Día 14. Una historia de yogures

Estoy esperando en la charcutería, porque yo soy una señora de bien que pide el jamón al corte, cuando las veo pasar a mi lado. Dios mío. ¿Será posible? Las miro de nuevo. Sí, no hay duda, son dos mujeres comprando juntas. Van muy arregladas, con máscara de filtro respiratorio y guantes de su talla. Caminan a un metro la una de la otra y, aunque intentan no hablar demasiado, es evidente que se conocen, ya que no pueden evitar comentar los productos antes de echarlos, cada una, a su cesta. Miro a mi alrededor. Un par de compradores también se han dado cuenta y lanzan a las mujeres y a su alrededor miradas confundidas, como si hubiésemos olvidado qué es ir acompañado y, todavía más, tener una conversación con alguien fuera de casa.

Durante una milésima de segundo me indigno. ¿Nadie les va a decir nada? Estamos todos comprando solos, aburridos, pensando divertidas conversaciones sobre yogures que se pierden al no tener a nadie con quién compartirlas. ¿Por qué son ellas mejores que los demás? ¿Por qué yo no puedo comentar con mi acompañante la calidad de la sal para lavavajillas que acabo de coger del estante? Entonces me viene a la mente la señora del perro que toma el sol en la esquina de forma habitual. Los vecinos, quienesquiera que fueran, que habían amenizado la siesta con rancheras. Por último, pienso en mis vecinos de enfrente, que cada día reciben a una media de tres repartidores, y me embarga la pereza. Así que me doy la vuelta, pido 100 gramos de lomo embuchado, y sigo pensando en la historia de los yogures, para poder contarla al llegar a casa.

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Día 13. Profesional

Dos semanas de teletrabajo. Estoy ya en el nivel pro en el mundo del trabajo a distancia. Solo me ha costado unos diez días vestirme por las mañanas. No, vestirse no es ponerse una chaqueta por encima del pijama, eso me costó entenderlo una semana aproximadamente. Ahora me lavo el pelo cuando toca, y hasta me pongo crema hidratante. Las gafas no me las quito, no estoy para excentricidades. Hoy tengo videoconferencia, así que me peino y elijo un jersey que no tiene pelusas. A las zapatillas de felpa no renuncio, soy como las presentadoras del telediario: arreglada de cintura para arriba e informal de cintura para abajo. Después de desayunar, jugar con J2, limpiar el polvo y poner una lavadora, me siento en la mesa de trabajo con mis zapatillas de muñecos y abro la agenda. Es viernes, y tacho con satisfacción una única tarea de la larga lista de la semana. Cierro la agenda de nuevo. Otra semana de duro trabajo completada.  

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Día 12. Las ocho y todo sereno

A las 19.58 empiezan los aplausos. Siempre hay alguien que tiene prisa. Poco a poco se va sumando más gente, hasta que a las ocho todo el mundo aparece. Para pocas cosas han sido los españoles tan puntuales.

Mi vecino del tercero intercambia aplausos con el del segundo, como si se felicitaran el uno al otro por algo que el resto desconocemos. Es bastante siniestro.

El matrimonio de la casa de enfrente sale apenas un segundo. Dentro, sus dos niños permanecen sentados con los ojos clavados en el televisor. Después vuelven a entrar empujándose el uno al otro, como si tuvieran mucho frío.

Las erasmus italianas hacen vídeos. Todos los días. Todo el tiempo. Me imagino la emoción diaria de sus familiares viendo a una panda de españoles cualquiera aplaudiendo.

El vecino que aplaude en el piso de debajo de las italianas grita muy fuerte. ¡Vamos! ¡Somos los mejores! Me recuerda a Rafa Nadal.

Alguien pone música. Aprovecha para ponerla durante un buen rato, alargando la fiesta todo lo que puede. Su gusto ecléctico recorre desde ACDC hasta La puerta de Alcalá. Ya estamos terminando de cenar cuando resuena We are the champions. Nunca una cena tuvo un final tan épico.

*Bonus track: punto para aquel que averigüe de qué película proviene el título del día de hoy.

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Día 11. Videollamada

Pulsas el botón de llamada. Centras la pantalla para que puedan verte. La niña mientras tanto le da algún manotazo al teléfono, decide echar a correr cuando hasta hace un segundo estaba sentada tranquilamente. Un tono, dos, tres, cuatro, cinco. La gente siempre está con el móvil en la mano, pero cuando la llamas nunca se enteran. Por fin, ahí están. No se ve nada. Encended la luz. Ahora estáis boca abajo, girad el teléfono. Habéis pausado el vídeo y otra vez no se ve. Sí, lo habéis pausado vosotros, estoy segura. Esperad, que vuelvo a llamar, va a ser lo más fácil. Un tono, dos, tres. Pero si tienen el teléfono en la mano, no les ha podido dar tiempo a soltarlo. Ahora. Girad el teléfono, volvéis a estar boca abajo. No se oye bien, apagad la televisión, la radio o lo que sea que tenéis encendido, que hace eco. Quitad el dedo de la cámara, que no os vemos. ¿Estáis bien? Por aquí todo igual, sin novedades. Bueno, os dejo, se está enfriando la tortilla. Cuando os he llamado todavía no habíamos empezado a pelar las patatas. Sí. Mañana hablamos otra vez. A ver si a la duodécima va la vencida.

