco y se aleja, pero una furgoneta mal aparcada le impide avanzar, alcanzándolo de nuevo. Se ha convertido en una carrera. Tú pedaleas más rápido, aprovechando la vía libre del carril bici. El viento ha empezado a soplar y te parece que vuelas mientras, uno tras otro, adelantas a una docena de conductores aburridos que sólo desean llegar a casa. En ese momento el semáforo cambia a ámbar y te lanzas, con todas tus fuerzas, en un último sprint. Pasas con el tiempo justo y lanzas una mirada por encima del hombro al conductor del autobús y a los pasajeros que han quedado atrás. Sonríes, esta vez con gesto de superioridad. Seguramente, alguien te habrá acompañado en esa carrera y ahora mismo se estará lamentando por haberla perdido. Tal vez, eso le hará replantearse algunas cosas. A lo mejor, dentro de unos días, te lo cruzarás en bicicleta sin que llegues nunca a saber que está allí por tu culpa.
Por supuesto, esto nunca ocurrirá. Es como cuando los pequeños nos vanagloriamos de molestar al grande y el grande… ¡Ay, el grande! Ni siquiera se ha dado cuenta de nuestra existencia.
Celia es la mejor trabajadora que una empresa podría tener: cumplidora, eficiente, ordenada. Todo lo contrario a mí, que sobrevivo como puedo en una mesa caótica, no sé en qué día vivo y siempre corro de un lado para otro. Todas las mañanas, cuando entro en el despacho, ella ya está ahí, con los ojos fijos en la pantalla del portátil y tomando notas en su cuaderno con un bolígrafo impecable, no como mi boli bic, completamente mordisqueado. Sí, la pobre es un muermo. Por eso, al llegar esta mañana a la oficina, me he dado un susto terrible. Ahí estaba mi mesa tal y como la había dejado. Pero Celia, ¡Celia no estaba! Así que me he puesto a mirar a mi alrededor, detrás de la puerta y debajo de la mesa, no vaya a ser que, después de años de total aburrimiento, hubiera decidido gastarme una broma. No la he encontrado. He salido entonces al pasillo para preguntar por ella, pero no había nadie. Entonces lo he visto claro: aquello tenía que ser un apocalipsis zombie o una alerta nuclear o, probablemente, un escape nuclear que había terminado con la mitad de la población convertida en zombies. He empezado a temblar cuando, de repente, mi móvil ha vibrado en el bolsillo, haciéndome dar un salto. Era mi madre, que si iba a comer. Había hecho pollo asado, como todos los domingos.
Hace frío en la calle. Es un día invernal, gris y con niebla. Salgo del portal y el frío me golpea como una bofetada. Rápidamente me ajusto el gorro y los guantes, y cierro un poco más, si es posible, la cremallera del abrigo.
La calle está vacía. Son las cuatro de la tarde pero está a punto de hacerse de noche. Con decisión, meto las manos en los bolsillos y comienzo a andar. Lanzo una mirada a las puertas de los comercios, a los portales de los edificios. Todos permanecen cerrados. Parece que no vayan a abrir nunca más.
Apenas he avanzado trescientos metros cuando siento que alguien me sigue. Las pisadas, tenues al principio, se han acomodado a las mías, manteniéndose detrás de mí. Podría haber girado la cabeza, pero algo me lo impide. En su lugar aprieto ligeramente el paso, tratando de no perder la compostura. Intento tranquilizarme. A fin de cuentas, es media tarde y camino por una avenida. No hay zombies en la ciudad ni estoy dentro de un relato de Stephen King. La niebla es sólo eso: niebla.
Respiro hondo, sintiéndome mejor, pero la tranquilidad dura muy poco. Quien sea que me sigue está cada vez más cerca. Miro a mi alrededor buscando algún lugar donde ocultarme, pero estoy en medio de una acera vacía. No hay escapatoria. Será alguien conocido, pienso. Pero, entonces, ¿por qué no me llama? ¿Por qué no grita mi nombre de una vez? Los pasos se acercan y se colocan a mi lado. Si no llevase puesto el maldito gorro podría descubrir quién es por el rabillo del ojo, pero entre tanta capa de ropa no hay manera. Aguanto la respiración durante un segundo, como si eso pudiera ayudarme. Dentro del bolsillo, aprieto los puños.
