Día 15. Figo en Versalles

Hace sol, así que me tumbo en el césped de la terraza y cierro los ojos. En algo se tiene que notar el domingo, me digo, mientras me estiro un poco más. En los últimos días pienso en la suerte de vivir en una casa con terraza. De tener ese pequeño espacio para disfrutar del aire libre, del sol o para poder tomarme algo pensando que estoy fuera. El confinamiento sería totalmente distinto si no tuviera este lugar.

Dormito durante un par de minutos y, como no es plan de dormirse media hora antes de comer, cojo el teléfono. Reviso los tuits cuando de repente aparece una foto de Figo – ¿Por qué veo una foto de este señor? – Está leyendo sentado en un porche, lo que ya de por sí es bastante sorprendente, pero ni siquiera me preocupo en averiguar cuál es el libro en cuestión, lo que da idea de mi sorpresa. Detrás tiene un jardín infinito, como esas piscinas que terminan donde hay dragones, pero en césped. Qué barbaridad, pienso. Y esta imagen, que se ha quedado grabada en mi retina mientras mi pulgar sigue moviéndose por las publicaciones, se ve inmediatamente sustituida por otra. En un vídeo, una chica baila con los que resultan ser sus padres, en un tuit de cientos de miles de retuits. Pero lo que me quedo mirando es un comentario que dice: “Si yo viviera en los jardines de Versalles, también bailaría”. No podría ser más acertado. A espaldas de la coreografía hay unos parterres dignos de Luis XIV.

Decido apagar el teléfono. Me tumbo otra vez, cierro los ojos. Con la mano acaricio suavemente mi césped artificial. Yo siempre te querré, susurro.

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Día 14. Una historia de yogures

Estoy esperando en la charcutería, porque yo soy una señora de bien que pide el jamón al corte, cuando las veo pasar a mi lado. Dios mío. ¿Será posible? Las miro de nuevo. Sí, no hay duda, son dos mujeres comprando juntas. Van muy arregladas, con máscara de filtro respiratorio y guantes de su talla. Caminan a un metro la una de la otra y, aunque intentan no hablar demasiado, es evidente que se conocen, ya que no pueden evitar comentar los productos antes de echarlos, cada una, a su cesta. Miro a mi alrededor. Un par de compradores también se han dado cuenta y lanzan a las mujeres y a su alrededor miradas confundidas, como si hubiésemos olvidado qué es ir acompañado y, todavía más, tener una conversación con alguien fuera de casa.

Durante una milésima de segundo me indigno. ¿Nadie les va a decir nada? Estamos todos comprando solos, aburridos, pensando divertidas conversaciones sobre yogures que se pierden al no tener a nadie con quién compartirlas. ¿Por qué son ellas mejores que los demás? ¿Por qué yo no puedo comentar con mi acompañante la calidad de la sal para lavavajillas que acabo de coger del estante? Entonces me viene a la mente la señora del perro que toma el sol en la esquina de forma habitual. Los vecinos, quienesquiera que fueran, que habían amenizado la siesta con rancheras. Por último, pienso en mis vecinos de enfrente, que cada día reciben a una media de tres repartidores, y me embarga la pereza. Así que me doy la vuelta, pido 100 gramos de lomo embuchado, y sigo pensando en la historia de los yogures, para poder contarla al llegar a casa.

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Día 13. Profesional

Dos semanas de teletrabajo. Estoy ya en el nivel pro en el mundo del trabajo a distancia. Solo me ha costado unos diez días vestirme por las mañanas. No, vestirse no es ponerse una chaqueta por encima del pijama, eso me costó entenderlo una semana aproximadamente. Ahora me lavo el pelo cuando toca, y hasta me pongo crema hidratante. Las gafas no me las quito, no estoy para excentricidades. Hoy tengo videoconferencia, así que me peino y elijo un jersey que no tiene pelusas. A las zapatillas de felpa no renuncio, soy como las presentadoras del telediario: arreglada de cintura para arriba e informal de cintura para abajo. Después de desayunar, jugar con J2, limpiar el polvo y poner una lavadora, me siento en la mesa de trabajo con mis zapatillas de muñecos y abro la agenda. Es viernes, y tacho con satisfacción una única tarea de la larga lista de la semana. Cierro la agenda de nuevo. Otra semana de duro trabajo completada.  

