Semana del 8 al 14 de enero

Caminamos por Barcelona , una ciudad que antes era la nuestra. La encontramos más sucia, más inhóspita, menos auténtica. Discutimos sobre lo que ha ocurrido durante los años que hemos estado fuera. ¿Será la gentrificación, los nómadas digitales? ¿Será que nos hemos acostumbrado a la vida en una de esas mal llamadas ciudades de provincias y ahora vemos lo que antes no nos resultaba evidente? Terminamos bromeando con que, tal vez, todo sean cosas de la edad. 

 Esa es, probablemente, la única verdad de todo el paseo. Que ahora somos más viejos.

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El gato de Botero en la Rambla del Raval se convierte en una atracción improvisada. Las chicas corren a su alrededor y por debajo, se suben sobre su cola y se persiguen la una a la otra, entre gritos. A los pocos minutos aparece un free tour y el grupo se detiene junto a la cabeza del gato. Distraída,  escucho a la guía hablar sobre la configuración del Raval y su historia. A y J2 no se dejan intimidar y continúan corriendo, sus risas como música de fondo al discurso turístico. En un momento dado la guía se queda en silencio y se gira para señalar el gato que queda a sus espaldas. En ese mismo instante se escucha con total claridad el grito de A: ¡Tiene huevos!

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A veces una se siente muy acompañada y otras muy sola y la gente que nos rodea tiene poco que ver con eso.

Es la regla.

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Mi hermana va a dar su primera clase. ¿Algún truco? Me pregunta por WhatsApp. Rebajar expectativas y no tomarse nada como algo personal.

Síganme para más consejos sobre docencia.

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¡Mamá! ¡J2 no me pregunta!

Será no me responde.

Eso.

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Es temprano por la mañana y me siento en el borde de la cama. Contemplo el vacío. Sentada en pijama, el pelo cayendo sobre la cara, parezco un cuadro de Hopper. Pienso en lo que decían Groucho y Woody Allen acerca del dinero y de la felicidad. Eso de que el dinero no da la felicidad pero es preferible llorar en un Ferrari. O que la felicidad está en las cosas pequeñas, como un pequeño yate o una pequeña mansión. O mi favorita, esa de que el dinero no da la felicidad pero produce un estado tan parecido que es prácticamente indistinguible. 

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Estoy trabajando cuando un profesor del departamento se asoma a mi despacho. Sin mediar palabra me deja un folleto de las elecciones sindicales encima de la mesa. Después parece que se lo piensa mejor y añade una docena más de ellos. Para tus compañeros, me dice. No tengo tantos. Tú ya me entiendes, responde, y me guiña el ojo, yéndose por donde ha venido. 

Termino el párrafo que estaba escribiendo. Miro el montón de folletos y, encogiéndome de hombros, los tiro a la papelera. 

Todos sabíamos cómo iba a terminar esta historia.

photography of city buildings
En la foto una bonita imagen de Barcelona a vista de pájaro que no permite apreciar los problemas mundanos (Photo by Frederic Bartl on Pexels.com)

Semanas del 25 de diciembre al 7 de enero

El regalo de Amazon no llegaba a tiempo.

Había cola en la sección de juguetes de El Corte Inglés.

No encontraba la muñeca en la tienda.

Yo este año les he dado dinero para que sus padres le compren lo que quiera.

Mantener el secreto de la Navidad intacto es como caminar por un campo de minas. 

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En el mostrador de facturación nos dicen que el carro de A tendrá que ir en bodega. Pero es una pieza de equipaje de mano, respondemos, y comenzamos a enumerar la normativa al respecto. En ese caso, pregunten al personal de embarque.

Al llegar a la puerta de embarque la persona que hay allí nos dice que tenemos que facturar el carro. Repetimos la explicación. Preguntad al personal de pista, responde, encogiéndose de hombros.

Cuando el personal de pista se acerca a nosotros a los pies del avión repetimos la historia por tercera vez. Cada vez más perfeccionada, en versión 3.0. De acuerdo, nos dice un hombre con unos cascos, un chaleco y una carpeta entre las manos. Podéis preguntar al personal de cabina, a ver qué os dicen. 

