1 de enero 2020

Anoche cené a las ocho y media, como es mi costumbre. Me tomé mi plato de sopa y, después, me senté en el sillón con el libro que tengo entre manos. Pasé por el baño a las diez de la noche y, a las diez y diez, ya estaba en la cama. De camino al dormitorio vi que varios vehículos habían aparcado frente a la puerta de mis vecinos, y uno de ellos obstruía la salida de mi garaje. Decidí pasarlo por alto, aunque a regañadientes, porque no tengo coche desde hace varios años. Si hubiera sabido lo que venía después, habría llamado a la guardia civil. Mis vecinos gritaron durante horas, especialmente en torno a la media noche. Pusieron música estridente y bailaron sin importarles que yo intentase descansar. No he podido conciliar el sueño hasta la madrugada. Esta mañana cuando, cansada y de mal humor, daba mi paseo diario por la playa, he descubierto que el banco en el que suelo sentarme estaba ocupado por un pantalón abandonado. He parpadeado varias veces ante esa visión inesperada. No sé qué demonios pasó ayer, pero ni que fuera la última noche del año.

La peor opción

Montados en la moto que acabábamos de alquilar recorrimos la estrecha carretera contemplando templos, pueblos y niños volando cometas – sí, así de idílico era el paisaje – hasta que los arrozales de Tegalalang aparecieron frente a nosotros. Impresionados, aparcamos la moto, nos quitamos los cascos y emprendimos el descenso hacia las terrazas.

Los turistas como nosotros se agolpaban en las escaleras, los caminos y las pasarelas. El ambiente era agobiante, así que pronto escuché esa voz que te susurra al oído que tú eres un viajero diferente, superior a todos esos que sólo buscan la mejor instantánea para Instagram. Así que cambiamos el rumbo y nos dedicamos a recorrer los caminos menos transitados, aquellos que nos iban alejando, poco a poco, del gentío, y nos introducían, cada vez más, en un paisaje de colinas y surcos de agua casi hipnóticos.

Anduvimos durante una hora disfrutando de nuestra recién ganada tranquilidad. Pasado ese tiempo, decidimos parar. El paisaje era espectacular pero monótono, el sol pegaba con fuerza y estábamos empapados en sudor. Nos habíamos detenido frente a una de esas pequeñas casas de piedra que los balineses colocan sobre el agua, mezcla de hito y de ofrenda. Ya hemos visto suficiente, coincidimos, y decidimos emprender el regreso.

Tras quince minutos caminando, nos topamos, de nuevo, con el mismo hito. Los caminos nos llevaban hasta el punto de partida, y no éramos capaces de encontrar la salida. Durante unos minutos cundió el pánico: no había nadie a quien preguntar y no éramos capaces de orientarnos entre terrazas y colinas idénticas. Empezamos a andar de nuevo, esta vez en silencio, concentrados, tratando de hacer memoria en cada curva. Mientras, yo imaginaba cómo sería perderse en los arrozales. Cómo me sentiría al ver a los turistas hacerse fotos unas terrazas más allá, mientras la noche se ponía y yo era incapaz de llegar hasta ellos.

Por fin, tras recorrer varios senderos que no llevaban a ninguna parte, logramos encontrar la salida. Abandonamos Tegalalang con la cabeza gacha, agotados y sin mirar atrás. Tú estabas tan empapado que te compraste una camiseta en uno de los puestos para turistas. Quiero la camiseta más fea que tengas, pediste a la vendedora, y ella rió mucho ante la ocurrencia. Yo también reí, y pensé que era una metáfora perfecta de lo que nos había ocurrido: dar vueltas sin sentido durante horas para, al final, quedarnos con la peor opción.

Compraste una camiseta con un enorme logo de Bintang. Ciertamente, no había otra más fea.

En la foto, una pareja haciéndose un selfie al fondo, ignorando mis gritos de auxilio.

25 de diciembre 2019

Es una mañana de Navidad casi perfecta. No hay ni una nube en el cielo y las calles están llenas de personas que caminan, alegres, haciendo tiempo hasta la comida. Hace mucho que no visito esta parte de la ciudad, pero la ocasión lo requiere. He oído hablar maravillas de la decoración navideña y estoy ansiosa por descubrirla. Cuando llego a la plaza mayor, me encuentro con el árbol. No es lo que me esperaba, pero me deja sin palabras: la copa ancha, sus ramas nevadas y el espumillón enrollado en el tronco. Cuanto más lo miro más me gusta. Siento cómo el espíritu navideño me embriaga, hasta que no puedo controlarlo y escapa de mi boca un contundente, ¡Viva la Navidad! Al que la gente responde, con igual contundencia, ¡Viva! Me giro hacia mi pareja y, como colofón, le planto un beso de película. Es lo que se espera de ti en ocasiones como ésta.