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Día 12. Las ocho y todo sereno

A las 19.58 empiezan los aplausos. Siempre hay alguien que tiene prisa. Poco a poco se va sumando más gente, hasta que a las ocho todo el mundo aparece. Para pocas cosas han sido los españoles tan puntuales.

Mi vecino del tercero intercambia aplausos con el del segundo, como si se felicitaran el uno al otro por algo que el resto desconocemos. Es bastante siniestro.

El matrimonio de la casa de enfrente sale apenas un segundo. Dentro, sus dos niños permanecen sentados con los ojos clavados en el televisor. Después vuelven a entrar empujándose el uno al otro, como si tuvieran mucho frío.

Las erasmus italianas hacen vídeos. Todos los días. Todo el tiempo. Me imagino la emoción diaria de sus familiares viendo a una panda de españoles cualquiera aplaudiendo.

El vecino que aplaude en el piso de debajo de las italianas grita muy fuerte. ¡Vamos! ¡Somos los mejores! Me recuerda a Rafa Nadal.

Alguien pone música. Aprovecha para ponerla durante un buen rato, alargando la fiesta todo lo que puede. Su gusto ecléctico recorre desde ACDC hasta La puerta de Alcalá. Ya estamos terminando de cenar cuando resuena We are the champions. Nunca una cena tuvo un final tan épico.

*Bonus track: punto para aquel que averigüe de qué película proviene el título del día de hoy.

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Día 11. Videollamada

Pulsas el botón de llamada. Centras la pantalla para que puedan verte. La niña mientras tanto le da algún manotazo al teléfono, decide echar a correr cuando hasta hace un segundo estaba sentada tranquilamente. Un tono, dos, tres, cuatro, cinco. La gente siempre está con el móvil en la mano, pero cuando la llamas nunca se enteran. Por fin, ahí están. No se ve nada. Encended la luz. Ahora estáis boca abajo, girad el teléfono. Habéis pausado el vídeo y otra vez no se ve. Sí, lo habéis pausado vosotros, estoy segura. Esperad, que vuelvo a llamar, va a ser lo más fácil. Un tono, dos, tres. Pero si tienen el teléfono en la mano, no les ha podido dar tiempo a soltarlo. Ahora. Girad el teléfono, volvéis a estar boca abajo. No se oye bien, apagad la televisión, la radio o lo que sea que tenéis encendido, que hace eco. Quitad el dedo de la cámara, que no os vemos. ¿Estáis bien? Por aquí todo igual, sin novedades. Bueno, os dejo, se está enfriando la tortilla. Cuando os he llamado todavía no habíamos empezado a pelar las patatas. Sí. Mañana hablamos otra vez. A ver si a la duodécima va la vencida.

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25 de marzo 2020

No sé cuánto tiempo más podré soportarlo. Todos los días la misma cantinela: dan las ocho y mi vecino del islote de enfrente se pone a aplaudir, plasplasplas, así durante espacio de diez minutos. Que digo yo, por qué vine a vivir encima de esta roca, debería haberme quedado en un piso moderno con unos buenos cerramientos. Aquí se oye todo, y claro, no quiero que piensen que soy un desagradecido, así que me asomo y yo también aplaudo, plasplasplas. Aunque a mí esto ni me va ni me viene, que el virus tendría que contagiarse a cinco kilómetros de distancia para que me pasase algo. Y para colmo, me da el sol en los ojos, eso me pasa por coger una casa orientada al Oeste y no al Sur, como yo quería. Pero ya sabemos que la casa perfecta no existe. 

