Espero en la cola con impaciencia. La abuela que está pagando lleva más de cinco minutos, pero no me extraña. Tiene que obedecer un montón de órdenes tipo deje el carro allí, ahora cójalo, no se detenga en este lado de la cinta, deme la tarjeta por este hueco, y un largo etcétera. Yo me distraigo mirando a la cajera y su equipo de protección. Está separada del público por un blindaje que ríete del cristal acorazado del banco de Inglaterra. Detrás de ese cristal lleva máscara de soldador y, debajo, mascarilla. Hay laboratorios con viruela en los que se trabaja más alegremente que en este Eroski.
El caso es que yo ya estoy enfadada, porque no hay cosa más ridícula que intentar abrir una bolsa de la verdulería con los guantes puestos, así que cuando, por fin, es mi turno, no estoy para muchas bromas. Por supuesto, yo también me pongo en el sitio erróneo de la cinta, como no podía ser de otra manera, y parece que me acerco demasiado al cristal. El momento crítico llega cuando pongo mi propia bolsa, la misma que he usado para comprar, encima de la cinta para guardar los productos:
— No puedes poner tu bolsa allí —me recrimina Robocop. —Has podido dejarla en el suelo y que esté contaminada. Por lo tanto, ahora estás contaminando mi cinta, a mí y a todos los productos que vengan detrás.
La miro fijamente. Un segundo, dos segundos. Me gustaría decirle que, para contaminarla a ella, tendría que escupir con tanta fuerza como para perforar el blindaje, unas gafas de soldar y una mascarilla. O debería poder hacerlo con una trayectoria a lo Oliver y Benji, de esas en las que el balón cambia tres y cuatro veces de dirección con un único toque. En cualquiera de los dos casos, sería algo digno de ver. Por supuesto, no digo nada. En su lugar cojo mi bolsa radioactiva y dejo un rastro de muerte y destrucción a mis espaldas. El virus acabará, pero la ignorancia… Ay, la ignorancia. Eso no desaparecerá nunca.
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