Un cuento de Navidad

Me había quedado atrapada en el centro de una isleta. Había tenido el tiempo justo para cruzar el primer semáforo, pero no el segundo, lo que me obligaba a esperar, sin escapatoria posible, durante un buen rato.

En esas estaba, lamentando mi suerte, cuando la vi detenerse al otro lado. Era la una de la tarde e iba vestida con un traje de noche. Probablemente venía de un evento, si es que existe algún acto que exija vestir de gala al mediodía. Era joven, así que parecía salida de una graduación que se había alargado demasiado. Hubiera sido mi primera opción si no hubiese ido tan bien peinada, con las ondas de peluquería todavía en su sitio y el vestido apenas arrugado. Había descartado la comida de empresa, demasiado arreglada, y hubiera seguido haciendo cábalas si no fuera porque ella había cruzado el paso de peatones en rojo, acercándose, descubriendo que estaba llorando.

Aquello avivó, todavía más, mi curiosidad. La chica se había detenido a mi lado, dándome la espalda. Miré con disimulo por encima del hombro. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho y miraba con insistencia al frente. La pregunta que más me interesaba resolver no era ya de dónde venía, sino qué había sucedido.

La respuesta vino del mismo lugar por el que ella había aparecido. Un chico había cruzado el paso de peatones en dos zancadas. Durante un segundo me sentí como una idiota por llevar tanto tiempo esperando a cruzar una avenida por la que no pasaba ningún coche, pero aquello era demasiado interesante como para preocuparme por los minutos perdidos. Él se había detenido a su lado, en silencio, como los perros cuando esperan a que su amo les ordene que se sienten o que suelten el palo que llevan entre los dientes. Pero no hubo orden, sino queja. Me has dejado sola, dijo ella, aparentando frialdad, aunque la voz le temblaba. Después de estas cuatro palabras, había decidido cruzar, de nuevo en rojo, como si no pudieran permanecer juntos ni un segundo más. ¿Dónde estaba el tráfico cuando se le necesitaba?

Él, por el contrario, esperó a que los semáforos cambiasen a verde. Sentí que ya nada me impedía cruzar la avenida vacía así que, a regañadientes, lo hice.

Al llegar al otro lado, miré hacia atrás. Caminaban uno junto al otro, pero sin tocarse. Volví a girar la cabeza unos metros más allá, arriesgándome a que me atropellara un patinete, y vi que el hueco se había reducido, apenas un hilo de luz entre ambos. Y pensé, cuántas veces nos esforzamos en mantener esos pequeños espacios, aunque nuestros cuerpos nos empujen a su desaparición. O, quizás, esa escena se merecía una onda expansiva en la que ambos cuerpos salieran proyectados de vuelta, cada uno, a un lado de la isleta.

Quién sabe. Yo, a fin de cuentas, sólo estaba esperando para cruzar.

En la foto, el semáforo pidiéndome, insistentemente, que cruce de una vez.

19 de diciembre 2019

Levanto con cuidado la persiana, lo justo para poder ver el exterior. He apagado la lámpara de la habitación para que no me vean desde fuera. La calle está vacía, y las luces de la casa de enfrente han comenzado a encenderse. Permanezco en guardia hasta que, de repente, aparece. Pone un pie en la acera y se detiene. Lanza una mirada a derecha e izquierda y, de pronto, levanta la cabeza, clavando sus ojos en mi ventana. Me agacho todo lo rápido que puedo, rezando para que la oscuridad no le permita ver el interior. Permanezco apartada de la ventana, el corazón a cien por hora, hasta que, pasado más de un minuto, reúno el valor suficiente para asomarme de nuevo. Ella se aleja calle abajo y, finalmente, da la vuelta a la esquina, por lo que respiro aliviada. Todavía a oscuras, termino de ponerme el abrigo y salgo al rellano de la escalera, cerrando la puerta a mis espaldas de un portazo. No podría soportar que la vecina me volviese a apretar los mofletes mientras me pregunta, como todos los días, para cuándo el novio.

