Ayuda

Acababa de salir del acuario de Osaka después de varias horas recorriéndolo. Mi mente estaba inundada por el movimiento hipnótico de las medusas y el rápido desplazar de los tiburones. El ascenso alrededor del tanque de agua era lo más parecido a una catarsis en la que uno se iba dirigiendo, poco a poco, hacia la luz. 

No es de extrañar que llegase a la estación más despistada de lo normal. Aunque llevaba ya varios días viajando por Japón la vista de sus mapas de metro siempre me impresionaba, con esas líneas de colores que se extendían a lo largo de la pared, sin que se alcanzase a ver el final. Me detuve delante de la máquina para sacar los tickets y tardé más tiempo del habitual en encontrar el botón que cambiaba el idioma al inglés. Cuando por fin lo pulsé, el resultado no fue el esperado. El texto se tradujo solo en parte, intercalándose caracteres en japonés. No entendía nada, y así seguí durante unos largos segundos hasta que, por fin, encontré una palabra que entendía. “Assistant” decía, en el extremo inferior derecho de la pantalla, y pensé que eso era, precisamente, lo que necesitaba.

Pulsé el botón y, en ese mismo momento, una bocina atronadora inundó la estación. Antes de que fuese consciente de que había sido yo la culpable, un hombre apareció —literalmente — a mi lado. Surgió como si se hubiese teletransportado, una aparición, un emerger desde el suelo justo a mis pies. Era un encargado de la estación, tieso como una vara con su uniforme. Asustada, solo se me ocurrió disculparme como pude. Ni siquiera me miró. Pulsó la pantalla con rapidez, extendió la mano pidiendo mi tarjeta de crédito, la pasó con la misma velocidad y, al momento, ya tenía en mi mano la tarjeta y el billete. Empecé a balbucear de nuevo, en este caso las gracias, pero se esfumó a la misma velocidad con la que había llegado. Así que allí me quedé, sola, como si todo hubiese sido fruto de mi imaginación.

Hace muchos años de esto, pero es una anécdota que recuerdo a menudo. Porque es un buen ejemplo del perfecto engranaje japonés. Porque ha sido uno de los momentos más surrealistas que he vivido en un viaje. Y, por último, porque me gustaría que la vida tuviese ese botón de ayuda para poder pulsarlo cuando las cosas se pusiesen feas. 

En la foto, yo alejándome de la estación sin mirar atrás.

Día 22. Todos los días son hoy

Sentarte en el sofá durante más de diez minutos por primera vez en años. Descubrir que, debajo del montón de pelos, se escondía el cajón del baño. Hacer ejercicios de brazos pasando la fregona. Darte cuenta de que el motor de la Conga no se quema —afortunadamente —con facilidad. Plegar las bolsas de plástico como aquel tutorial de YouTube. Aprovechar hasta el último metro cuadrado de la casa. Descubrir que las plantas florecen si eres capaz de regarlas con una frecuencia superior a dos meses. Devolver las cosas a su sitio original, si es que recuerdas cuál era. Hacer una excursión al trastero y dejarlo todo como estaba —tampoco vamos a volvernos locos. — No tener que preocuparte de la agenda, porque no hay planes pendientes. Tener el cubo del reciclaje sospechosamente limpio. Poder escudarte en el No sé en qué día vivo, como excusa para haber olvidado un cumpleaños. Comer sin excusas. Dedicarte a leer los libros pendientes porque las librerías están cerradas. Vestirte en chándal porque todos los días son domingo. No, domingo no: todos los días son hoy.

#cuarentena #covid-19

Día 21. Tocar fondo

Igual que J2, me quedo ensimismada viendo la tele. El mundo de las canciones infantiles no tiene fin: igual te cantan el corro de la patata, que te versionan a Alaska, que se inventan una canción con tres palabras en inglés para que tengas la sensación de que tu cría está aprendiendo algo útil. Al final, lo único seguro es que pasarás el día canturreando el señor don gato o había una vez un barquito chiquitito sin que ninguna otra canción más digna venga a reemplazarlas.

Los adultos disfrazados de niños tienen algo siniestro, igual que esos niños que se ven obligados a seguir una coreografía que no entienden. Consigo apartar la vista de la pantalla y vuelvo al libro, pero J1 me saca pronto de la lectura:

— Creo que estamos en el pozo de YouTube, —dice, y señala la televisión.

Los cantantes infantiles están disfrazados de artistas setenteros y giran sobre sí mismos, a punto de vomitar.

— No lo creas, —le respondo, volviendo a abrir la novela. — Todavía no hemos tocado fondo.

#cuarentena #covid-19

Día 20. Pajaricos

He leído muchas veces en los últimos días esa nunca sentencia de que “el virus somos nosotros”. Desde que el hombre está en casa ha crecido la hierba en las aceras, los polos han recuperado el hielo perdido, los pájaros cantan y las nubes se levantan.

