Semana del 30 de octubre al 5 de noviembre

Viene un electricista a casa a mover unos enchufes de sitio. Hace un agujero en la pared del tamaño de un puño que atraviesa el tabique de un lado a otro del salón. El ladrillo salta, todo se cubre de polvo. Cuando cambio de habitación veo que se ha agrietado la pared. Pongo mi mejor cara de póker, pero no engaño a nadie. Después de más de una hora de sudor — él — y lágrimas — yo — llega al lugar señalado en la pared para que se instale el nuevo enchufe. En ese momento descubre que, bajo el yeso, ya se escondía un enchufe antiguo. Nos miramos y me sonríe, incómodo. Yo me encojo de hombros. Si la casa arde a mis espaldas me convierto en un meme.

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En uno de los pasillos laterales del pasaje comercial veo unos pies en el suelo. Cada vez se curran más la decoración de Halloween, comentamos. Un minuto más tarde nos cruzamos con un equipo médico de urgencias que corre en esa dirección.

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Vuelve el electricista. Toca la pared con mano experta, como si palpase a un paciente. La escayola sigue húmeda y volverá mañana. Fantástico.

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Descubrimos un busto en medio de una fuente en el que nunca nos habíamos fijado. Durante un buen rato intentamos leer quién era pero el tiempo — y el agua, el viento, las palomas… — ha borrado las letras. Fantaseamos sobre si alguien en la ciudad reconocerá a ese señor calvo, si habrá descendientes que sepan de su existencia. Por muchas estatuas que nos dediquen solo sobrevivimos en el recuerdo. 

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Hay un concurso de disfraces terroríficos. Por delante de la cámara pasan niños disfrazados de Miércoles, esqueletos, momias y diversos asesinos en serie. Un niño pequeño, de poco más de un año, berrea tirado en el suelo vestido de calabaza. Su madre y su abuela lo observan a distancia, con una sonrisa congelada en los labios, mientras la fotógrafa — una chica de gafas disfrazada de relojero loco armada con un teléfono móvil — trata de sacarle una foto en medio de la pataleta. No lo consigue. La cola se hace más y más larga, la foto no sale y la chica pone cara de circunstancias, mientras ninguna de las progenitoras hace el mínimo gesto de recuperar a la criatura. Finalmente, la fotógrafa se incorpora. Ya está, anuncia, triunfal. Ha quedado fenomenal. 

Estoy segura de que ese niño tiene grandes posibilidades de ganar. 

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Mando a mis hijas al interior de una papelería. Vuelven en seguida. Tenemos que ir acompañadas de un adulto, me explica J2, así que las cojo de la mano y recorro con ellas el estrecho pasillo hasta el mostrador. La dependienta, encantadora y sonriente, les tiende un pequeño paquete de dulces y les da unas pegatinas. Lo único que pido, me dice al final con voz suave y ligeramente suplicante, es que me des un follow en Instagram. Por supuesto, digo, sin saber qué otra cosa se puede responder. Es, de largo, lo más terrorífico de la noche.

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El trozo de pared que rodea la nueva caja que hizo el electricista ya se ha caído. A su alrededor hay un agujero que cada vez es más grande y que lleva camino de convertirse en la boca de la verdad. Lo que siempre había deseado.

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Por la noche, cuando J2 y A duermen, cojo las calabazas. Tiro algunas de las chuches, dejo la mayoría de ellas en su sitio y como unas pocas. Supongo que esto de comerse los dulces de tus hijas es lo que otros tacharían de placer culpable, pero yo no siento ninguna culpa. 

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J1 refunfuña, gruñe, insulta por lo bajo, contemplando el agujero en la pared. Yo me limito a escucharlo en silencio mientras sigo bebiendo mi té. Parece que he alcanzado el nirvana y no lo sabía. 

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Pienso en volver a publicar en el blog. Tal vez merezca la pena pasar del papel a la pantalla de nuevo. Coger la realidad y darle la vuelta, buscando las costuras. Bucear en todas esas cosas que nos ocurren que podrían ser sacadas de una película, a veces de ciencia ficción, y otros días protagonizada por Alfredo Landa. Tratar de reírse de una misma. 