Día 10. Un vergel

Hace un par de días tuve una gran idea que podía entretenernos, al menos, durante diez minutos. Consistía en cortar unos esquejes de una de mis macetas y replantarlos en otra, a ver si, con un poco de suerte, en unos meses tenía dos plantas en vez de una. Sí, lo sé, lo nunca visto en primavera.

Después de tener los esquejes en agua, he decidido que hoy, después de la siesta, era el momento idóneo. Me parecía una buena actividad para hacer con J2. Dentro de unos años, delante de esa planta corriente y moliente, le diría: mira, esto lo plantamos juntas durante la gran cuarentena del 2020. Probablemente ella me recriminaría no haber plantado algo más lucido, un pino o, como mínimo, un geranio. Lo importante es el detalle, había pensado, sacando el macetero.

Ahí se empiezan a torcer los planes. Hace frío y no me he puesto la chaqueta. Como siempre, en vez de guardar el tiesto vacío, está lleno de tierra vieja, dura como una piedra. Tengo un saco nuevo, pero está por abrir, y me horroriza lo que puede hacer una niña pequeña con 10 kilos de tierra. En su lugar, empiezo a remover la tierra con la punta del dedo. Encuentro los restos de una planta fosilizada, proveniente de un kit de plantas aromáticas de la que no brotó ninguna. Sin pensarlo demasiado, hago unos pequeños agujeros, clavo los esquejes como puedo, y vuelvo a echar tierra por encima. Antes de que cambie de opinión echo agua por encima, tanta, que pronto se convierte en una capa de barro.

Miro la maceta abandonada en el suelo. J2 no parece muy decepcionada, a fin de cuentas, creo que no había puesto muchas esperanzas en la tarea. Anda, cántale una canción a la planta para que crezca, le digo sin mucha convicción, y ella no se hace de rogar y canta la gallina turuleca a voz en grito. Ya me siento mejor. De esto, sale un vergel.

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Día 9. Contrabando

Me levanto por la mañana. Cojo una, dos galletas. He hecho veinte minutos de ejercicio, así que me lo he ganado.

Antes de comer, decido preparar un vermut. Hay tiempo. Saco las patatas, las olivas, los pepinillos. Cargo el vaso un poco más de lo habitual porque, total, si no voy a salir de casa en todo el día.

En la comida me doy cuenta de que se está acabando el vino. Habrá que bajar a comprar.

Meriendo una palmera de chocolate. ¿Por qué tengo palmeras en el armario? Me pregunto, mientras mastico a dos carrillos. Después recuerdo que las compré yo misma hace un par de días. Nada de eso hubiese pasado si la separación en la fila no hubiese sido de unos dos kilómetros. Pero debido a la distancia de seguridad, me tocó esperar mi turno en el rincón de la bollería.

Bajo a comprar a media tarde. A mitad de compra me da vergüenza llevar tan pocas cosas en la bolsa, así que añado un paquete de albóndigas por si acaso. Me estoy convirtiendo en esa señora a la que cantan Los Gandules que ya vienen cenados.

Ahora, mientras escribo esto, yo también cenada, miro de reojo la nevera. Se me está acabando el chocolate que traje de la fábrica Lindt en Oloron. Me imagino cruzando los Pirineos por los antiguos caminos de contrabandistas. Ahora mismo, lo haría.

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Arañas

En nuestra primera noche en la selva, el guía nos propuso ver arañas. Me encantan las arañas, admitió, como si estuviera desvelando un secreto, y no pudimos, ni quisimos, decirle que no. Dar un paseo por la selva de noche, viendo animales, es algo a lo que un amante de los documentales de la 2 nunca se negaría.