La azafata nos mira aburrida mientras le explicamos toda la historia del carro. Yo no he visto nada, responde, cortando el final de la frase. 

Y éste es un ejemplo perfecto de cómo las cosas se solucionan, muchas veces, por puro aburrimiento.

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Hola, ya hemos llegado. Todo está fenomenal pero no hay casi vasos ni platos y somos cuatro personas. Tres días después, cuando regresamos por la noche al apartamento en la que será nuestra última cena en la ciudad, un único plato verde nos espera sobre la mesa. Problema resuelto.

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Oporto se cae en pedazos pero qué hermosas son esas baldosas medio rotas, las fachadas apuntaladas, los edificios abandonados con letreros de otra época.

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Compro dulces como si fuera una maestra pastelera. Pão de Ló. Croissants. Pastéis de nata. Rebanadas. Bolachas de batata. Bolo do rei. Probaría toda esa pastelería amarilla y reluciente. Me comería Portugal entera.

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Observo todo con atención, pero mi cerebro también está de vacaciones y no soy capaz de escribir más que sobre obviedades: la espera en la Torre dos Clérigos junto a un grupo de amigos franceses cuyos niños son peligrosamente iguales entre ellos. La talla de madera de Cristo ensangrentado que da miedo a J2 en la Iglesia do Carmo hasta el punto de salir huyendo. Mi odio profundo a los turistas japoneses.

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La ciudad es un cielo gris. Los charcos se forman entre los huecos de los adoquines. Las luces de navidad se reflejan en el agua y crean destellos rojos y verdes. La niebla asciende desde el río y se confunde con el humo de un puesto de castañas.

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Una mujer se ha hecho fuerte en una de las vallas de la cabalgata de reyes. A su lado, un niño que no llega al metro de altura mira hacia todos los lados, despistado. J2 y L se colocan a su lado, se agarran a la valla metálica. ¡Te dije que no te movieras ni un centímetro! Grita nerviosa la mujer a su hijo. ¡Ahora no cabrá Arantxa! Los minutos pasan, la gente se va arremolinando para ver la cabalgata. ¡Arantxa no va a tener espacio! Exclama, sin mirar a nadie en concreto, como si la multitud fuera a recoger su queja. Finalmente empieza la cabalgata, pasan los figurantes, los Reyes Magos, la muchedumbre se disuelve. Ni rastro de Arantxa. Me temo que no existe.

En la foto, Oporto, el Douro y las casas más enteras de toda la ciudad.

Semana del 27 de noviembre al 3 de diciembre

La librería cambió de ubicación.

En el local donde estaba pusieron una tienda de material policial y militar. Mal.

En el local donde estaba la tienda de material policial y militar pusieron una floristería. Requetebién.

En el local donde estaba la floristería apareció una inmobiliaria. Regular.

Mal, requetebién, regular. 

Así se mantiene el equilibrio en la ciudad.

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Las chicas me piden que les monte una casa con los cartones de las estanterías. Cada vez que lo intento la casa se cae sobre ellas, como un castillo de naipes. ¡Terremoto! Grito en todas las ocasiones, tratando de disimular mi error, y ellas ríen pensando que lo hago a propósito. Y esto es la maternidad: meter la pata mientras una finge que lo tiene todo controlado.

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¿Mi definición del éxito? Preguntar algo en un chat de 20 personas y que nadie haya respondido 2 días después.

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El reto de J2 de esta semana consiste en hacerse una foto con el “gran reloj de sol”. Discutimos con J1 sobre cuál es el reloj de sol más grande de la ciudad. Él me enseña una foto de Google Maps mientras yo esgrimo una entrada de la Wikipedia. Al final, tras un largo tira y afloja, hago prevalecer mi opinión de autóctona. En el reloj de sol nos recibe una placa conmemorativa del libro Guinness de los Récords. Estoy tan orgullosa que hago posar a J2 señalando la placa. Cuando envío la foto a la tutora descubro que, del gran reloj de sol, ni rastro. 

