La carta

Al abrir el buzón, ahí estaba: una notificación de Correos. El remitente era el Gobierno de Aragón, lo que hizo que mi cabeza empezase a barajar distintas alternativas a mil por hora. La primera era que me había olvidado de pagar algún impuesto, qué sé yo: el IBI o algún otro seguro obligatorio del que desconocía su existencia. La segunda opción era todavía peor, y estaba relacionada con haber cometido una irregularidad, aunque no se me ocurría cuál podía ser. La tercera, la más realista, me hizo pensar que sería cualquier tontería, como el certificado de un curso o una nota informativa. Por supuesto, a esta última opción es a la que di menos credibilidad.

Caminé hasta Correos con cierto nerviosismo. Tengo una máxima en mi vida, y es que la realidad siempre consigue sorprenderte. O, lo que es lo mismo, que las cosas nunca ocurren como las esperas. Así que estaba preparada para que esa carta del Gobierno de Aragón fuera, literalmente, cualquier cosa.

Cogí mi número, como en la cola de la charcutería, y esperé. Esperé mientras un señor mandaba un paquete enorme, una chica enviaba un giro a su país y una señora insistía en que tenía que haber algo para ella que nunca llegó a aparecer. Por fin, el cartel luminoso mostró mi número. Con cierta reticencia me acerqué al mostrador, entregué mi aviso a la funcionaria correspondiente y vi cómo ésta se perdía entre las estanterías.

Apareció pronto con un sobre blanco que dejó sobre el mostrador, a mi lado. Lo miré, pero salvo el sello gubernamental tenía todo el aspecto de una carta normal y corriente. ¿Quedará muy mal si lo abro aquí delante? Había pensado. No me dio tiempo a decidirme. La mujer había dejado, sonoramente, un papel y un bolígrafo ante mis narices:

– Rellena tus datos y firma aquí, – había ordenado, con un tono que no dejaba espacio a la desobediencia.

Sumisa, procedí a coger el boli, y a escribir mi nombre en el papel.

Qué maravilla.

Era el bolígrafo azul definitivo. De trazo ni demasiado grueso ni demasiado fino. La tinta salía en su punto justo, sin dejar esos manchurrones sobre la página que tanto detesto. El boli resbalaba sobre el papel sin que mi mano tuviese que hacer ningún esfuerzo, adaptándose con naturalidad a mis movimientos. Nunca un nombre y un dni se escribieron con tanta fluidez. Me dominó en ese momento la necesidad de quedarme con el bolígrafo, pero vi que estaba atado al mostrador por uno de esos cordeles. No dispuesta a rendirme tan fácilmente, había levantado la vista, pero la funcionaria me miraba, esperando a que terminase. No había escapatoria. Saber que eran mis últimos trazos con ese bolígrafo azul me hizo saborear, todavía más, el momento de la firma.

Aún tenía la sonrisa en los labios cuando salí por la puerta de Correos. Es curioso como algunos objetos pueden proporcionarte una alegría desmedida, casi pueril. El simple hecho de toparme con ese bolígrafo me había alegrado la tarde.

¿La carta? Ah, la carta. Por supuesto, no era nada.

En la foto, recreación del momento vivido en Correos.

Un mundo de likes

Corría, como habitualmente suelo hacer, para intentar terminar unos recados antes de que llegase la hora de la cena. Así subía y bajaba aceras, sorteaba a peatones más lentos que yo y giraba en las esquinas esperando no chocarme de bruces con nadie que tuviese la misma prisa que yo.

En estas me encontraba cuando apareció ante mí la peor de las situaciones posibles: un corrillo detenido en medio de la acera. Lo conformaban un matrimonio mayor y una mujer de mediana edad – como yo ya tengo mis años, mediana edad es, en la actualidad, alguien que ronda los cuarenta y muchos. Cuando yo alcance esa edad es de esperar que, a esa definición, se le sumen unos cuantos años más. – Los tres parecían haberse encontrado a mitad de paseo y estaban disfrutando mucho de su compañía. Tanto, que se habían olvidado de echarse a un lado.

Probablemente solté un bufido para mis adentros, e hice un quiebro para adelantarlos. La maniobra me obligó a aminorar el paso y ahí fue cuando pude escuchar dos frases, ni una más, de la conversación:

– Está muy contento. Tiene 5000 seguidores.

– A mí me gusta mucho su blog. Siempre le doy al like.

Y los tres habían reído, felices ante ese panorama tan favorable.