Una mano se apoya, suavemente, en mi hombro. Es la señal que necesito. Me giro con brusquedad, queriendo terminar cuanto antes.
Una mujer me mira, sonriente. Reconozco, en medio de mi confusión, a una de las dependientas de la tienda de frutos secos:
-Disculpa, pero tienes la cremallera de la mochila abierta. – Sonríe, todavía, un poco más. – No vaya a ser que alguien te de un susto.
Qué suerte la mía, pienso, mientras balbuceo gracias y permanezco parada, tratando de cerrar la cremallera con los guantes puestos. Si no fuera por esta mujer, alguien podría haberme asustado.
Sí, lo sé, llego tarde. Pero no vas a creerte lo que me ha pasado. Yo salía de casa, iba bien de tiempo, te lo juro. No me había dejado la olla al fuego, ni me había olvidado la tarjeta del autobús, ni había salido con un calcetín de cada color. Tienes razón, una vez salí de casa con un zapato distinto en cada pie, pero no me interrumpas. El caso es que yo salía del portal cuando, de repente, me he chocado con un zanco. ¿Te lo puedes creer? He tardado un momento en darme cuenta de lo que era. Al principio he pensado que era un palo que se había olvidado alguien allí, en la acera, pero de repente se ha movido y, al levantar la cabeza, he descubierto que había alguien encima. ¡Qué susto, ni te lo imaginas! Y, para colmo, el de los zancos no estaba solo, había cuatro, o cinco más. Pero, espera, que falta lo mejor: llevaban una estrella gigante sobre ellos, una estrella de proporciones bíblicas. Estaba alucinada, mirándola, cuando el que parecía el jefe me ha preguntado que por dónde caía Sos del Rey Católico. Sí, yo he pensado lo mismo, hasta se lo he dicho, que si no tendrían que ir a Belén en vez de a Sos. ¿Sabes qué han hecho? ¡Se han partido de risa! ¡Como si les hubiese contado un chiste! Se han reído tanto que casi se caen de los zancos. Y va uno y me responde que a ver si pienso que sólo hay una estrella. Que hay millones y que debería mirar más al cielo. Para ver las estrellas y para no irme chocando con la gente que camina sobre zancos. Una locura. Anda, vamos a merendar algo, que me muero de hambre.
Después de unos cuantos días de vacaciones, de festejos varios, reencuentros con amigos y comida y bebida en abundancia, llega el momento de volver al trabajo. No es demasiado traumático: a fin de cuentas, soy un adulto ejemplar, y además me creí que, si me gusta a lo que me dedico, no tendré que trabajar el resto de mi vida. Aunque el despertador sonando a las 7 de la mañana con este frío se parezca, peligrosamente, a la idea que uno tiene de trabajar.
Camino hacia mi puesto de trabajo repasando las tareas pendientes. El final del 2019 fue casi infernal, pero constato con satisfacción que, pese a todo, logré dejar las cosas en orden. Ese pensamiento me pone contenta y me hace sentirme orgullosa. Así, con una sensación de ligereza que me hace andar con rapidez, junto con el frío que me impulsa a llegar, me acerco a mi edificio dispuesta a empezar el año con buen pie. De lejos, veo que algo ha cambiado: la entrada al edificio. Han sustituido la obsoleta puerta anterior, una doble hoja acristalada que había que empujar – o tirar – utilizando las dos manos, por una moderna puerta automática con el logo de la institución. La visión de la nueva entrada me hace esbozar una sonrisa. Hay algo de promesa en ello, como si todo fuera a ser más sencillo a partir de ahora.
Así que me acerco, decidida, sonriendo al comienzo del nuevo año. Cuando estoy a dos pasos de la puerta el sensor me detecta correctamente y comienza a abrirse. Todo funciona a las mil maravillas.
Dos pasos después, mis hombros colisionan con fuerza contra el cristal. Sin detenerme, tratando de disimular el golpe, me contorneo para colarme dentro del edificio, lanzando una rápida mirada a mi alrededor para cerciorarme de que nadie me ha visto.
A veces nuestros pensamientos van demasiado rápido y la realidad te pone en su sitio, imponiendo su propia velocidad. Esto es a lo que yo llamo «cuesta de enero».