Fotos de gorriones, afirmaciones de que nunca se habían escuchado tantos pájaros… De la noche a la mañana todo el mundo se ha convertido en un experto ornitólogo. Así que yo, que no quiero ser menos, aprovecho el primer rayo de sol en varios días para salir a la terraza y mirar hacia arriba. Lo único que veo es una paloma algo gorda y desplumada —como todas las palomas de ciudad, que parecen aves zombies — subida a la antena. Vaya desilusión, pienso, pero aún así decido intentarlo. Merece la pena. Al par de minutos empiezo a oír los cantos de los pájaros y unos instantes después pasan por encima de mi cabeza un par de gorriones y una enorme cigüeña.

Reconciliada con el mundo cierro los ojos. El sol me da en la cara y solo se escucha el piar de los pájaros. Después de un día con mucho trabajo, es genial terminar así. El impacto se escucha un par de metros más allá. Abro los ojos, miro al suelo y a lo alto de la antena. La paloma arrulla, reconociendo su culpa, y alza el vuelo. Nada es tan bonito como lo pintan.

#cuarentena #covid-19

Día 19. Regreso al pasado

En un ataque de Marie Kondo vacío el mueble de la entrada. Tiro un marco roto, un espejo que no iba a volver a usar y un par de cajas vacías. También encuentro algunos objetos que deberían estar en el trastero y que, probablemente, por vagancia primero y por olvido después, habían quedado arrinconados. Qué bien, pienso. Podemos bajar al trastero.

Lo organizo como si fuésemos a pasar el día en el campo. Animo a J2 a que se ponga la chaqueta que quiera y a que coja el carro con la muñeca. Al abrir la puerta de casa sale disparada y se mete en el ascensor como si fuéramos quién sabe dónde. Vamos al trastero, le recuerdo, pero a ella sigue pareciéndole un plan estupendo.

Cuando la puerta del ascensor se abre en el sótano nos encontramos, frente a frente, con un hombre limpiando. Grande y de apariencia tranquila, armado con su cubo de fregar y la fregona. Buenos días, dice, y a mí ese buenos días me suena antiguo, muy a 10 de marzo. Le miro: ni guantes, ni mascarilla, ni nada. También nosotras vamos a pecho descubierto así que, superada la sorpresa inicial, le sonrío y le devuelvo el saludo. Cuando llegamos a la puerta del trastero, J2 se gira y lo señala: ¡Un hombre! Grita con todas sus fuerzas. Lleva sin ver a ningún desconocido muchos días —19 concretamente. He tenido que mirar el título del post para asegurarme. — La miro. Tiene una expresión entre extrañada y triste. ¿Qué pensará? ¿Habrá sido mala idea bajar? Me pregunto, mientras volvemos a casa tres minutos después.

Todavía no se ha quitado la chaqueta cuando se intenta comer la plastilina. Vuelve a ser la misma de siempre.

#cuarentena #covid-19

Día 18. Querido diario

Querido diario:

Hoy me he levantado a la misma hora de todas las mañanas. Me he duchado, he desayunado y después me he lavado los dientes, porque hacerlo en el orden contrario no tiene sentido para mí.

He escrito en mi ordenador. Muchas palabras, una detrás de otra. No sé si tienen sentido o no, pero no estamos como para ponernos sibaritas.

He bajado la basura. Para la ocasión me he puesto el chubasquero y las botas de agua. Después, como no había moros en la costa, he dado la vuelta a la manzana. Ha sido un paseo de trescientos metros, pero ¡Qué paseo! El aire entraba con fuerza por mis fosas nasales hasta mis pulmones y mis músculos agarrotados se estiraban a cada paso. Hasta el reloj, que llevaba todo el día diciéndome “hora de moverse” ha dejado de vibrar.

Ahora, con la cocina limpia y todo recogido, y después de comerme el segundo pan de leche del día, pienso. ¿Qué me deparará el día de mañana?

Buenas noches, querido diario.

#cuarentena #covid-19

1 de abril 2020

Mi prima, en cuanto empezó la cuarentena, se fue a comprar un perro. Desde entonces nos llena el chat familiar de fotos del chucho y de ella en la calle a todas horas, debe de ser el perro más paseado de todo Madrid. A mí no me engaña, que ese animal es adoptado. Ni raza, ni pedigrí ni nada. Seguro que lo ha conseguido en la perrera municipal, con ese pelo estropajoso y aspecto de bicho apaleado. Yo no iba a ser menos que mi prima, que siempre anda presumiendo porque vive en la capital, y me he comprado un caballo. ¡Buena soy yo! Así que aquí estoy, todo el día trotando monte arriba monte abajo, con miedo a que me pille la Guardia Civil. Me duele el culo de tanto cabalgar y el otro día casi me descalabro haciéndome un selfie para mandar al chat de la familia, pero da igual. En épocas difíciles todos tenemos que arrimar el hombro. 