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Día 10. Un vergel

Hace un par de días tuve una gran idea que podía entretenernos, al menos, durante diez minutos. Consistía en cortar unos esquejes de una de mis macetas y replantarlos en otra, a ver si, con un poco de suerte, en unos meses tenía dos plantas en vez de una. Sí, lo sé, lo nunca visto en primavera.

Después de tener los esquejes en agua, he decidido que hoy, después de la siesta, era el momento idóneo. Me parecía una buena actividad para hacer con J2. Dentro de unos años, delante de esa planta corriente y moliente, le diría: mira, esto lo plantamos juntas durante la gran cuarentena del 2020. Probablemente ella me recriminaría no haber plantado algo más lucido, un pino o, como mínimo, un geranio. Lo importante es el detalle, había pensado, sacando el macetero.

Ahí se empiezan a torcer los planes. Hace frío y no me he puesto la chaqueta. Como siempre, en vez de guardar el tiesto vacío, está lleno de tierra vieja, dura como una piedra. Tengo un saco nuevo, pero está por abrir, y me horroriza lo que puede hacer una niña pequeña con 10 kilos de tierra. En su lugar, empiezo a remover la tierra con la punta del dedo. Encuentro los restos de una planta fosilizada, proveniente de un kit de plantas aromáticas de la que no brotó ninguna. Sin pensarlo demasiado, hago unos pequeños agujeros, clavo los esquejes como puedo, y vuelvo a echar tierra por encima. Antes de que cambie de opinión echo agua por encima, tanta, que pronto se convierte en una capa de barro.

Miro la maceta abandonada en el suelo. J2 no parece muy decepcionada, a fin de cuentas, creo que no había puesto muchas esperanzas en la tarea. Anda, cántale una canción a la planta para que crezca, le digo sin mucha convicción, y ella no se hace de rogar y canta la gallina turuleca a voz en grito. Ya me siento mejor. De esto, sale un vergel.

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Día 9. Contrabando

Me levanto por la mañana. Cojo una, dos galletas. He hecho veinte minutos de ejercicio, así que me lo he ganado.

Antes de comer, decido preparar un vermut. Hay tiempo. Saco las patatas, las olivas, los pepinillos. Cargo el vaso un poco más de lo habitual porque, total, si no voy a salir de casa en todo el día.

En la comida me doy cuenta de que se está acabando el vino. Habrá que bajar a comprar.

Meriendo una palmera de chocolate. ¿Por qué tengo palmeras en el armario? Me pregunto, mientras mastico a dos carrillos. Después recuerdo que las compré yo misma hace un par de días. Nada de eso hubiese pasado si la separación en la fila no hubiese sido de unos dos kilómetros. Pero debido a la distancia de seguridad, me tocó esperar mi turno en el rincón de la bollería.

Bajo a comprar a media tarde. A mitad de compra me da vergüenza llevar tan pocas cosas en la bolsa, así que añado un paquete de albóndigas por si acaso. Me estoy convirtiendo en esa señora a la que cantan Los Gandules que ya vienen cenados.

Ahora, mientras escribo esto, yo también cenada, miro de reojo la nevera. Se me está acabando el chocolate que traje de la fábrica Lindt en Oloron. Me imagino cruzando los Pirineos por los antiguos caminos de contrabandistas. Ahora mismo, lo haría.

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Día 8. Amazon prime

Cada vez que salgo a tender – cosa que hago muy a menudo últimamente, porque de alguna manera hay que pasar las horas – me entretengo mirando a mis vecinos del patio de luces. Hoy hice varios descubrimientos. El primero, que la vecina que tiene todos los días del año el tendedor a rebosar cada vez fuma más. O, a lo mejor, lo único que intenta estos días es escapar de lo que hay dentro de casa. También he descubierto que hay una chica en el edificio de al lado que está aprendiendo a hacer malabares, y pasa el rato moviendo, sin mucha convicción, una especie de nunchakus. Por último, están los vecinos del bajo. Pero esos necesitan su propio párrafo.

La primera vez que hablé de ellos fue el segundo día de cuarentena, cuando todos éramos jóvenes e inocentes. En ese momento madre e hija corrían alrededor de dos esterillas que no habían visto la luz del sol en años. Seis días después, acompañando a las esterillas hay un juego de bolos, unas raquetas, la casa de la Barbie como si la muñeca tuviera metro y medio de alto, una mesa con dos sillas, un montón de piezas de espuma, de esas que usas para que el crío no se abra la cabeza, y un montón de cajas de Amazon amontonadas en una esquina. Cuando ayer apareció Pdr de nuevo, diciendo que esta situación se alargaba durante dos semanas más, mi primer pensamiento fue para ellos. Pude imaginarlos sentados frente a la mesa de la cocina, apoyando la cabeza entre las manos. Pasado el instante de desesperación inicial estoy segura de que sacaron un papel para racionar concienzudamente los metros de terraza libres.

