Día 24. Muerte y destrucción

Espero en la cola con impaciencia. La abuela que está pagando lleva más de cinco minutos, pero no me extraña. Tiene que obedecer un montón de órdenes tipo deje el carro allí, ahora cójalo, no se detenga en este lado de la cinta, deme la tarjeta por este hueco, y un largo etcétera. Yo me distraigo mirando a la cajera y su equipo de protección. Está separada del público por un blindaje que ríete del cristal acorazado del banco de Inglaterra. Detrás de ese cristal lleva máscara de soldador y, debajo, mascarilla. Hay laboratorios con viruela en los que se trabaja más alegremente que en este Eroski.

El caso es que yo ya estoy enfadada, porque no hay cosa más ridícula que intentar abrir una bolsa de la verdulería con los guantes puestos, así que cuando, por fin, es mi turno, no estoy para muchas bromas. Por supuesto, yo también me pongo en el sitio erróneo de la cinta, como no podía ser de otra manera, y parece que me acerco demasiado al cristal. El momento crítico llega cuando pongo mi propia bolsa, la misma que he usado para comprar, encima de la cinta para guardar los productos:

— No puedes poner tu bolsa allí —me recrimina Robocop. —Has podido dejarla en el suelo y que esté contaminada. Por lo tanto, ahora estás contaminando mi cinta, a mí y a todos los productos que vengan detrás.

La miro fijamente. Un segundo, dos segundos. Me gustaría decirle que, para contaminarla a ella, tendría que escupir con tanta fuerza como para perforar el blindaje, unas gafas de soldar y una mascarilla. O debería poder hacerlo con una trayectoria a lo Oliver y Benji, de esas en las que el balón cambia tres y cuatro veces de dirección con un único toque. En cualquiera de los dos casos, sería algo digno de ver. Por supuesto, no digo nada. En su lugar cojo mi bolsa radioactiva y dejo un rastro de muerte y destrucción a mis espaldas. El virus acabará, pero la ignorancia… Ay, la ignorancia. Eso no desaparecerá nunca.

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Día 23. Oda a las cosas grandes

Yo mañana debería haber cogido un vuelo, pienso por la mañana, y esa idea me ronda la cabeza todo el día. Pienso en lo que hubiera estado haciendo si el coronavirus se hubiera quedado en China: el equipaje que debería preparar, el segundo repaso a la maleta para sacar toda esa ropa que no me voy a poner, el engorro de rellenar los botes pequeños del neceser de mano, comprobar por enésima vez la dirección del apartamento en Google Maps… Son las pequeñas incomodidades del viaje, pero ahora las imagino con cariño, aunque todos sabemos que eso solo ocurre porque no las estoy haciendo en realidad. La memoria es así de puñetera.

Todo el mundo habla de lo que echa de menos dar un paseo por el barrio, ir a un parque o dar un abrazo. Las redes están llenas de odas a las cosas pequeñas, pero nadie habla de las cosas grandes. ¿Dónde quedó la añoranza de visitar una de las maravillas del mundo? ¿La morriña por no poder coger un avión en un vuelo transcontinental? ¿El placer de ir a una tienda y cargarte de bolsas como en Pretty Woman? Todos hablan de echar una caña en un bar cutre, de esos con palillos y servilletas en el suelo, y nadie de tomarse un buen arroz con bogavante. Las cañas no están mal, pero el bogavante… Eso es otra cosa.

Y sí, tal vez el vuelo, las pirámides o las sombrereras a lo Julia Roberts no sean grandes cosas. Pero nadie me negará que son cosas grandes.

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Día 22. Todos los días son hoy

Sentarte en el sofá durante más de diez minutos por primera vez en años. Descubrir que, debajo del montón de pelos, se escondía el cajón del baño. Hacer ejercicios de brazos pasando la fregona. Darte cuenta de que el motor de la Conga no se quema —afortunadamente —con facilidad. Plegar las bolsas de plástico como aquel tutorial de YouTube. Aprovechar hasta el último metro cuadrado de la casa. Descubrir que las plantas florecen si eres capaz de regarlas con una frecuencia superior a dos meses. Devolver las cosas a su sitio original, si es que recuerdas cuál era. Hacer una excursión al trastero y dejarlo todo como estaba —tampoco vamos a volvernos locos. — No tener que preocuparte de la agenda, porque no hay planes pendientes. Tener el cubo del reciclaje sospechosamente limpio. Poder escudarte en el No sé en qué día vivo, como excusa para haber olvidado un cumpleaños. Comer sin excusas. Dedicarte a leer los libros pendientes porque las librerías están cerradas. Vestirte en chándal porque todos los días son domingo. No, domingo no: todos los días son hoy.