Día 17. Tiempo muerto

Me levanto y está lloviendo. Eso significa que hoy no hay terraza, ni rato de tomar el sol ni de jugar a la pelota. No importa. Soy como una planta de interior, a gusto bajo la luz de la bombilla, del fluorescente o del foco de luz correspondiente.

Desayuno, juego a la plastilina y veo el nuevo espectáculo de los titiriteros en el ordenador. Me dan el cambio y, como en una carrera de relevos, cojo los bártulos sin perder un segundo. Mando correos, trabajo en el proyecto y sigo escribiendo un artículo. Reviso los boletines epidemiológicos. A mediodía grabo un audio de cinco minutos dando mi opinión de experta. Visto el nivel reinante mi explicación es digna de Fernando Simón, aunque está feo que yo lo diga.

Comida. Trabajar durante la siesta de J2 como si tuviese delante una bomba con un segundero que indica el tiempo que falta para que estalle. Y siempre estalla. Merienda, juego, más juego, salir a las ocho al balcón a saludar a la abuela de enfrente, a la que vemos perfectamente con el cambio de hora. Después el ritual de cena, baño y a dormir.

Y caer en el sofá en un día sin tiempos muertos. Otro más. Quién pudiera aburrirse.

#cuarentena #covid-19

Día 16. Todo un ejército

Somos soldados combatiendo una amenaza. Tenemos un traidor al que enfrentarnos. Hay que defenderse. Atacar cuanto antes.

En cuanto me despisto, hay un militar hablando. Fuerzas de seguridad recorriendo las calles. Hospitales de campaña. Un enemigo. Heridas de guerra. Un ejército de sanitarios. Guarecerse en las trincheras. Aguantar hasta que la batalla acabe. Resistir.

Para los más modernos, hay otra versión. Los superhéroes no siempre llevan capa. Tenemos que usar nuestros poderes. Nos enfrentamos a una amenaza global. Calles vacías y música apocalíptica de fondo. Efectos especiales, exhibición de poderío. Ruedas de prensa retransmitidas al mundo entero. Científicos clamando haber encontrado una cura. Archienemigos que niegan la evidencia.

La épica es agotadora.

#cuarentena #covid-19

Nostalgia

Hubo una época de mi vida en la que me levantaba los lunes a las 5 y media de la mañana. Había dejado la ropa y la mochila preparada, así que, sin abrir los ojos, iba al baño, me vestía y, en menos de diez minutos, estábamos bajando las escaleras. 

La ciudad nunca estaba en silencio. Siempre había ruido de coches, sirenas en la lejanía o, simplemente, un rugido que parecía emerger del asfalto, como si la isla vibrase de un extremo a otro, un movimiento de placas tectónicas que no terminaba de desencadenar el terremoto. En la acera, las ratas se paseaban de un extremo a otro de la calle, dueñas y señoras de la ciudad. 

Cogíamos un taxi para ir hasta Penn Station. Mi tren salía a las 6 y media, y aunque nos hubiera dado tiempo a ir en metro, lo que menos me apetecía a esas horas era descender al sucio subterráneo de Nueva York. Preferíamos llegar pronto, coger un horrible café en el Dunking Donuts y esperar a que apareciera el anuncio del tren para despedirnos hasta el viernes.  

A esas horas no había tráfico, y el viaje en taxi duraba poco más de cinco minutos. Algunos de mis minutos favoritos de la semana. El taxi bajaba por Park Avenue, entre esas casas que, en cualquier momento del día, parecían fortalezas inexpugnables. En la calle 60 enfilábamos hacia Central Park, lo justo para ver de reojo la masa de árboles y girar, por delante del Hotel Plaza, para bajar por la 5ª. Unas manzanas después el taxi volvía a girar para coger la 7ª, donde estaba situada Penn Station. Y era en ese momento por el que pasábamos por Times Square. Ese triángulo evitado por el día como la peste, se convertía en el sitio más espectacular del mundo a las 5 y media de la mañana. Las decenas de pantallas seguían emitiendo, una sucesión de imágenes silenciosas en un mundo en el que solo estábamos nosotros para contemplarlas. 

Hoy vi un vídeo de lugares vacíos. Aparecía la Fontana de Trevi, Venecia y, al final, Times Square sin nadie paseando bajo sus luces. Lejos del desasosiego, la imagen solo me produjo nostalgia. 

En la foto, el taxi atravesando la ciudad a toda velocidad para no perder el tren.
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