El niño que está montado en la rueda giratoria se llama Yahveh. Tal nombre en boca de su madre ha conseguido hacerme despertar de mi letargo. Pensaba que sería una herejía llamarse así, pero ahí está, girando frente a mí, tan rápido que en seguida me mareo. Es un niño de unos dos años de apariencia inofensiva, pero en mi cabeza hay demasiado imaginario de terror como para zanjar el asunto. No tardo en pensar que si Yahveh fue capaz de destruir Sodoma y Gomorra sin despeinarse, poco le costará reducir la ciudad de Zaragoza a cenizas.
— ¿Cuánto tiene? – Me asalta la madre de Yahveh sin mediar saludo alguno, señalando con la cabeza a A.
— Once meses.
— Qué gorda está. Yahveh también era así, gordico, con unos mofletes que parecía un cerdo.
Sin entrar a valorar si un cerdo es el animal más adecuado para realizar una comparación amigable, o si debo ofenderme porque ha llamado cerda a mi hija, el comentario me tranquiliza. No creo que los dioses vengadores y sangrientos tengan cara de pan, característica más propia de niños Jesuses bien alimentados.
— Pero es más malo… ¡Un demonio! Nos vuelve locos a todos, no podemos con él.
Me pongo alerta de nuevo. Sigo a Yahveh con la vista. Está saltando encima del tobogán como si quisiese hundirlo en el suelo. Como no lo consigue, suelta un gruñido y mira hacia arriba. Yo también miro, y hasta inicio el gesto de protegerme, porque me imagino una gran lengua de fuego bajando sobre nosotros. Algo que no ocurre, por supuesto.
— Se parece a tu hija, – insiste la madre, aunque yo no veo ningún parecido entre el niño terrible y A, que con una mano regordeta juguetea con la cremallera del saco. – Así, con los rizos esos, y los ojos como achinados. Son más raros estos niños que han nacido en pandemia que para qué. Lo dice todo dios.
Y suelta una risotada excesiva, como si fuera consciente de su chiste. Aterrorizada, me despido con prisas, y me llevo a rastras a J2, que no entiende nada. Corre, le ordeno entre dientes. En cualquier momento voy a tener que matar a mi primogénito.