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Día 21. Tocar fondo

Igual que J2, me quedo ensimismada viendo la tele. El mundo de las canciones infantiles no tiene fin: igual te cantan el corro de la patata, que te versionan a Alaska, que se inventan una canción con tres palabras en inglés para que tengas la sensación de que tu cría está aprendiendo algo útil. Al final, lo único seguro es que pasarás el día canturreando el señor don gato o había una vez un barquito chiquitito sin que ninguna otra canción más digna venga a reemplazarlas.

Los adultos disfrazados de niños tienen algo siniestro, igual que esos niños que se ven obligados a seguir una coreografía que no entienden. Consigo apartar la vista de la pantalla y vuelvo al libro, pero J1 me saca pronto de la lectura:

— Creo que estamos en el pozo de YouTube, —dice, y señala la televisión.

Los cantantes infantiles están disfrazados de artistas setenteros y giran sobre sí mismos, a punto de vomitar.

— No lo creas, —le respondo, volviendo a abrir la novela. — Todavía no hemos tocado fondo.

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Día 20. Pajaricos

He leído muchas veces en los últimos días esa nunca sentencia de que “el virus somos nosotros”. Desde que el hombre está en casa ha crecido la hierba en las aceras, los polos han recuperado el hielo perdido, los pájaros cantan y las nubes se levantan.

Fotos de gorriones, afirmaciones de que nunca se habían escuchado tantos pájaros… De la noche a la mañana todo el mundo se ha convertido en un experto ornitólogo. Así que yo, que no quiero ser menos, aprovecho el primer rayo de sol en varios días para salir a la terraza y mirar hacia arriba. Lo único que veo es una paloma algo gorda y desplumada —como todas las palomas de ciudad, que parecen aves zombies — subida a la antena. Vaya desilusión, pienso, pero aún así decido intentarlo. Merece la pena. Al par de minutos empiezo a oír los cantos de los pájaros y unos instantes después pasan por encima de mi cabeza un par de gorriones y una enorme cigüeña.

Reconciliada con el mundo cierro los ojos. El sol me da en la cara y solo se escucha el piar de los pájaros. Después de un día con mucho trabajo, es genial terminar así. El impacto se escucha un par de metros más allá. Abro los ojos, miro al suelo y a lo alto de la antena. La paloma arrulla, reconociendo su culpa, y alza el vuelo. Nada es tan bonito como lo pintan.

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Día 19. Regreso al pasado

En un ataque de Marie Kondo vacío el mueble de la entrada. Tiro un marco roto, un espejo que no iba a volver a usar y un par de cajas vacías. También encuentro algunos objetos que deberían estar en el trastero y que, probablemente, por vagancia primero y por olvido después, habían quedado arrinconados. Qué bien, pienso. Podemos bajar al trastero.

Lo organizo como si fuésemos a pasar el día en el campo. Animo a J2 a que se ponga la chaqueta que quiera y a que coja el carro con la muñeca. Al abrir la puerta de casa sale disparada y se mete en el ascensor como si fuéramos quién sabe dónde. Vamos al trastero, le recuerdo, pero a ella sigue pareciéndole un plan estupendo.

Cuando la puerta del ascensor se abre en el sótano nos encontramos, frente a frente, con un hombre limpiando. Grande y de apariencia tranquila, armado con su cubo de fregar y la fregona. Buenos días, dice, y a mí ese buenos días me suena antiguo, muy a 10 de marzo. Le miro: ni guantes, ni mascarilla, ni nada. También nosotras vamos a pecho descubierto así que, superada la sorpresa inicial, le sonrío y le devuelvo el saludo. Cuando llegamos a la puerta del trastero, J2 se gira y lo señala: ¡Un hombre! Grita con todas sus fuerzas. Lleva sin ver a ningún desconocido muchos días —19 concretamente. He tenido que mirar el título del post para asegurarme. — La miro. Tiene una expresión entre extrañada y triste. ¿Qué pensará? ¿Habrá sido mala idea bajar? Me pregunto, mientras volvemos a casa tres minutos después.

Todavía no se ha quitado la chaqueta cuando se intenta comer la plastilina. Vuelve a ser la misma de siempre.

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Día 18. Querido diario

Querido diario:

Hoy me he levantado a la misma hora de todas las mañanas. Me he duchado, he desayunado y después me he lavado los dientes, porque hacerlo en el orden contrario no tiene sentido para mí.

