Día 38. Eres el peso que no pesa

Sí, tal y como vaticinamos el día 21, hemos tocado fondo y el fondo tiene un nombre: Cantajuegos. De hecho, tiene dos, Cantajuegos y Pica Pica, un trío sucedáneo que, no sé por qué razón, ha añadido a sus actuaciones una galleta María que habla como Chiquito. Sin que sirva de precedente en este blog, no miento. Buscadlo si queréis, pero no seré yo la que ponga aquí un enlace dando visitas a los malos imitadores de ese genio universal.

Una de las mejores cosas que he hecho en mi vida ha sido ver a Chiquito de la Calzada. De nuevo hablo en serio. Pero de eso hablaré otro día.

Hoy, lluvia mediante y tarde fría, nos hemos revelado ante la tiranía de la música infantil. Apoderándonos de YouTube hemos decidido poner los vídeos más estrambóticos que conocíamos. Ante la mirada atónita, pero atenta, de J2, hemos revisitado a los Punsetes, a lady Gaga, a Astrud y su hombre en España que lo hace todo, que para nosotros es lo más parecido a un himno, y los videoclips más kitsch de Queen. Hemos dejado para el final lo mejor, la canción de este confinamiento, esa maravilla que afirma que entras en mi cuerpo como la lluvia entra en mi huerto, o que me siento nueva como la nieve cuando nieva. ¿Más ventajas? Que sale un calcetín con ojos. Y eso convence a cualquier niño.

Agapimú, queridos. Agapimú.

https://www.youtube.com/watch?v=5x37mEL_PJY

#cuarentena #covid-19

Día 37. Batman

Salgo a aplaudir, más por costumbre que por convicción. Plasplasplas, cada vez somos menos los asomados a los balcones y el aplauso es cada vez más corto. El único que no falla es el dj, aunque desde que el otro día puso medio disco de El canto del loco creo que está perdiendo la ilusión.

De repente, J1 me da un codazo. ¡Mira! Exclama, y señala con el dedo un par de casas más allá. Levanto la vista de la vecina de enfrente, una señora en bata que sonríe mucho y que me habla sin entenderla. J1 señala al tejado y, cuando diviso el motivo del codazo, me quedo impresionada.

Al borde del tejado hay un hombre con los brazos en jarra. Un hombre robusto, por no decir otra cosa, que, venciendo al vértigo, se asoma hacia la calle. ¡Es Batman! Exclamo, supongo que por eso de añadirle un podo de épica al momento. En ese instante, Batman aparta los brazos de su cintura, o de lo que queda de ella, y, despacio pero con decisión, empieza a aplaudir. Sin poder evitarlo, aplaudo un poco más fuerte. Después, gira sobre sí mismo y, con elegancia, recorre el tejado de vuelta al terrado.

Batman nos vigila, pienso, emocionada. Podemos estar tranquilos.

#cuarentena #covid-19

Premamá

Cuando me quedé embarazada estuve buscando clases para seguir haciendo ejercicio. Encontrar algo que lleve el apellido “para embarazadas”  y que no sea un engaño no es sencillo, así que tardé bastante en encontrar el lugar adecuado. Por supuesto, cuando apareció resultó ser uno de los centros más pijos de la ciudad con precios acordes a su apariencia. Pero yo, como buena madre primeriza, estaba dispuesta a todo.

Estuve yendo un mes. Fue un absoluto horror. La profesora llegaba siempre tarde, por lo que las clases duraban mucho menos del tiempo estipulado. La sesión se desarrollaba en una de esas peceras que se han puesto de moda en las que te exhiben como si fueras mercancía, y a mí no me hacía ninguna gracia que me vieran tirada en el suelo cual ballena varada. Por último, estaban las compañeras. A una persona de nivel socializador bajo y con límite para las tonterías cercano a cero oír hablar de carritos homologados para la siesta del bebé era más de lo que podía soportar.