No, no merece la pena. Eso es lo último que pienso antes de quedarme dormida. 

a family wearing halloween costumes
En la foto un grupo de simpáticos niños dispuestos a llenar a la señora de followers (Photo by Daisy Anderson on Pexels.com)

30 marzo 2022

Ay, qué asco, por favor, ven corriendo antes de que se esconda. Pásame algo: un trapo, una escoba, el bate de beisbol del niño. Si se mueve me muero. Esto es el cambio climático, cada vez aparecen bichos más grandes. Abre la puerta, tú que estás más cerca. Coge un zapato y dale un golpecito, a ver si quiere salir. ¿Y si le tiramos agua? El insecticida no le hace nada, sobreviviría a una guerra nuclear. Venga, haz un cucurucho con el periódico e intenta meterlo dentro. ¿Que no tenemos? Usa el catálogo de juguetes. Total, hasta la próxima navidad no tenemos que comprar nada. Mira, tengo la piel de gallina y escalofríos por todo el cuerpo. ¿Estás seguro de que no se ha movido? Ya te lo dije, tenemos que cambiarnos de casa. Me marcho, no puedo más con esta tensión. Apaga la luz y deja la ventana abierta. Con un poco de suerte se marchará. Tú quédate y me avisas si hay algún cambio. Buenas noches. 

Un globo, dos globos…

Es domingo por la mañana e intento desayunar en la cocina. Digo que lo intento porque al mismo tiempo recojo los restos de un biberón que ha estampado A contra el suelo y obligo a J2 a bajarse de la silla por enésima vez antes de que se rompa la cabeza.

En medio de esta idílica estampa dominical llaman al timbre. No espero ningún paquete de Amazon, ni de Aliexpress, ni he pedido una pizza para desayunar para reponerme de una resaca inexistente. Como si estuviera sola en casa, y no con dos niñas que gritan sin parar, me acerco a la puerta de entrada cual ninja. Abro al reconocer por la mirilla a la vecina de abajo, sin saber lo que me espera:

— Buenos días. Tengo una cosa para J2. – Agita en su mano media docena de globos unidos entre sí. J2, como si hubiese olido el plástico, aparece a mi lado, exhibiendo su mejor sonrisa. — ¿Los quieres? Toma, son para ti. — Los globos cambian de mano a una velocidad asombrosa. Me repongo como puedo, y abro la boca para soltar la consigna de “dale las gracias a…” cuando se produce la estocada. — Si te gustan, tengo más.

— No hace falta, gracias, — respondo casi atragantándome, sin preocuparme por sonar grosera. Pero mi vecina no me mira a mí, sino a J2.

— Ayer fue el paso de ecuador de mi hija y le preparamos un photocall precioso, lleno de globos. Salieron unas fotos espectaculares. Ya no los necesitamos y hemos pensado que a las niñas les gustarían. ¿Verdad que quieres más globos? ¿Me acompañas a casa y los cogemos?

J2 le da la mano a la vecina antes de que yo pueda responder, y emprende el camino escaleras abajo. No puedo dejar sola a A, así que abro la puerta de pan en par, confiando en que no la secuestren los vecinos. Mientras que saco a A de la lavadora, donde había metido medio cuerpo, pienso que tengo que tengo que tener una charla con J2. En concreto, esa en la que se explica a los niños que no se vayan con desconocidos.

La voz de J2 y la vecina en la escalera me tranquiliza, pero por poco tiempo. La tira de globos ya está entrando en casa y todavía no ha terminado de salir del piso de abajo. Después de cinco minutos de forcejeo, una montaña de globos inunda mi salón, cual camarote de los Hermanos Max. La vecina se despide entonces, satisfecha por la misión cumplida, mientras yo pienso cómo le voy a explicar eso a J1. 

No pasa nada, me consuelo. Los globos se irán pinchando, pienso, mientras J2 salta sobre uno con todas sus fuerzas. El globo estalla y, al hacerlo, suelta una lluvia de brillantina que cae sobre las tres y cubre el suelo como una alfombra plateada y brillante. Es peor de lo que pensaba.

En la foto, el salón de mi casa una mañana de domingo.

23 de marzo 2022

A la Rosalía la escuchaba yo cuando no la conocía nadie. La fui a ver a un concierto y estaba ella, el guitarrista, y cuatro despistados. Qué voz, qué sensibilidad. Era puro arte. So, soooo good. Ahora, chica, ¿pero qué dices? Seamos serios, eso de la motomami no lo entiende nadie. Se van a Miami, empiezan con el spanglish y pierden su esencia. Es una lástima que se haya vendido así a la industria, pero la fama es traicionera. Tendría que haberse quedado aquí, actuando en salas de conciertos pequeñas. A estos jóvenes artistas no les interesa la música, solo el dinero. Fuck el estilo. 

Apocalipsis zombie en el supermercado

Me preparo para bajar al supermercado a hacer la compra de la semana. Sé que estamos en una situación complicada, así que repaso lo que he aprendido en dos años de pandemia. A estas alturas de la película sé que la realidad sigue una lógica totalmente distinta a la mía, por lo que ya no me fío de mi intuición. En su lugar, le escribo un WhatsApp a mi madre:

“Mamá, ¿qué hay que comprar?”