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Mi hija de 5 años está sentada en el sofá hojeando un cómic de la Patrulla X editado en 1980. Le doy las buenas noches y me voy a la cama. Tengo demasiado sueño como para que nada me extrañe.

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Encuentro un vuelo asequible por Navidad. Busco cosas que ver en la zona. Trazo un posible itinerario. Localizo un alojamiento que reúne las condiciones deseadas. Cuando todo está organizado regreso a la página de vuelos y descubro que los precios se han duplicado en apenas unas horas. Otra bonita mañana de trabajo perdida.

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Hola, me encanta cómo explicas todo. Solo una pregunta. ¿Va a acabar pronto la clase? Y así todos los días.

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Quedamos a comer con D. Está cansado del trabajo pero aguanta porque cree que podrá prejubilarse en pocos años. Tengo que comprarme la finca y empezar a plantar árboles, nos explica. Si no empiezo ya llegará la jubilación y no tendré sombra para echarme la siesta. Si eso no es entender la esencia de la vida, que baje dios y lo vea.

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Me contacta por WhatsApp una amiga con la que hacía años que no hablaba. Qué alegría más grande. En los años en que no hemos hablado se ha cambiado de nombre y ya no es ella, sino elle. Tomo buena nota para no equivocarme. Una solo quiere que sus amigues sean felices.

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Me siento en una terraza al sol. Pido un vermut. La temperatura es perfecta. Cierro los ojos, respiro hondo. El vermut llega en seguida. Lo cojo, doy un sorbo. Entonces, escucho una voz: mamá, caca.

pink and white flowers
En la foto una floristería ignorante de que, en el futuro, otro ocupará su lugar (Photo by TheGlory on Pexels.com)

Un misterio sin resolver

Después de semanas de aplausos amenizadas por alguna cacerolada entre medias, el piso del vecino diógenes sigue siendo un misterio. En todo este tiempo el balcón, lleno de cachivaches inservibles, ha aumentado su contenido pese a que parecía imposible. En las últimas semanas se han unido a la colección un búho de plástico sobre la barandilla, los restos de una lámpara de pie y unas cajas de cartón de aspecto dudoso. No sé en qué momento aparecen: la persiana siempre está en la misma posición y la ventana nunca ha llegado a abrirse. Si no fuera por la luz que, en ocasiones, se enciende por la noche, pensaría que el piso está abandonado.

Hoy, sin embargo, se ha producido una novedad. Dos personas han aparecido en el balcón. Él, caquéxico, vestía una camiseta interior blanca y unas gafas enormes de aviador. Ella exhibía toda la carne que a él le faltaba y su cabeza, con el pelo recogido en un moño apretado, parecía extremadamente pequeña en relación a su cuerpo. 

La extraña pareja estaba colocando unas planchas de plástico traslúcido en la barandilla. El objetivo parecía claro, y no era otro que ocultar de miradas indiscretas, como la mía, lo que allí van acumulando. Entro en casa preguntándome qué puedes querer esconder cuando parece que ya lo hemos visto todo de ti. Qué te mueve a exponerte a salir al balcón a pleno día, dejándote ver por primera vez en años. Sin duda debía tratarse de un gran misterio que nunca tendría respuesta. 

Es domingo por la noche y acabo de salir al balcón. La mayor parte de la gente duerme, pero la luz de mis vecinos está encendida. El plástico hace pantalla y proyecta en la calle y sobre mi fachada, como si fuera un gigantesco espectáculo de sombras chinescas, tres monstruosas plantas de maría. 

Misterio resuelto. 

En la foto, el segundo acto del espectáculo de sombras chinescas.

El sol y la lluvia

En Liverpool trabajaba en un antiguo hospital. Era un edificio de ladrillo rojo y techos altos al que se accedía por una amplia escalinata y en cuyas paredes se conservaban las marcas que habían dejado las bombas en la Segunda Guerra Mundial. Lo sé porque había una placa que así lo indicaba, no porque sea especialista en reconocer desconchones en la pared. 