La conversación me obligó a girar la cabeza cuando ya los había sobrepasado. A mirar a la mujer de cuarenta y tantos que reía con la boca muy abierta y su melena castaña al viento. A observar, de arriba a abajo, a los dos abuelos que, cogidos del brazo, la espalda inclinada y bastón en mano, hablaban con tanta soltura de blogs y de likes.

Me obligó también a sonreír, sin llegar por ello a aminorar el paso. Sonreí pensando en lo bonito que sería tener un blog y que esos abuelos me siguieran y me dieran, no uno, sino un mundo de likes.

En la foto, aspecto del paso de peatones cuando tengo prisa.

La esquina

La esquina del hospital es un lugar transitado. Un espacio por el que discurren, cada mañana, las personas que se dirigen al edificio de hospitalización o a consultas externas, el personal que trabaja en el hospital y que empieza o termina su turno, y parte de los alumnos que acceden a la ciudad universitaria. Los autobuses tienen su parada en esa acera y acostumbran a detenerse uno tras otro, abriendo sus puertas casi al unísono. Los coches intentan aparcar en doble fila, estorbando a las ambulancias que, aparatosas, tratan de descargar a sus ocupantes.

Cada mañana se disputan esa esquina los voluntarios de ONGs y Los Testigos de Jehová. Los voluntarios esperan ansiosos con su chaleco a que alguien se acerque lo suficiente para poder abordarle con una sonrisa: «¿Tienes un minuto para acabar con el hambre en el mundo?» y te sientes mezquino cuando dices que no con la cabeza, esbozando un gesto de disculpa, pero sin aflojar el paso. Los Testigos de Jehová, por el contrario, no dicen nada. Cuando era pequeña llamaban al timbre, preguntaban si podían pasar y, pese a las negativas, dejaban algún folleto con dibujos de aspecto naive. Ahora se han quedado mudos, pero a cambio se han agenciado unos expositores de propaganda homologados, al lado de los cuales posan muy tiesos, sin intercambiar palabra entre ellos.

O están unos, o están otros. O me recuerdan que soy tan egoísta que no quiero donar mi médula o me clavan sus ojos cual comerciante de sartenes tratando que me acerque a preguntar cuánto vale eso que venden. Nunca coexisten. Me gusta pensar que existe una lucha entre ellos por ocupar esa esquina. Una lucha física en la que unos esgrimen sus carpetas de Unicef y otros su expositor y sus folletos gratuitos. Una lucha que ocurre cuando la ciudad está vacía y de la que ha desaparecido todo rastro cuando la esquina comienza a llenarse.

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En la foto, cuatro captadores preparándose para contener el ataque de los Testigos.

Yellow Submarine

En primero de carrera hacía voluntariado en una residencia de ancianos mastodóntica. Recuerdo los pasillos, interminables, y unas salas inmensas donde los abuelos estaban aparcados en círculo, mirándose los unos a los otros, sin tener nada que decir.

De vez en cuando, un elemento rompía la monotonía. La puerta de una habitación entreabierta, que dejaba intuir lo cotidiano – una cama a medio hacer, un andador, un paquete de pañales. – Un rincón escondido, donde un par de abuelos conversaban, conspiradores, tal vez planeando cómo fugarse. Había también unas salas pequeñas, donde en ocasiones los abuelos se sentaban con sus familiares durante el rato de visitas. En una de esas salas, había una señora gruesa, casi obesa, apoltronada en un sillón. Siempre estaba ahí. Llevaba el pelo corto, teñido de rubio, y miraba al infinito con cara de desagrado. Al lado se sentaba su hija, una mujer con la misma figura que su madre pero que nos saludaba siempre con una sonrisa. La hija le contaba cosas a su madre y ella no respondía, ni siquiera la miraba.

Al segundo o tercer día le preguntamos si no hablaba. Uy, qué va, nos había respondido. Lo que pasa es que no quiere decir nada. Pero mirad, y dirigiéndose a su madre, le había hecho la petición más extraña que he oído nunca:

– Mamá, el Submarino Amarillo.

De repente, una voz atronaba la sala:

«Conocí a un capitán.

Que en su juventud

vivió en el mar.»

La estrofa se repetía 2, 3, 4 veces, dependiendo del humor de la señora, que después volvía a cerrar la boca, obstinada.

El espectáculo sucedió en cada una de las visitas a lo largo de ese año. Aquella escena nos hacía reír. No nos la hubiéramos perdido por nada del mundo. Escuchar a esa señora inmóvil entonando una y otra vez el Submarino Amarillo a todo volumen bien valía una visita.