Mis náuseas mortales vinieron a rescatarme. Un día, a mitad de estiramiento, estuve a punto de vomitar sobre la esterilla de mi compañera más cercana, lo que me dio la excusa perfecta para marcharme, con más alivio que vergüenza, y no volver jamás. A partir de entonces me dediqué a los vídeos de YouTube, que resultaron ser igual de satisfactorios e infinitamente más baratos. 

Ayer, sentada en el balcón, y tras más de un mes de confinamiento, recordaba esta historia. En un primer momento he creído que era morriña del embarazo, lo que ha hecho que me atragantase de un ataque de risa. Después he pensado que, a veces, nos empeñamos en pagar por algo cuando las mejores cosas son gratis. Ese pensamiento estaba mejor, pero era demasiado profundo para tenerlo tapada con una manta vieja, en chándal y con los pies en alto. Así que aquí me tenéis, buscando una moraleja a aquella vez en la que estuve a punto de vomitar en el sitio más pijo de la ciudad. Quién sabe. A lo mejor no todo ocurre por algo. 

En la foto, yo unos segundos antes de perder mi dignidad.

Día 36. Los niños primero

Despierto con la noticia de que los niños podrán salir. En un país donde casi todo está pausado en lo privado, cualquier noticia en el ámbito público da para miles de opiniones y comentarios. Aún estoy desayunando cuando me llega un archivo al teléfono con un supuesto plan de salida del confinamiento. No tiene sellos oficiales ni referencias, está plagado de interrogantes a mitad de la frase y tiene expresiones tipo “aquí aún no nos podemos dar besos”. No sé, Rick, parece falso. Sin limpiarme las legañas lo mando a la papelera. Mientras apago el teléfono me pregunto quién hace estas cosas. Me imagino a un señor rondando los sesenta que, aporreando su ordenador, redacta el plan con acciones del gobierno que le ha contado el mismo Pdr en sueños, mientras se carcajea con risa siniestra. O a algún avezado funcionario trabajando un sábado por la noche que, colándose en el despacho de su jefe, hace una foto con el móvil al borrador del borrador de la primera versión del desescalamiento.

Sí, lo sé: esta hipótesis hace aguas por todas partes y desescalamiento es una palabra horrible.

La salida de los niños se acerca y yo observo a J2, que permanece ajena a esa novedad. ¿Qué haré el primer día? ¿La vestiré con sus mejores galas? ¿Le cortaré el pelo antes? ¿Abrirá la puerta de casa y echará a correr como pollo sin cabeza, borracha de libertad? ¿Saltará en los brazos de la primera persona que pase, rociándola de mocos y de babas? ¿Terminaremos en comisaría en medio de un ataque de histeria? Sea lo que sea, dentro de unos días lo descubriremos.  

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Día 35. Que se note

Venga, que hoy es sábado. ¡Que se note! Es lo primero que pienso cuando abro los ojos por la mañana. ¿A dónde puedo ir? Dudo entre pasarme la mañana en el salón o en la terraza. Al final, opto por la terraza, porque eso siempre le da un aire festivo al asunto.

Bajo a comprar al supermercado. Que se vea que no estoy trabajando, que para algo es sábado. Los supermercados son los nuevos bares, y tengo que hacer fila para entrar, fila para moverme entre los pasillos dejando la debida distancia de seguridad y fila kilométrica para pagar. No importa, pienso. Es sábado. Y en honor al día me tomo un spritz con unas olivas y un poco de espetec de casa Tarradellas. Mi nivel de exigencia ha bajado tanto que me parece que estoy disfrutando de un vermut torero en el mejor bar del Tubo.

Después de la comida llega la hora de la siesta de J2. Hoy voy a aprovechar para… Ah no, que tengo trabajo pendiente de la semana. Pero bueno, trabajaré solo un rato y después me echaré una larga siesta de al menos diez minutos. El día lo merece.

Ahora, sábado noche, me debato sobre si cenar quesos o pizza, si poner Netflix o Filmin. Si abrirme una cerveza o tomarme una copa de vino. Lo que sea, pero que se note que es sábado.