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Día 7. El profeta

Después de comer llega el mejor momento del día. Armada con un nuevo libro de Annie Ernaux – el último disponible en la biblioteca que me quedaba por leer – me siento en el balcón. Da el sol y todo está en silencio. Annie Ernaux tiene un ritmo propio, un lenguaje que siempre consigue hipnotizarme desde la primera página.

De repente, al empezar la tercera página, el silencio se rompe. Un hombre está hablando por teléfono en plena calle, lo suficientemente alto para hacerme bajar el libro. No sé quién es su interlocutor, pero está dando un discurso sobre el coronavirus con todo el rigor científico. Habla de incidencias, de comorbilidades y de demografía. De definiciones sensibles de caso y los posibles sesgos existentes en los datos de letalidad contemplados. Lo compara con la gripe y habla de la efectividad vacunal. En su tercer paseo, está proponiendo medidas alternativas y valorando su impacto económico.

Estoy impresionada. En medio de la desinformación reinante, es un soplo de aire fresco. No puedo resistir la curiosidad, así que me asomo por la barandilla, para ver quién es ese profeta que habla de ciencia a grito pelado en medio del confinamiento.

Tardo varios segundos en identificar al sujeto en cuestión, porque no se corresponde con la imagen romántica que me he formado. Es un chico joven, vestido con una cazadora vieja y un vaquero raído. Tiene un corte de pelo imposible, rapado y con tupé. Por último, lleva una litrona en la mano, de la que, en ese momento, da un trago, limpiándose la boca con la manga. Le lanzo un último vistazo antes de que desaparezca al final de la calle. Apenas he tenido tiempo de conocerlo, pero voy a echarlo de menos.  

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Día 6. Un aviso en el ascensor

En mi comunidad han decidido prescindir del servicio de recogida de basuras. Nos llama el administrador por teléfono para informarnos y, al poco rato, vemos un cartel colgado en el ascensor. En él indica que, para evitar que una persona tenga que venir al edificio, con el consiguiente riesgo de contraer la enfermedad, los vecinos asumirán la recogida de basuras hasta que esta situación termine. El encargado de sacar y guardar el cubo será el vecino del 5ºA, que se ofrece generosamente a hacer ese trabajo.

Por supuesto, no existe tal generosidad. El día anterior me había cruzado con el vecino en cuestión y me había insistido que limpiase los pomos de las puertas. Y los tiradores de los cajones, las asas de las bolsas y otra serie de objetos que ya he olvidado. No os preocupéis por el ascensor, me había dicho, a modo de despedida. Él mismo frotaba varias veces al día los botones con hidroalcohol. Vamos, que la salud del chico que viene a bajar la basura es lo de menos. Lo que no quiere es tener a alguien paseándose por el edificio diseminando virus.

Estoy preparando la cena cuando escucho el timbre de los vecinos de enfrente. Como buena vecina con nulos entretenimientos, cotilleo por la mirilla. Es un repartidor de comida a domicilio que viene a traer unas pizzas. A los cinco minutos, vuelve a subir: se había olvidado las bebidas.

Sonrío para mis adentros. El vecino del 5ºA tiene trabajo que hacer.

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Día 5. Una larga tarde de domingo

Hoy me toca salir. Hace falta comprar algunas cosas, así que me dirijo a paso tranquilo al segundo supermercado más cercano. Sí, he dicho el segundo. Es toda la desobediencia de la que soy capaz.

Camino por la calle y siento como si estuviese viviendo en una tarde de domingo perpetua. Las tiendas están cerradas, apenas hay coches y las pocas personas que hay por la calle parecen tener prisa por volver a casa. Un domingo algo tristón, gris, sin gritos de niños ni festejos de ningún tipo. Un domingo sin fútbol.

En el supermercado han marcado con esparadrapo en el suelo los sitios para guardar cola. Triplican la distancia de seguridad necesaria. Desde aquí no puedo ver la clave de la tarjeta, pienso, recordando con añoranza esas colas en el banco, cuando todavía se iba al banco a hacer algún trámite. La señora que tengo detrás se dirige a la cajera gritando desde detrás de la mascarilla. ¿Puedo pagar en efectivo? La cajera la mira confundida, o eso me parece, porque entre la distancia y la mascarilla no le veo bien la cara. ¿Eh? Que si puedo pagar en efectivo. Ah, sí, yo cojo monedas. ¿Cómo dices? ¡No te oigo desde aquí!

Al salir me detengo en el semáforo para que pase un coche que viene por la avenida. El conductor, único ocupante, conduce con la mascarilla puesta. A ver si llega ya el lunes.  

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