El otro día, al leer un chiste sobre la situación política y echarme a reír, me acordé del Submarino Amarillo. Y pensé que, al final, no era tan diferente. A fin de cuentas, consiste en reírse de cosas que, en el fondo, dan mucha lástima.

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En la foto, el auténtico. Submarino Amarillo.

Hurt

«Creo que estoy embarazada. De 16 días, 3 horas y 24 minutos».

Vuelvo a escuchar, por enésima vez, la misma cantinela por los altavoces del ordenador. Yo, que lo único que quería era ver el maravilloso videoclip de Hurt, de Johnny Cash, tengo que esperar a que acabe el anuncio de predictor para que empiece a sonar la guitarra. Pocos segundos después, tengo que darle al pause en YouTube. El anuncio me ha cortado el rollo. Escuchar a Johnny hablar sobre la decadencia y el final de la vida no es lo más apropiado después de que esa pareja de treintaañeras estupendas se feliciten porque, alegría, una de ellas está embarazada.

Hace un rato, al abrir Facebook, un supuesto reportaje que cuenta las alabanzas de las ecografías emocionales me ha dado la bienvenida. Bueno, podría ser peor, pienso encogiéndome de hombros. En otros momentos me habría encontrado con un anuncio sobre una clínica de inseminación artificial.

Mientras que la publicidad se empeña en que empiece a parir de una maldita vez -porque, ya sabes, después querrás y no podrás, y tendrás que arrastrarte sola hasta el fin de los días – cada minuto aparece ante mis ojos una nueva noticia sobre aquellas que se niegan a ser madres. En los periódicos, en las tertulias, en los grupos de Facebook. Tener hijos no es una experiencia tan maravillosa como te cuentan, te avisan, agoreras, y yo me pregunto en qué fuentes se informaron todas esas mujeres para sentirse tan estafadas.

Mientras tanto, el tema empieza a aburrirme. Al final, ninguna decisión parecerá personal, nada dependerá únicamente de mí. Todo se reducirá a quién ha logrado convencerme sin pensar, tal vez, que a una le hubiera gustado reflexionar en silencio.

Independientemente de todo, escuchen Hurt. Que bien merece un anuncio de predictor.

Johnny Cash Inside Folsom Prison

En la foto, Johnny Cash, harto del spam pro-anti madre.

Si quiere saber algo, pregunte

Me avisa wordpress de que hace 2 años que registré este blog. En ese momento acababa de leer la tesis y luchaba a contrarreloj con la aplicación de la ANECA (los que sabéis de qué hablo entenderéis a qué me refiero. Los que no, consideraros afortunados por no saberlo). En aquellos días, mientras trataba de reunir los últimos certificados en un tiempo récord, mi cabeza estaba en un vuelo a Nueva York que salía en apenas una semana. No era una época fácil, ya que…

Un momento, un momento. ¿Qué hago contando aquí mis intimidades? Yo, que siempre trato de pasar desapercibida, ¿cómo es que casi aireo mis problemas a los cuatro vientos? He estado a punto de convertirme en la chica que hoy, a la hora de comer, le contaba a una amiga en una mesa próxima a voz en grito que un chico había intentado besarla este fin de semana. Al parecer, el chico se arrimaba a ella cantándole una canción de moda y en vez de conquistarla, lo único que había conseguido era tirarle la cerveza por los pantalones. O, peor todavía, casi soy como aquel hombre del AVE del otro día, que explicaba a su interlocutor al otro lado de la línea y, en consecuencia, a todo el vagón, que había dejado las pastillas pero que seguía sintiéndose raro, razón por la que había guardado todas sus pertenencias en una maleta y se iba dos meses a casa de sus padres. Probablemente esa intimidad que he estado a punto de mostrar es la misma que tratan de descubrir mis vecinas, tres señoras en bata de boatiné, cada una de ellas ubicada estratégicamente en un balcón del bloque de enfrente. Tres señoras a las que puedo ver lanzar miradas de desaprobación mientras fingen recolocar las cortinas o regar las macetas cuando me repantingo con un libro en la terraza.

Intentemos, por tanto, no desvelar secretos. No, al menos, de forma gratuita. Al final, si quiere saber algo, lo mejor es preguntar. No nos quedemos con la duda. Y si no, que se lo digan al hombre que me detuvo el otro día en medio del mercado para preguntarme si iba a ser capaz de comerme el chuletón que acababa de comprar. Gracias a mi respuesta clara y concisa, y a mi mirada expresiva, este hombre encantador vio resueltas todas sus dudas.