Mi puesto de trabajo estaba en una nave enorme, con altos ventanales a ambos lados, a través de los cuales podía ver el cielo. Éramos muy pocos para un espacio tan grande, los ingleses fueron unos adelantados a la distancia de seguridad, y todo el mundo permanecía en silencio. Yo llegaba por la mañana y lo primero que hacía era cambiarme los zapatos. Me quitaba las zapatillas de deporte y me ponía mis bailarinas para parecer una persona de bien. Fue ensayo error, después de quedarme sin suelas en medio de un parque, literalmente, cuando aún estaba a un par de kilómetros de casa al poco tiempo de llegar a la ciudad. Después de cambiarme el calzado me sentaba en mi escritorio durante ocho o nueve horas que nunca se me hacían demasiado largas. La verdad es que me encantaba Liverpool. En pocos sitios he estado mejor que allí.

Un día, trabajando, levanté la cabeza. Miré hacia las ventanas de mi izquierda y vi que estaba lloviendo. Qué novedad, pensé. En Liverpool llovía los siete días de la semana, pero gracias al viento que llegaba del mar, también todos los días hacía sol, así que mis genes españoles no sufrían demasiado. Distraída, giré la cabeza al otro lado, hacia los ventanales de mi derecha. El sol brillaba con fuerza. Durante unos segundos me quedé parada, hasta que volví a mirar a mi izquierda, donde seguía lloviendo con ganas. Sí, era cierto. En un lado del edificio llovía y en el otro hacía sol. Miré a mis colegas, todos ensimismados en sus pantallas. Sin perder un momento chisté a mi compañera china, a la que traía por la calle de la amargura con mis conversaciones:

— Yelan. Llueve y hace sol al mismo tiempo. —Le señalé ambas ventanas, por si no me explicaba bien.

— That’s funny, —respondió, porque era mujer de pocas palabras, y había vuelto a teclear en el ordenador.

Yo necesitaba algo más. Me levanté y fui directa hasta Elisa, una siciliana que se entusiasmó con mi hallazgo. No es posible ignorar a una siciliana y a una española, así que, en menos de un minuto, todos estábamos de pie corriendo de un lado a otro de la nave, como niños saltando en los charcos. 

Sí, esta semana utilizo el blog para contar un recuerdo bonito. Sin dobleces, con poca ironía y, por supuesto, sin moraleja. A veces hace falta algo así.

En la foto, la vista desde una de mis ventanas.

Ropa blanca

Los vecinos del bajo han tendido una colada de ropa blanca. La ropa blanca tiene algo de festivo, de alegre, de película veraniega en la que, en un campo verde, crecen las amapolas y corren los niños descalzos. Aquí no hay nada de eso: el patio de manzanas no tiene nada de fiesta, ni de veraniego ni, mucho menos, de naturaleza. Es, lo que podría llamarse, un patio de manzanas urbano tirando a feo.

Me detengo con las manos en el teclado. Patio de manzanas feo probablemente sea un pleonasmo. Isabel, te estás yendo de tema. Sigo escribiendo.

Miraba la ropa y añoraba una primavera distinta a esta. Pensaba en los caminos que no he recorrido, en las montañas que hace demasiado tiempo que no veo y en todos esos bocadillos que no me he tomado sentada al lado de un río. Sí, me imaginaba comiendo, porque para mí la comida es sinónimo de alegría. Y no, no pensaba en la alergia, porque todos los sueños son perfectos y en ellos no estornuda nadie. 

Pensaba en todo eso cuando ha salido a la terraza el padre de familia. Se ha detenido, ha mirado a su alrededor sin verme y ha sacado el paquete de cigarros del bolsillo. Se ha puesto a fumar paseando arriba y abajo, a pocos centímetros de la ropa blanca. Me he enfadado, porque esa ropa tenía toda la pinta de haber sido lavada con kilos de suavizante y el olor, ese maravilloso olor a ropa limpia, se estaba echando a perder. Cuando me estaba planteando tirarle una pinza a la cabeza, lo único que tenía cerca, ha terminado el cigarro y ha entrado en casa.