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Día 34. Karma

Salimos al balcón a que nos de el sol. Cuanto más silencioso está todo más le da por gritar a J2. Entiendo que es una ley universal, igual que todo tiende hacia el desorden, los espacios silenciosos tienden a llenarse de ruido.

Los habitantes de esta casa, igual que los Simpson, seguimos las leyes de la termodinámica. J2 lo sabe bien, así que se pone a gritar hasta que la calle, que estaba hasta hace poco en silencio, se despierta: unos niños se ponen a contar en inglés —¿hay algo más entrañable que ese one, two, three con acento castizo? —Un hombre comienza a hablar por teléfono y un coche pasa con el reguetón a todo volumen. Me siento culpable por haber roto la tranquilidad del barrio, pero no puedo hacer más.

Mi teléfono vibra. Es un mensaje de J3. “He hablado con el del banco. Vive en la casa de enfrente, 5ºpiso”.

Parece que se aclara el misterio. Me levanto y me acodo en la barandilla. Cuento uno, dos, tres, cuatro y, a mitad del quinto, me doy cuenta de que algo no cuadra. En el quinto piso hay una señora en bata que aplaude todos los días y que nos saluda, efusiva. La ventana que queda a la derecha de su balcón está cubierta por una rejilla y nunca he visto asomarse a nadie, salvo a un gato gordo y atigrado que nos observa como solo son capaces de mirar los gatos. J2 da un nuevo grito, y un perro se pone a ladrar. Yo vuelvo a contar pisos sabiendo que llegaré al mismo resultado. Esto es el karma.

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Día 33. Ocultar chat

Pongo YouTube para ver en directo la rueda de prensa. Los tres minutos que habla Fernando Simón son los únicos en los que me asomo a la realidad del coronavirus —en esta casa somos muy de Simón, como en ese pueblo lo eran de Faulkner. — Como decía esa viñeta de Calvin & Hobbes, yo no niego la realidad: es que soy una persona muy selectiva.

Fernando empieza a hablar y yo lo escucho ensimismada. Qué bien se explica, pienso. Cómo transmite. Soy una groupie con todas las letras. No veo la rueda de prensa tumbada en el sofá comiendo palomitas porque son las once y media de la mañana y no hace tanto rato que he desayunado. Tampoco grito ni me quito la camiseta porque sería ridículo hacerlo delante de una pantalla de ordenador… ¿No?

De repente, siento que algo me molesta. No consigo relajarme. Es como si hubiera una mosca zumbando en mi oído, un rumor incómodo. Miro a mi alrededor y pronto encuentro el problema: a la derecha de la pantalla hay un chat para que la gente hable. ¿A quién se le ocurre poner un chat en un vídeo de una rueda de prensa? Los comentarios surgen a toda velocidad, si es que se les puede llamar así. Aparecen emojis, palabras sueltas, más emojis y frases cortas con más faltas ortográficas que palabras. La gota que colma el vaso es un imperativo terminado en r. Me sangran los ojos. Tras tantear durante unos segundos, encuentro la opción para ocultar el chat. Por fin respiro tranquila. Me acomodo en la silla y vuelvo a concentrarme en Fernando Simón. Ojalá fuera siempre tan fácil librarnos de lo que no nos gusta.

#cuarentena #covid-19

16 de abril 2020

¿Dónde has ido estas vacaciones? Ah, ¿que no has salido de casa? Chica, no hace falta enfadarse, era una broma. Además, lamentarse no sirve de nada. Puedes conseguir lo que te propongas. ¿Que está prohibido? ¿Desde cuándo ha sido eso un impedimento? Querer es poder.  Yo, como soy una persona resuelta, cogí mi mascarilla, los guantes, la maleta y me planté con el coche en Barajas. Sí, te hablo totalmente en serio, ahora mismo te mando una foto. No había nadie, la gente es una sosa, por no haber no había ni aviones. Estuve un rato dando vueltas y cuando uno de seguridad me empezó a mirar raro volví por donde había venido. ¿Que para qué hice eso? Pues chica, yo qué sé, para pasar la mañana. No hace falta ponerse así. Tranquilízate. Tú respira hondo y repite conmigo: todo va a salir bien.