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En la foto, mis vecinas arregladas para ir a misa dando el último parte.

El secreto

La otra noche, a la hora de los postres, una amiga contó cómo había descubierto el secreto. Todas recordábamos ese momento con claridad. Algunas historias eran realmente divertidas, como aquel padre que, ante la pregunta desesperada de su hija, había respondido, «pues claro, niña» con resignación y casi con alivio, sin tratar de disimular. Otro padre, ante la misma pregunta, lo había negado todo tranquilizando a mi amiga, que no había podido evitar quedarse con la mosca detrás de la oreja. Por último, una madre más pragmática le había explicado la verdad a su hija, pero le había pedido que no dijera nada a nadie, explicándole el porqué de mantener el secreto.

Había habido traidores de todo tipo: primos, hermanos mayores, compañeros de clase. Una de nosotras había reconocido haber sido una de esas traidoras, lo que le había merecido una mirada de reproche por parte del resto.

Yo también recuerdo ese día. Una niña de otra clase se me había acercado cuando salíamos al recreo. La niña no se había andado con tonterías: «Tú sabes que los Reyes son los padres, ¿verdad?» me había espetado, y yo había respondido «pues claro» sin alterar la cara de poker que siempre me acompaña para disimular mi ignorancia.

Satisfecha con mi respuesta, se había girado y se había acercado a otra niño, dispuesta a seguir revelando el secreto, mientras yo clavaba en su espalda una mirada de odio.

Espero que haya recibido su merecido.

 

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                      En la foto, tres Reyes Magos de los de verdad.

Una tarde en el Ikea

Aunque sabíamos lo que queríamos comprar, nos habíamos detenido en la tienda de camino al almacén. Revolotéabamos en torno a los estantes sin buscar nada en concreto, y empecé a temer el momento en que comenzaríamos a echar cosas en la bolsa: unas toallas porque las nuestras están muy viejas. Una orquídea porque la anterior se murió durante el invierno. Una vela porque siempre merece la pena comprar una, aunque nunca lleguen a encenderse.

Tú te habías quedado mirando los utensilios de cocina y yo había ido hasta la zona de iluminación, para ver si encontraba una alternativa a la tulipa de plástico del dormitorio. Me había detenido delante de las lámparas de pie cuando, al otro lado de la estantería, una pareja había comenzado a hablar más alto de lo habitual. Al ver que los miraba, ella había bajado la voz, terminando la frase con un susurro. Con más fuerza de la necesaria, había dejado sobre el estante una caja de pilas. Él había mirado a las pilas y a la mujer alternativamente, y había metido la mano en la bolsa para dejar sobre el mismo estante una ristra de guirnaldas de colores. Ella entonces había cogido la ristra de guirnaldas y, con fingida tranquilidad, las había devuelto a la bolsa, pero no había terminado ahí. Un abrebotellas había aparecido entre sus manos y lo había dejado, con una mueca que trataba de ser una sonrisa, junto a las pilas.

Las manos habían comenzado a sucederse demasiado rápido. Él había sacado lo que parecía una funda de cojín, tapando las pilas y el abrebotellas. Ella había contraatacado dejando sobre el mostrador un cuchillo de cocina. Él había lanzado con rabia un juego de sábanas. Ella, un kit de herramientas. Los objetos iban apareciendo sin que pudiese apartar los ojos de la pareja que, frenética, se afanaba en vaciar lo que parecía el bolso de Mary Poppins. Después de que una alfombrilla de baño apareciese sobre el estante, y cuando ya no quedaba nada ahí dentro, él había lanzado la bolsa al suelo y, como un niño pequeño, la había pisoteado. En respuesta ella le había lanzado una mirada de desprecio y, cogiendo lo que se me antojó un par de objetos al azar – un reloj de pared y un paño de cocina – le había dado la espalda, dirigiéndose hacia la salida. Él había levantado la vista del suelo y, por fin, se había dado cuenta de que tenía un espectador. Me había lanzado una larga mirada y había levantado el dedo, señalándome. «No te confíes, – parecía decirme. También te puede pasar a ti».

Todavía seguía mirando el estante lleno de objetos cuando tú habías aparecido. Llevabas en las manos unos boles de cereales y unas pinzas de cocina.

– Ya sé que no necesitábamos nada, pero creo que merece la pena. – Te habías callado y te habías quedado mirando el montón de objetos al otro lado del estante. – ¡Pilas! ¿Te parece que cojamos un paquete?. Tenemos pero nunca van mal.