La tranquilidad no ha durado mucho, ya que la madre ha aparecido en la terraza con la taza de café en la mano. Ha ido directa hasta la cuerda de tender la ropa y ha ido pasando la mano por cada una de las prendas, comprobando si estaban secas. Mientras lo hacía, sorbía el café. Me he agarrado a la barandilla con fuerza, temiendo que una gota saltase en cualquier momento, estropeándolo todo, pero al parecer no ha ocurrido. Cuando ha terminado su comprobación y ha dado un paso atrás se me ha escapado un suspiro de alivio. Estaba a salvo.

En ese momento ha llegado la niña. Sin que nadie lo evitase ha corrido directa hacia la ropa y se ha lanzado sobre ella, abrazándola y, sin duda, dejando un rastro de mocos. La madre, como único gesto, le ha tocado un poco la cabeza cuando iba por la tercera sábana. Algo que, como podéis imaginar, no ha tenido el más mínimo efecto.

Se han ido, pero yo he seguido mirando la ropa blanca un poco más. Ya no me parece verano, ni tampoco día de fiesta. Hay cosas que siempre, al final, se terminan ensuciando.

En la foto, la ropa blanca a la espera de que alguien la ensucie de nuevo.

Nocturno

La primera vez que llegué a Estambul lo hice de noche.

Los vuelos charter siempre tienen los peores horarios. Cuando el autocar nos recogió en el aeropuerto para llevarnos hasta la ciudad ya era noche cerrada. Yo miraba y miraba por la ventanilla, porque aunque en condiciones normales me duermo con el menor traqueteo, al viajar no cierro los ojos. Es una regla no escrita: parpadear lo mínimo posible para no perder detalle.

Mi madre llevaba años hablando de Estambul. Me había contagiado su curiosidad, la ilusión ante la ciudad de los bazares y las mezquitas. Pero la visión desde detrás de la ventanilla era deprimente. Una ciudad que no aparecía nunca. Unos barrios cualquiera de la periferia. Cuando, al fin, entramos en la ciudad, solo vi casas pequeñas y bajas que en nada se parecían a lo que había imaginado. Era ya de madrugada cuando el autocar se detuvo en una calle cualquiera y todos descendimos, muertos de sueño. Cumplimos el ritual de esperar a que el conductor sacara las maletas, ese en el que tu equipaje siempre sale el último. Apelotonados en el hall del hotel aguardamos entre bostezos a que gritaran nuestro nombre para irnos a dormir al número de habitación indicada. Son todos estos rituales de los viajes organizados —las listas, las esperas, los recuentos constantes como a  niños pequeños que se pierden y, lo peor, en los que siempre se pierde alguien — lo que me hace renegar, desde que tengo uso de razón, de las agencias de viajes. 

Por fin subimos a la habitación. Fuera, la ciudad era una masa oscura, pero yo no quise acostarme todavía. Miraba por la ventana de forma insistente, tanto, que al final distinguí, entre sombras, lo que parecía una cúpula y un minarete. Eso me tranquilizó. Al menos, había mezquitas. Entonces, alguien empezó a cantar. La primera vez que se escucha el adhan nunca se olvida. Atenta al cántico, todavía de noche, comprendí que había llegado al lugar correcto y, por fin, me fui a la cama.

Hace menos de un mes debería haber estado allí de nuevo. Nos quedamos sin mes de abril, pero por suerte hay uno en cada calendario. 

Una última cosa: si podéis evitarlo, nunca lleguéis de noche. A los sitios nuevos, se llega de día. Es otra de mis reglas no escritas.

En la foto, el espectacular paisaje camino de la ciudad.

El primer día

Me levanto sin despertador. El post podría terminar aquí, dado lo extraordinario del suceso, pero entonces sería un microrrelato. Así que sigo escribiendo. 

Me levanto sin despertador y empiezo a vestirme, nerviosa. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que me puse la ropa de correr. La cuarentena se nota, pero por suerte llevo mallas elásticas, así que no he perdido toda mi dignidad. 