“Aceite de girasol. Y leche. No te olvides de la leche”. 

Entro en el super con aprensión, como si fuera a encontrarme un espectáculo digno de un apocalipsis zombie. Salvo un señor algo borracho soltándole un rollo a M, la cajera, no noto nada raro. Cojo unas medias lunas y un paquete de croissants, porque yo sin aceite puedo vivir pero no sin bollería. También añado a la cesta un par de kilos de harina y un paquete de papel higiénico, por eso de que las modas siempre vuelven. 

Me detengo frente al estante del aceite de girasol. Un cartel indica que la máxima cantidad permitida son 5 litros por persona, y aunque solo lo uso para hacer magdalenas una vez al mes, decido comprar las 5 botellas que me tocan. ¿Para qué querré tanto aceite de girasol? Pienso, arrastrando la cesta. Lo desconozco, pero ya he asumido que sobrevivir en un mundo que se va a pique no es lo mío. Yo sería esa persona que, en pleno ataque alienígena, atraviesa el escaparate de unos grandes almacenes cargando una tele de plasma. 

Me impresiona ver el pasillo de los lácteos tan vacío. Así que esto es la guerra, pienso. Un lugar donde no hay leche entera, ni semi, ni siquiera desnatada. Miro la leche de soja con desdén. Todavía no estoy tan desesperada. Una señora enfila con su carro por el pasillo y me entra la urgencia. Venga, Isabel, que no te quite lo poco que queda. Rebusco con urgencia al fondo del estante y reúno un total de siete briks, que amontono como puedo sobre el aceite de girasol. Con esto puedo sobrevivir un par de semanas más.

– ¿Vas a celebrar las fallas con una merendola? – Me pregunta M, que siempre habla con palabras de los noventa. 

Sonrío y asiento con la cabeza mientras guardo todo muy rápido en el carro, antes de que alguien más me pregunte para qué necesito siete litros de horchata. Yo tampoco sé qué voy a hacer con ese cargamento. ¿Podré darsela a A en el biberón?

En la foto, yo ante mi cuarto vaso de horchata de hoy.

16 de marzo 2022

— En esta obra he querido expresar la pérdida de identidad del individuo en un contexto globalizado. 

— Muy interesante.

— De pequeño me fascinaba Schopenhauer. El ser quiere ser, es una voluntad que quiere permanecer como ser. Ese concepto ha impregnado toda mi creación artística. 

— Sí, es evidente.

— Esta pieza formará parte de la muestra que presentaré en Documenta. Un mosaico moderno, donde las teselas son sustituidas por individuos que tratan, a su vez, de levantar desde el anonimato un templo identitario.

—  Es arriesgado, pero sin duda será un éxito. ¿Cómo has dicho que se llamaba la obra?

— Caritas. 

Al salir de clase

El patio del colegio permanece abierto cuando acaban las clases. Al principio me pareció buena idea. Era una forma de que J2 corriese un rato, en ese empeño que tenemos los padres de que los niños corran, como si así se quedasen sin gasolina y se convirtiesen en seres tranquilos que suplican acostarse pronto. Spoiler: eso no ocurre nunca. 

J2 sube al tobogán tras arrancarse el chaquetón, porque hace 6 grados centígrados y no puede soportar tanto calor. Yo me quedo a un lado, siguiéndola con la mirada. Es una buena técnica para no perder de vista a la criatura, pero también para evitar conversaciones indeseadas. No suele funcionar. Más pronto que tarde alguien se detiene a mi lado e iniciamos una conversación sobre cosas sin importancia: el tiempo, los niños, el COVID. Nada que pueda derivar en conflicto, porque estamos abocados a entendernos durante años en ese espacio limitado que se extiende desde la casita de los enanos hasta el tobogán azul.

Hoy no es una excepción. Un padre y su hijo se detienen a mi lado. No sé muy bien qué decirles, así que me dirijo al niño con unas frases originales tipo, ya veo que te gusta la Patrulla Canina — lo intuyo porque lleva la camiseta, la mochila y los calcetines de la serie  — y cuál es tu perro favorito. Estoy saliendo airosa del intercambio cuando J2 se coloca a mi lado, mira al niño de arriba a abajo y, sin mediar comentario previo, le suelta a bocajarro:

— Qué desagradable te pones por las tardes.  

Así, sin más. Como si fueran un matrimonio de 70 años continuando una discusión que dejaron aparcada para echarse la siesta. Antes de darme tiempo a reaccionar J2 ya se ha marchado de nuevo, dejándome sola frente a su desplante. 

