El kiosco que hay debajo de mi casa es un local pequeño, con una puerta estrecha y un escaparate diminuto donde se amontonan los libros más vendidos, muñecos de plástico de las películas Disney y un surtido de productos de papelería. Todas las mañanas, el kiosquero, un hombre corpulento que camina con dificultad, cuelga en la fachada los periódicos y revistas del día, convirtiéndose en un imán para los abuelos que no han descubierto internet.
Sólo entro al kiosco cuando tengo que recoger un paquete. Estas visitas me hacen sentir, por alguna razón, culpable, lo que intento compensar con altas dosis de amabilidad. Ayer era uno de esos días, así que entré en el local sonriendo de oreja a oreja, pero el kiosquero no me miraba. En su lugar, contemplaba fijamente la tablet, donde veía un programa a todo volumen:
– ¿Has oído lo del avión?
Debió ver mi cara de desconcierto, porque no me dejó responder:
– Es un avión canadiense, está sobrevolando Barajas. – Movía la cabeza de arriba a abajo, convencido. – Se va a estrellar.
Cogiendo mi DNI al vuelo, se había perdido en la trastienda, en busca del paquete. Lancé una mirada a la tablet. Una de las presentadoras habituales hablaba, muy seria, en primer plano. En un cuadrado pequeño en el extremo superior derecho de la pantalla, un avión normal y corriente sobrevolaba un cielo azul.
– Acaban de inspeccionar los daños en el tren de aterrizaje – Me había informado el kiosquero, escaneando el código de mi paquete. – Les faltan un par de ruedas, así es casi imposible que puedan aterrizar. Ya ocurrió con el vuelo de Spanair.
Me había dado el resguardo del paquete para firmar, lo que había hecho con toda la velocidad que me permitía la mano.
– Y si no se estrella, explotará. Es lo mismo que pasó en el accidente del Boeing en Malasia. – Me pasó el paquete por encima del mostrador, pero aún lo retuvo durante unos instantes. – ¿No te quedas a verlo? – Había empezado a dar excusas torpemente cuando me había interrumpido. – Entonces corre o no lo vas a ver.
Entré en el portal con cierta urgencia, como si fuera a perderme algo histórico. Mientras el ascensor subía, despacio, hasta mi piso, las prisas fueron sustituidas por la sorpresa. Nunca hubiera imaginado que el hombre supiera tanto de aviones, y mucho menos de accidentes de aviación. Todavía rumiaba esa idea cuando entré en casa y, sin quitarme el abrigo, encendí la tele. La imagen del avión entero y en perfecto estado, en la pista de aterrizaje, me hizo sonreír. Pero la alegría apenas duró unos segundos, el tiempo que tardé en recordar a mi kiosquero: ahora mismo, debía sentirse muy decepcionado.