Hay una parte del estado de Nueva York, al Norte, de la que nadie habla. Un lugar al que se llega tras unos cuantos kilómetros de carretera, después de dejar atrás la ciudad, sus polígonos y cruzar largos túneles que bifurcan el tráfico.
Hablo de los bosques, de las pequeñas carreteras llenas de curvas que quieren ser engullidas por los árboles. De los embalses y los puentes de metal que nos permiten ver el agua bajo nuestros pies.
Al Norte están los pueblos de casas de madera de catálogo, inmensas y acogedoras con sus porches y sus cancelas, las mismas que desaparecen sin dejar rastro tras los tornados. Los jardines cuidados, las banderas ondeando y los coches enormes que tuvieron que quedarse fuera. Están las aceras que no llevan a ninguna parte y los buzones en la cuneta de caminos donde no parece habitar nadie. Los centros comerciales, los inmensos aparcamientos y las iglesias con shuttles para sus feligreses.
En esos llamados pueblos americanos, que no son sino una sucesión de casas a un lado y a otro de la carretera, podemos toparnos con un diner reluciente, un lugar en el que comer de día o de noche. Aparcaremos, apagaremos el motor del coche y, mientras avanzamos hacia la entrada, seremos conscientes de que Hollywood no inventaba nada.