Me giro hacia el padre y el niño. Los dos me miran serios, cada uno acorde a su edad. Me alegro de llevar puesta la mascarilla. 

— Vaya con los niños, — les digo, en un alarde de inteligencia emocional. — ¡Cómo son!

El padre parece querer decir algo, pero opta por quedarse callado. En su lugar, sus ojos responden a mi pregunta. Cabrones, dice con la mirada. Los niños son unos cabrones. 

En la foto, una imagen del patio de colegio medio español. 

9 de marzo 2022

Os habéis pasado, les digo, sin saber dónde meterme. Qué menos, responde uno de mis subordinados, y me toca el hombro con camaradería. No me gusta que me toquen. Tomo nota del gesto mientras me estiro la manga del traje con disimulo. Del techo cuelgan unos paquetes envueltos en celofán, probablemente cajas de Amazon vacías. Hay que ser cutres. ¿De qué sirve contratar a un montón de gente si te felicitan con una decoración digna de alumno de primaria?

Como todavía estamos en invierno, hemos pensado que un toque navideño no está de más, se apresura a informarme la responsable de recursos humanos. Se debe pensar que soy ciego y que no he visto el muñeco de nieve colgando del techo desde diciembre. Está tan alto que no hay quien lo quite, me había informado el de mantenimiento cuando le recriminé que siguiese ahí. Los miro a todos y percibo en sus caras tal expectación que opto por callarme. No sé si sentir ternura hacia los presentes o lástima de mí mismo. 

Al final opto por desearme feliz cumpleaños.

Un domingo en la nieve

Me bajo del coche enfundada en mis mallas de borreguillo. Llevo un forro polar de mi madre que quedó olvidado en el armario veinte años ha. Los esquiadores equipados como si fueran a competir en Pekín no me intimidan, porque este año me he comprado unos pantalones de nieve del Decathlon y me siento la reina de la montaña. Mientras me los pongo, les echo un vistazo a sus anoraks, las gafas excesivas y los esquís kilométricos que cargan al hombro en dirección a la pista. Para qué gastarte dinero en unas botas de esquiar cuando unas botas de monte sirven para todo el año, pienso mientras me anudo los cordones. Reducir, reciclar, reutilizar. Ese es mi lema.

Cuando estamos listos enfilamos en dirección contraria a los esquiadores. Cargamos nuestro trineo de plástico hacia la ladera más cercana, donde otras muchas familias se lanzan ya en trineos similares. ¿Quién quiere esquiar cuando puedes hacer una pelea de bolas? ¿Para qué pagar un forfait cuando el placer de un muñeco de nieve está al alcance de la mano?

J2 es reacia a montarse en el trineo. Cuando por fin lo hace, decide que quiere tirarse sola. Le explicamos bien cómo tiene que levantar la palanca para frenar, y colocamos el trineo en una parte de la ladera con pendiente suave y que termina en una pequeña subida para que, en el caso de que se le olvide parar — cosa más que probable — la orografía lo haga por ella. Por si acaso, me coloco al final de la pendiente, preparada para frenarla con mi cuerpo si es necesario. 

J1 suelta el trineo, que comienza a deslizarse. La nieve está congelada, y el trineo avanza cogiendo velocidad. Me quedo embobada viendo cómo se acerca. Sin darme tiempo a reaccionar, pasa por mi lado y salta el parapeto sin que su velocidad se reduzca. Lo último que veo de J2 son las orejas de oso de su gorro de punto perdiéndose en el parking entre dos autocaravanas.  

Qué lástima, pienso, mientras que veo a J1 correr tras ella. Ahora que me había acostumbrado a tener dos hijas…

En la foto, el banco donde espero sentada a que J2 regrese.

2 de marzo 2022

Acérquense, por favor, no sean tímidos. El oso pardo es una especie cada vez más amenazada en la península, y lo que tienen delante es un ejemplar único. No se lo pierdan. Avancen un poco más, sin miedo. ¿Ven esta línea del suelo? Tienen que ponerse delante, justo en el espacio que queda entre la raya roja y la barandilla. Es un poco estrecho, lo sabemos, pero estamos seguros de que serán comprensivos. Ahora permanezcan ahí, una vez sobrepasada la línea, y hagan todo el ruido que puedan. Griten, golpeen el suelo con los pies, agiten los brazos con fuerza… Es la mejor manera de que el animal se ponga nervioso. Si alborotan lo suficiente el oso se acercará y, tras un buen zarpazo, se comerá a uno de ustedes. Preparen sus teléfonos móviles para grabarlo todo, no los suelten por lo que más quieran. Están a punto de presenciar un espectáculo irrepetible.

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