Día 32. Deporte extremo

Me siento como una abuelita. Y mira que intento moverme todo lo que puedo. Para empezar, ando de un lado a otro de la casa con energía —la alternativa sería arrastrarme, pero implicaría perder la poca dignidad que me queda. — También hago ejercicio por las mañanas, o ejersisio, como dice J2. Lo hago en el balcón antes de que los vecinos se levanten, intentando burlar la vigilancia de mi espía particular. Tendríais que verme, dando saltos de un lado para otro. Es un espectáculo dantesco. Después está el tema de la comida. He progresado mucho: ahora las tabletas de chocolate duran un par de días y no he caído en la tentación de unirme al club de los que hacen repostería, lo que no está nada mal. No nos olvidemos de J2, a la que hay que poner boca abajo, después boca arriba, ahora en brazos, a continuación a corderetas y vuelta a empezar. Y, ¿qué me decís de los aplausos? Las 8 es la hora de ejercitar el tren superior. Nunca se ha visto ejercicio tan completo.

Dicen que la báscula no engaña, pero yo no estoy tan segura. Me miro al espejo mientras limpio el polvo y me veo estupenda. Tanto, que me lanzo a limpiar el espejo con brío, lo que hace que me de un tirón en el hombro. Ríete del ultra running, del parkour y del wingsuit. La cuarentena es el nuevo deporte extremo.

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Día 31. El espía que surgió del balcón

El móvil se ilumina. Recibo un mensaje de WhatsApp de J3: “Hola Isa. Esta mañana he hablado con el del banco. Os ve a los tres aplaudiendo a las ocho”. Emoji de manos aplaudiendo.

Me quedo mirando la pantalla, procesando la información. El teléfono vuelve a iluminarse. “Me ha dicho que huele muy bien cuando ponéis la barbacoa”. Carita con la lengua fuera, guiño.

Ahora sí que me pongo alerta. Miro a mi alrededor, como si en vez de en mi salón estuviera en un campo minado. La cortina está entreabierta, así que doy un paso a la izquierda para ocultarme tras ella. Desde allí escribo un mensaje con toda la rapidez que me permite el teclado: “¿El del banco? ¿Quién es? ¿Y cómo nos conoce?”.

En la pantalla parpadea el irritante aviso de “escribiendo”, que se prolonga durante largo rato, hasta que aparece un mensaje nada revelador: “Vive enfrente. No sé en que piso…. Una vez le comenté que vivías ahí”.

Paso revista a los vecinos. Tiene que ser alguien que esté lo suficientemente cerca como para oler mi ternasco a la brasa de los domingos. Descarto a los abuelos. Algunos ya deben llevar varias décadas jubilados. En cuanto al resto, no lo tengo claro. Mando varios mensajes sin lograr obtener más información. En ese momento, la gente empieza a aplaudir. Me asomo al balcón con recelo. Sé que alguien me está mirando, probablemente apunta todos mis movimientos en una libreta que guarda debajo del colchón —hoy han hecho churrasco. Hoy no ha habido barbacoa porque ha llovido. — pero no sé quién es. Aplaudo con mi mejor sonrisa mientras paso revista a los balcones. Debería haberme puesto las gafas de sol, pero dadas las horas hubiera podido levantar sospechas. Actúa con normalidad, pienso, y aplaudo con más ímpetu, tanto, que un hombre que volvía de comprar el pan me saluda con alegría desde la acera. Todos los vecinos me sonríen con amabilidad, pero para mi disgusto nadie lleva una gorra de propaganda de un banco, una corbata corporativa y ninguno levanta los brazos al verme y gritan soy yo, el que habla con J3. Sea quien sea, sé que está ahí y que, tarde o temprano, lo descubriré. Aunque para ello tenga que abrirme una cuenta corriente.

#cuarentena #covid-19

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