Magdalenas

Se tuvieron que apartar para que yo pudiera acercarme a la barra.

Eran dos: el mayor vestía traje gris, y su pelo cano empezaba a clarear en algunas partes. El más joven llevaba un traje azul marino, de corte actual, y una libreta debajo del brazo. Al apartarse, dejándome sola delante del chino que, en esos momentos, se ocupaba de atender la barra, habían cruzado una sonrisa cargada de suficiencia.

Sí, lo reconozco. Hay personas que me caen mal a primera vista. Y esos dos me cayeron fatal. Mientras el camarero servía las dos cañas, no había podido evitar mirarlos. Acodados en el otro extremo de la barra, el mayor de ellos increpaba a la otra camarera, una china que estaba secando vasos:

– No hacéis más que pedirme tazas. Vajilla, vajilla y más vajilla. Y cuando vengo por aquí, ¿Qué me encuentro? Que las magdalenas son de otros.

Hablaba con un tono de voz innecesariamente alto, haciendo aspavientos. El joven, mientras tanto, permanecía acodado en la barra, mirando de arriba a abajo a la mujer.

– Vosotros gastando vajilla y las magdalenas no son nuestras, – había insistido, como si el origen de las magdalenas fuera la mayor de las afrentas. – ¿Cómo queréis que me lo tome?

Había regresado a mi mesa cargando las cervezas y de visible malhumor. Aquellos tipos me estaban poniendo de muy mala leche. Los seguí espiando mientras bebía a sorbos mi caña. Por fin se alejaron de la barra, dieron un par de vueltas por el local como si fuera suyo y, al final, se apostaron en la puerta de entrada.

No tuvieron que esperar mucho. En seguida apareció el jefe, un hombre de unos cincuenta años, bajo pero de complexión fuerte. Los tres habían tomado asiento frente a una mesa. Los dos hombres a un lado. El chino, en el otro. Mentalmente le había mandado fuerzas. «No te achantes» había pensado y, como si me hubiera escuchado, se había echado ligeramente hacia atrás y extendido el brazo derecho sobre la silla que quedaba libre. En ese momento, supe que todo iba a ir bien.

Minutos más tarde, cuando me acerqué a pagar a la barra, lancé una última mirada hacia la mesa. Los vendedores se habían callado, y el chino hablaba con serenidad y gestos tajantes. Había esperado a que los camareros dejasen de mirarlos para pedir la cuenta:

– Vaya gilipollas, – había comentado, en ese momento, el camarero a su compañera.

– Integral. Pero el jefe le está poniendo en su sitio. Eso les pasa por tratarnos como a idiotas.

Por supuesto, eso lo dijeron en chino, pero no me importó. A veces no hace falta entender el idioma para comprender lo fundamental.

En la foto, yo fingiendo que escucho la conversación de mi acompañante cuando, realmente, estoy mirando al chino.

12 de diciembre 2019

En el prado hay gente de lo más variopinta. Varios grupos hacen tiempo a la sombra comiendo algo. Una niña espera a que su padre acabe de limpiarle los mocos para seguir jugando a la pelota. Algunas personas aguardan en fila a que les sirvan un vino y ella, la chica del vestido blanco, mira con insistencia hacia arriba para no perderse detalle. Nada más verla confío en ella ciegamente. Seguro que tiene información de primera mano que los demás no conocemos, pienso. Así que dejo la cerveza a un lado y me siento sobre el césped, mirando en la misma dirección. Echo un vistazo al reloj: las doce menos tres minutos. Empiezo, mentalmente, la cuenta atrás: ciento ochenta, ciento setenta y nueve, ciento setenta y ocho… Me detengo para darle otro trago a la cerveza y lanzar una mirada satisfecha a mi alrededor. Nunca imaginé que cumpliría mi sueño de viajar a Cabo Cañaveral.

Un paseo por la Quinta Avenida

Cuando mis padres vinieron a visitarme a Nueva York, preparé un programa digno de la mejor guía turística. En él estaban representados, en un equilibrio casi perfecto, los must de la ciudad junto a otros lugares no tan conocidos que conformaban mi NYC particular. La lista era tan larga y el tiempo tan limitado, que fue todo un reto.