Eran las ocho de la tarde y noche cerrada cuando uno de los cuidadores de la reserva vino a buscarnos al barco. Tras asegurarse de que llevábamos la linterna, bajamos a tierra. Cruzamos la explanada, cogimos un camino que se internaba en la selva y, tras andar apenas diez metros, lo abandonamos. Nos encontramos de repente inmersos en la espesura, saltando troncos y apartando maleza, teniendo cuidado de no meter los pies en un charco. De vez en cuando, nuestros dos guías se detenían y señalaban algo, emocionados. Solían ser enormes arañas de todos los colores y tamaños que contemplábamos con asombro y a cierta distancia, por lo que pudiera pasar. 

De repente, y sin que ocurriese nada, me empecé a agobiar. No sabía dónde me encontraba. Ahí, entre los árboles, donde ni siquiera se veía el cielo, era imposible orientarse. No tenía ni idea de la distancia que habíamos andado ni durante cuánto tiempo. ¿Podía ser una trampa? ¿Y si decidían abandonarnos? Empecé a pensar si sería capaz de encontrar el camino de vuelta, de seguir el rastro de huellas en el suelo húmedo o de hojas rotas. Ansiosa, caminé durante un rato observando con atención la espalda de mis guías, a los que seguía de cerca, tratando de descubrir cualquier gesto sospechoso. 

Tras unos minutos en ese estado, me obligué a respirar. No iba a ocurrir nada. Esa gente conocía la selva y si lo que querían era robarme, podrían haberlo hecho ya. Eran dos personas disfrutando del paseo nocturno, y nosotros éramos unos meros acompañantes. Poco a poco conseguí relajarme y disfrutar de las últimas arañas, de las ranas de colores y de los ruidos de los animales que, ajenos a mi preocupación, seguían identificando.

De vuelta en el barco, tomando una cerveza, te hablé de mi miedo. Te reíste de él, pero tú también estabas tenso, aquel paseo de poco más de una hora había sido una de las cosas más espectaculares que habíamos hecho, pero distaba mucho de ser agradable. Interrumpiéndonos, había aparecido el guía:

— Sólo quería asegurarme de que estáis bien, —había dicho.

Con un gesto, se había señalado la pierna. Una sanguijuela gordísima estaba ahí agarrada. La había arrancado de un tirón y una gota de sangre había resbalado por su pierna.

Al final, solemos tener más miedo a las cosas que no se ven. 

En la foto, la barca esperándonos con las cervezas.

Día 8. Amazon prime

Cada vez que salgo a tender – cosa que hago muy a menudo últimamente, porque de alguna manera hay que pasar las horas – me entretengo mirando a mis vecinos del patio de luces. Hoy hice varios descubrimientos. El primero, que la vecina que tiene todos los días del año el tendedor a rebosar cada vez fuma más. O, a lo mejor, lo único que intenta estos días es escapar de lo que hay dentro de casa. También he descubierto que hay una chica en el edificio de al lado que está aprendiendo a hacer malabares, y pasa el rato moviendo, sin mucha convicción, una especie de nunchakus. Por último, están los vecinos del bajo. Pero esos necesitan su propio párrafo.

La primera vez que hablé de ellos fue el segundo día de cuarentena, cuando todos éramos jóvenes e inocentes. En ese momento madre e hija corrían alrededor de dos esterillas que no habían visto la luz del sol en años. Seis días después, acompañando a las esterillas hay un juego de bolos, unas raquetas, la casa de la Barbie como si la muñeca tuviera metro y medio de alto, una mesa con dos sillas, un montón de piezas de espuma, de esas que usas para que el crío no se abra la cabeza, y un montón de cajas de Amazon amontonadas en una esquina. Cuando ayer apareció Pdr de nuevo, diciendo que esta situación se alargaba durante dos semanas más, mi primer pensamiento fue para ellos. Pude imaginarlos sentados frente a la mesa de la cocina, apoyando la cabeza entre las manos. Pasado el instante de desesperación inicial estoy segura de que sacaron un papel para racionar concienzudamente los metros de terraza libres.

#cuarentena #covid-19

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