– Claro que sí, -había respondido, evitando mi primer impulso, que había sido sacarlas de la bolsa.- Coge todas las pilas que quieras.

 

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En la foto, una pareja que fue a otro Ikea.

 

 

La ilusión de los objetos comunes

Una mañana al final de las navidades, en uno de esos días en los que no eres capaz de recordar qué día de la semana es o por qué sigues de vacaciones, me encontraba fregando los platos en la cocina de mi hermana.

Lo hacía pensando en todo y en nada. En la vuelta al trabajo. En los amigos que todavía nos quedaban por ver. En las cosas que tendría que hacer en casa a mi regreso, después de más de dos semanas yendo de un sitio para otro. El agua se había calentado demasiado, y había cerrado el grifo antes de escaldarme. Había sacudido el plato que tenía entre las manos y había observado cómo caían las gotas en el fregadero. Devolví el estropajo a su lugar y, para terminar, me giré para dejarlo en el escurreplatos.

Por primera vez me di cuenta de que había visto ese escurreplatos antes. En otro lugar, yo ya había utilizado esas dos rejillas metálicas. El escurreplatos de la cocina de mi hermana era el mismo que había en mi apartamento de Nueva York: doble, con finas patas y de más de dos palmos de largo. Un objeto de Ikea.

La idea me hizo sonreír. Recordé aquellas mañanas en las que fregaba los cacharros del desayuno, con el ruido de la obra de la línea Q bajo la ventana. Protegida del calor en esa pequeña habitación de suelos inclinados y techos desconchados desde la que podía otear el Upper East con sólo asomarme a la ventana. Un momento después, la idea se volvió inquietante. Pensé en todas las veces que me había sentado en el mismo sofá en distintas casas. Que había abierto el cajón de la cómoda blanca, unas veces lleno de juguetes. Otras, de ropa interior. Cuántas veces el enorme lienzo con el rostro de Audrey me había saludado al entrar en una casa ajena, o me había topado con esa planta de plástico dentro de un cubremacetas metálico. Pensé en los cojines, las mesitas bajas, los felpudos, las tablas de cortar. En las lámparas, las sartenes, los juegos de cama y las estanterías. Recorrí mentalmente todas esas casas iguales que jugaban a componer microcosmos diferentes con los mismos objetos. O, tal vez, ni siquiera lo intentaban, contentos con formar parte del libro más vendido del mundo.

Lo que ha unido

Fuimos a cenar a un restaurante japonés del Poble Sec. Después de tres días en Barcelona, y habiendo huído de todos los lugares tomados por turistas, había conseguido olvidarme de dónde me encontraba. Ahora me topaba con la decadencia del Paralelo, con sus aceras desiertas y sus teatros de carteles tililantes y me alegraba de esa soledad aparente. Del supuesto abandono de la ciudad, muy diferente a la imagen a la que nos tenía acostumbrados.

El restaurante era pequeño, y el comedor estaba en el sótano. Era una sala rectangular rodeada de tatami, donde los zapatos de los comensales se acumulaban en los estantes dispuestos para ello. Habíamos reservado apenas una hora antes, así que nuestra mesa estaba en la zona central, una mesa normal, de patas altas, con cuatro sillas y donde no era necesario quedarse descalzo.No importaba. Aquella noche de primeros de enero no me sentía con ganas de despojarme de los zapatos.

En la mesa de al lado, había una pareja joven. Una pareja moderna, él con gorra visera y ella con un tatuaje de trazo fino en la falange del dedo corazón derecho. Ya les habían servido la cena y ella comía de un bol de ramen que tenía delante. Él no comía. Miraba el teléfono y sonreía, como si estuviese leyendo algo muy divertido. Ella miraba inexpresiva hacia un lugar más lejano que su compañero, entre sorbo y sorbo de sopa.

Cuando la chica había terminado de comer, también había sacado su teléfono. Utilizaba los pulgares de ambas manos para deslizarse rápidamente por la pantalla. Él ni siquiera se había dado cuenta, y seguía sonriendo al resplandor blanco del teléfono. Los observé un par de minutos, sorprendida de que ése fuera el resultado de su cena. De que ninguno de los dos dijera nada. De que ni siquiera pareciera molestarles la situación.

Por fin ella se había dirigido a su compañero, que había dejado el teléfono sobre la mesa. Ambos habían comenzado a mirar la pantalla del móvil de la chica, comentando lo que allí veían. Así habían seguido hasta que, unos minutos más tarde, habían pagado la cuenta y se habían marchado.

Lo que ha unido el móvil, que no lo separe el teléfono.

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