 Es temprano pero hay más gente que nunca. Empiezo a correr antes de que el GPS del reloj detecte señal. No hay nada más ridículo que ese acto de esperar plantado en la acera con los brazos en jarras o, peor aún, levantando la muñeca como si esperases una señal procedente del espacio exterior. Hoy no estoy dispuesta a pasar por eso. Qué más da, pienso, llevo años corriendo, sé controlar mi ritmo sin necesidad de relojes. Mentira. Tras correr como pollo sin cabeza durante un kilómetro me obligo a bajar el ritmo para llegar con vida al final del entreno. 

Disfruto mirando a mi alrededor. En el camino ha crecido la vegetación como si se hubiera apresurado a borrar nuestro rastro. Me dedico a observar a la gente con curiosidad. Hay corredores vestidos como si estuviesen disputando un maratón en Siberia. Pensar en correr con sudadera de algodón y pantalones a lo Rocky Balboa me produce angustia. Otros corren cargados: mochilas gigantes,  gymsacks que tintinean como si estuviesen llenos de calderilla y riñoneras adquiridas el mismo año en que su propietario compró esa camiseta de Barcelona 92 que luce con orgullo.

No son corredores habituales, pienso, con cierta superioridad. Mi pensamiento se confirma cuando los adelanto, uno tras otro, pese a ir tan despacio que empiezo a dudar de si el GPS ha cogido señal o si cree que sigo encerrada en el salón de casa pasando la mopa. Delante de mí veo a un hombre con chándal de tactel que jadea fuertemente. Cuando estoy a punto de sobrepasarlo, acelera. Es algo habitual. Sé que no durará mucho, por lo que acelero hasta ponerme a su altura, manteniendo, por supuesto, la distancia de seguridad, hasta que lo adelanto. No es tarea fácil. Cuando ya lo he pasado, siento su aliento en la nuca. En ese momento el coronavirus es lo último que me importa. Mi único objetivo es que no me adelante un señor en chándal ochentero que duplica mi peso, así que aprieto los dientes y acelero un poco más. 

El corazón está a punto de salirme por la boca pero sigo escuchando sus pasos, así que recurro a la maniobra más patética posible: salgo del camino principal, haciendo que nuestras rutas se separen. En cuanto doy la vuelta a la esquina, me detengo. Respiro hondo tratando de recomponerme, mientras me digo que qué necesidad, qué más me da que me adelante nadie, ni que fuera medallista olímpica. Debería disculparme por ser tan idiota, pienso. En esas estoy cuando escucho, de nuevo, ese jadeo inconfundible. Levanto la cabeza y descubro cómo el corredor viene hacia mí, como si hubiera dado la vuelta a la manzana en dirección contraria solo para reencontrarse conmigo. 

Como no tengo aire no puedo disculparme. En su lugar levanto la mano y le digo hola con mi mejor sonrisa, a lo que responde con una inclinación de cabeza. Me giro para verlo desaparecer tras la esquina, su chándal haciendo ese fru-frú inconfundible cuando roza la tela. El primer día es especial, pero el segundo será mejor.

En la foto, yo fingiendo que se me han desatado los cordones para descansar.

Francotirador

En los últimos años ha empezado a llegar gente nueva al barrio. Las casas que habitaban matrimonios mayores y que después quedaron vacías comienzan a renovarse. Raro es el mes en el que no llega un nuevo camión de mudanzas, en el que un piso no aparece con las ventanas cambiadas o en el que no descubro, tras un balcón abierto, una cuadrilla de pintores. 

La reforma en el piso del otro lado de la calle ha durado todo el invierno. Han cambiado las ventanas y el suelo del balcón. Han pulido la barandilla y, cuando se ve el interior, hay un parquet recién puesto. 