He escrito en mi ordenador. Muchas palabras, una detrás de otra. No sé si tienen sentido o no, pero no estamos como para ponernos sibaritas.

He bajado la basura. Para la ocasión me he puesto el chubasquero y las botas de agua. Después, como no había moros en la costa, he dado la vuelta a la manzana. Ha sido un paseo de trescientos metros, pero ¡Qué paseo! El aire entraba con fuerza por mis fosas nasales hasta mis pulmones y mis músculos agarrotados se estiraban a cada paso. Hasta el reloj, que llevaba todo el día diciéndome “hora de moverse” ha dejado de vibrar.

Ahora, con la cocina limpia y todo recogido, y después de comerme el segundo pan de leche del día, pienso. ¿Qué me deparará el día de mañana?

Buenas noches, querido diario.

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Día 17. Tiempo muerto

Me levanto y está lloviendo. Eso significa que hoy no hay terraza, ni rato de tomar el sol ni de jugar a la pelota. No importa. Soy como una planta de interior, a gusto bajo la luz de la bombilla, del fluorescente o del foco de luz correspondiente.

Desayuno, juego a la plastilina y veo el nuevo espectáculo de los titiriteros en el ordenador. Me dan el cambio y, como en una carrera de relevos, cojo los bártulos sin perder un segundo. Mando correos, trabajo en el proyecto y sigo escribiendo un artículo. Reviso los boletines epidemiológicos. A mediodía grabo un audio de cinco minutos dando mi opinión de experta. Visto el nivel reinante mi explicación es digna de Fernando Simón, aunque está feo que yo lo diga.

Comida. Trabajar durante la siesta de J2 como si tuviese delante una bomba con un segundero que indica el tiempo que falta para que estalle. Y siempre estalla. Merienda, juego, más juego, salir a las ocho al balcón a saludar a la abuela de enfrente, a la que vemos perfectamente con el cambio de hora. Después el ritual de cena, baño y a dormir.

Y caer en el sofá en un día sin tiempos muertos. Otro más. Quién pudiera aburrirse.

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Día 16. Todo un ejército

Somos soldados combatiendo una amenaza. Tenemos un traidor al que enfrentarnos. Hay que defenderse. Atacar cuanto antes.

En cuanto me despisto, hay un militar hablando. Fuerzas de seguridad recorriendo las calles. Hospitales de campaña. Un enemigo. Heridas de guerra. Un ejército de sanitarios. Guarecerse en las trincheras. Aguantar hasta que la batalla acabe. Resistir.

Para los más modernos, hay otra versión. Los superhéroes no siempre llevan capa. Tenemos que usar nuestros poderes. Nos enfrentamos a una amenaza global. Calles vacías y música apocalíptica de fondo. Efectos especiales, exhibición de poderío. Ruedas de prensa retransmitidas al mundo entero. Científicos clamando haber encontrado una cura. Archienemigos que niegan la evidencia.

La épica es agotadora.

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Día 15. Figo en Versalles

Hace sol, así que me tumbo en el césped de la terraza y cierro los ojos. En algo se tiene que notar el domingo, me digo, mientras me estiro un poco más. En los últimos días pienso en la suerte de vivir en una casa con terraza. De tener ese pequeño espacio para disfrutar del aire libre, del sol o para poder tomarme algo pensando que estoy fuera. El confinamiento sería totalmente distinto si no tuviera este lugar.

Dormito durante un par de minutos y, como no es plan de dormirse media hora antes de comer, cojo el teléfono. Reviso los tuits cuando de repente aparece una foto de Figo – ¿Por qué veo una foto de este señor? – Está leyendo sentado en un porche, lo que ya de por sí es bastante sorprendente, pero ni siquiera me preocupo en averiguar cuál es el libro en cuestión, lo que da idea de mi sorpresa. Detrás tiene un jardín infinito, como esas piscinas que terminan donde hay dragones, pero en césped. Qué barbaridad, pienso. Y esta imagen, que se ha quedado grabada en mi retina mientras mi pulgar sigue moviéndose por las publicaciones, se ve inmediatamente sustituida por otra. En un vídeo, una chica baila con los que resultan ser sus padres, en un tuit de cientos de miles de retuits. Pero lo que me quedo mirando es un comentario que dice: “Si yo viviera en los jardines de Versalles, también bailaría”. No podría ser más acertado. A espaldas de la coreografía hay unos parterres dignos de Luis XIV.

Decido apagar el teléfono. Me tumbo otra vez, cierro los ojos. Con la mano acaricio suavemente mi césped artificial. Yo siempre te querré, susurro.

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