Era la primera noche del viaje cuando, contentos pero cansados, volvíamos paseando al apartamento. Habíamos dado un pequeño rodeo para regresar por la Quinta Avenida. Era el único momento del día en el que me gustaba pasear por ahí, cuando las hordas de turistas ya habían desaparecido, el tráfico se había visto reducido a su mínima expresión y el espectáculo de luces provenientes de las tiendas de lujo lucía en todo su esplendor. Así, nos detuvimos en el gigantesco escaparate de Gucci, situado en los bajos de la Trump Tower. Dos maniquíes se erguían, solitarios, en el centro de un local enorme. Habíamos hablado sobre ello durante unos minutos: de lo suntuoso del lugar, del concepto del lujo y de cómo la ropa cobraba otra dimensión, convirtiéndose en arte. También hicimos otros comentarios más mundanos, como a cuánto tenías que vender cada prenda para que un local de esas características te saliera rentable o con qué productos había que limpiar para que todo luciera tan brillante.

En esas estábamos, extasiados, cuando un elemento atrajo nuestra atención. Desde el fondo de la tienda, en dirección al escaparate, algo se aproximaba. Lento pero implacable. Destacando sobre el suelo de mármol blanco, e iluminada bajo los focos, una cucaracha había llegado hasta el cristal. Allí se había detenido, a apenas un metro de nosotros, dejándonos que la contempláramos en silencio. Unos segundos después se había dado la vuelta, regresando al lugar del que había salido.

Probablemente, ésta sea una estupenda metáfora de la vida. Para mí, ilustra, sobre todo, una cosa: Nueva York, bajo las luces, está atestada de cucarachas.

En la foto, yo fingiendo que no he visto nada.

5 de diciembre 2019

¿Otra vez macarrones para cenar? Estiras el cuello lo suficiente para confirmar que es así. El plato rebosa macarrones gratinados nadando sobre una balsa de tomate y aceite. Tienes que comer. Venga, prueba un poco, te dice tu madre que, de repente es dos palmos más alta que tú. Si fuera por ti estarías todo el día comiendo guarradas, añade tu padre, que vuelve a tener pelo. Pero yo quiero acelgas, te quejas. Acercas el tenedor al plato con torpeza, como si estuvieras aprendiendo. Miras desde abajo a tus padres. ¿Cuándo me daréis verdura? El domingo, en casa de los abuelos. Pero te tienes que comer los macarrones. Miras el plato con nuevos ojos y lo atacas con una sonrisa. Por nada del mundo te perderías ver a tus abuelos de nuevo.

El orgullo

El otro día me caí de la bici.

Sí, tal vez debería haber guardado esta información para más adelante. Podría haber jugado al despiste para, en el clímax, terminar el post con una caída. El caso es que ya he desvelado el secreto y no lo lamento. Como mucho, puedo arrepentirme de haber cogido la bicicleta lloviendo en vez de un autobús, como hace la gente de bien. O de no haber frenado lo suficiente al subirme a la acera para aparcar. O de haber frenado demasiado, lo que propició que mi rueda trasera derrapara y me estampara contra el suelo.

Mi historia comienza en el momento exacto en el que la bicicleta se inclina demasiado y doy con mi costado izquierdo en el suelo. El chaquetón amortiguó en parte el golpe, nadie me negará que las caídas invernales son mejores que las veraniegas, pero no evitó que sintiera un dolor punzante en la cadera y en el codo. Me levanté, confundida, pues toda caída en la edad adulta tiene su punto de sorpresa, y levanté como pude la bicicleta del suelo que, de repente, pesaba un quintal.

– ¿Estás bien?

Un señor corría hacia mí a toda velocidad, agitando mucho los brazos. Mi caída ha debido ser de lo más aparatosa, había pensado.

– Todo bien, gracias. Parece que se ha quedado en un susto.

– ¿Seguro que no te has roto nada?

– Nada de nada, tranquilo. No se preocupe.

Yo, que soy de poco hablar, y más con desconocidos, le había sonreído. Dando por zanjada la conversación había empezado a caminar empujando la bici, dispuesta a cubrir la veintena de metros que me separaban de la parada. El hombre había expresado su alegría y regresado por donde había venido, pero había otro espectador, una chica joven con un perro, que no se movía. La había mirado, dispuesta a dedicarle, también, mi mejor sonrisa:

– El golpe duele, – había dicho, por fin, arrastrando las letras. – Pero lo que más duele, es el orgullo.

Había dado un tirón a la correa y se había dado la vuelta, considerando que ya había hecho su trabajo.

Tenía razón. Eso sí que dolía.

En la foto, lo último que vi antes de quedarme sola.
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