Observo la persiana reluciente un domingo por la mañana cuando, de repente, se levanta. La puerta del balcón se abre y salen dos niños, hermanos, probablemente, los nuevos habitantes de la vivienda. Son dos chicos espigados, uno de unos cinco años, el otro, de unos dos o tres más. Se agarran a los barrotes del balcón y miran hacia abajo. Me alegra descubrir gente nueva, sobre todo niños en unas calles llenas de gente mayor. Doy un sorbo a mi taza y sonrío desde detrás del cristal.

Los niños hablan entre ellos y desaparecen en el interior del piso. Me quedo allí de pie, distraída, y apenas unos segundos después vuelven a aparecer. Llevan sendas metralletas de juguete en la mano, de un plástico negro reluciente. La del pequeño es casi más grande que él y la levanta con dificultad, como si fuera un bazuca. Tras un breve coloquio empiezan a simular que disparan a la gente que pasa por la calle. Apuntan y después ríen, comentando la jugada. Mi alegría se convierte en estupor. ¿Desde cuándo comparto calle con esa pareja de francotiradores? Como si me hubiesen oído miran hacia el balcón de enfrente, el mío. Me pillan por sorpresa, así que lo único que se me ocurre hacer es sonreír y levantar la mano en una especie de saludo. Los niños me devuelven la sonrisa. La calle es tan estrecha que me permite ver que, al mayor, le faltan las dos palas. De repente, el pequeño levanta la metralleta y, guiñando el ojo y tomándose su tiempo, hace un ruido con la boca. “Pum” puedo leer en sus labios, mientras siento cómo la bala imaginaria me atraviesa el pecho. 

Los niños se pierden en el interior del balcón pero yo permanezco allí unos minutos más. Echo de menos a mis antiguas vecinas

En la foto, la ventana tras la que espío a mis vecinos.

Ayuda

Acababa de salir del acuario de Osaka después de varias horas recorriéndolo. Mi mente estaba inundada por el movimiento hipnótico de las medusas y el rápido desplazar de los tiburones. El ascenso alrededor del tanque de agua era lo más parecido a una catarsis en la que uno se iba dirigiendo, poco a poco, hacia la luz. 

No es de extrañar que llegase a la estación más despistada de lo normal. Aunque llevaba ya varios días viajando por Japón la vista de sus mapas de metro siempre me impresionaba, con esas líneas de colores que se extendían a lo largo de la pared, sin que se alcanzase a ver el final. Me detuve delante de la máquina para sacar los tickets y tardé más tiempo del habitual en encontrar el botón que cambiaba el idioma al inglés. Cuando por fin lo pulsé, el resultado no fue el esperado. El texto se tradujo solo en parte, intercalándose caracteres en japonés. No entendía nada, y así seguí durante unos largos segundos hasta que, por fin, encontré una palabra que entendía. “Assistant” decía, en el extremo inferior derecho de la pantalla, y pensé que eso era, precisamente, lo que necesitaba.

Pulsé el botón y, en ese mismo momento, una bocina atronadora inundó la estación. Antes de que fuese consciente de que había sido yo la culpable, un hombre apareció —literalmente — a mi lado. Surgió como si se hubiese teletransportado, una aparición, un emerger desde el suelo justo a mis pies. Era un encargado de la estación, tieso como una vara con su uniforme. Asustada, solo se me ocurrió disculparme como pude. Ni siquiera me miró. Pulsó la pantalla con rapidez, extendió la mano pidiendo mi tarjeta de crédito, la pasó con la misma velocidad y, al momento, ya tenía en mi mano la tarjeta y el billete. Empecé a balbucear de nuevo, en este caso las gracias, pero se esfumó a la misma velocidad con la que había llegado. Así que allí me quedé, sola, como si todo hubiese sido fruto de mi imaginación.

Hace muchos años de esto, pero es una anécdota que recuerdo a menudo. Porque es un buen ejemplo del perfecto engranaje japonés. Porque ha sido uno de los momentos más surrealistas que he vivido en un viaje. Y, por último, porque me gustaría que la vida tuviese ese botón de ayuda para poder pulsarlo cuando las cosas se pusiesen feas. 

En la foto, yo alejándome de la estación sin mirar atrás.
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