Día 4. Un rayo de sol uoh oh oh

La aplicación del tiempo en el móvil me dice que hoy va a hacer sol. Por la mañana, al levantarme, hay una niebla cerrada que no me deja ver el edificio de enfrente. Por la tarde, una capa de nubes grises cubre el cielo. Yo, por si acaso, sigo actualizando la aplicación sin descanso, y un sol radiante me saluda cada vez que miro el teléfono. La tecnología no debería burlarse así de los humanos.

A falta de sol, aparece en el cielo un helicóptero. Sobrevuela la ciudad durante casi una hora. Como no hay manifestaciones – obvio – me viene a la cabeza un mensaje de WhatsApp que avisaba, obviando todas las haches y signos de puntuación posibles, de que el Gobierno iba a fumigar “de forma secreta” para acabar con el virus, y que teníamos que cerrar bien las ventanas. A ver si es verdad, pienso, con las manos metidas en los bolsillos, en los únicos diez minutos del día que he pasado la terraza. Spoiler: no ha habido suerte.

#cuarentena #covid-19

Día 3. Mi casa. Teléfono

Paso toda la mañana en casa. El tiempo discurre más rápido que otros días y parece que nos hemos adaptado a la rutina.

A última hora de la tarde, no desaprovecho la oportunidad de salir de casa. Por la calle apenas hay gente. Algunas personas solitarias caminan presurosas, y el autobús pasa vacío y sin detenerse en la parada. Cuando entro en la farmacia, siento como si hubiese entrado en una película. La farmacéutica me atiende desde detrás de un plástico que aísla totalmente la tienda. Lleva guantes y mascarilla, como si en vez de saliva tuviera una ametralladora que pudiera perforar la barrera. Para colmo, la crema que quiero está en mi lado de la tienda, y durante veinte segundos jugamos al un poco más arriba, no, no, a la izquierda, hasta que mi dificultad derecha-izquierda y yo encontramos el producto. Tú has visto E.T., ¿verdad? Le espeto a la farmacéutica, incapaz de contenerme, cuando me cobra pasándome el datáfono a través de una bandeja. Ríe nerviosa, pero no responde, y yo huyo de ese lugar envuelto en plástico en el que, en cualquier momento, aparecerá un extraterrestre en una camilla.

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Día 2. Heroína o villana

A las 7 de la mañana J2 empieza a cantar. A las 9.25 ya hemos agotado el recurso del desayuno, la plastilina y el álbum de fotos familiar. Desesperada, busco vídeos en internet de psicomotricidad, esa palabra que nunca sé exactamente a lo que se refiere, y sólo encuentro coreografías de niños lo suficientemente grandes como para obedecer órdenes. Está claro que eso no me sirve.

Cargada con mi teléfono móvil por casa, dedico tiempo a mi nueva ocupación. Me he convertido en una desmontadora de bulos profesional a golpe de protocolo. Mi chándal de ir por casa, las zapatillas de felpa y la coleta mal hecha no restan credibilidad cuando lo único visible es un mensaje de WhatsApp. Me siento orgullosa, útil. Es lo mínimo que puedo hacer para contribuir a la correcta gestión de la crisis. De repente, en la enésima visita a la nevera, se me ocurre una idea. A lo mejor es verdad que hay un médico milanés que está tratando de alertar a su familia española pese a las amenazas de un malvado gobierno, y que ve truncadas sus esperanzas de evitar la tragedia por mi culpa. En mi mente paso, en menos de un segundo, de heroína a villana. Es lo que tienen los encierros, que nos vuelven a todos bipolares.  

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Día 1. Un coronavirus en el balcón

Tiendo a las diez de la mañana. Asomada al patio de luces veo como mis vecinas del bajo, madre e hija de unos cinco años, salen a la terraza. Riendo, extienden dos esterillas en el suelo y empiezan a correr alrededor de ellas. Cuando acabo de tender están haciendo saltos de tijera cual militares entrenando en medio del fango. El día se les va a hacer muy largo.

Que se lo digan a las erasmus italianas de la casa de enfrente. Las chicas fuman porros en la terraza mientras en el interior de la vivienda suena una y otra vez abre tus ojos, mira hacia arriba, disfruta las cosas buenas que tiene la vida. Han huido de una para caer en otra. Nos miran mientras tomamos el vermut y nos saludamos con la mano.

Salgo a comprar el pan. Estoy nerviosa y camino a paso rápido, como si estuviera haciendo algo horrible. Me entran ganas de ponerme un post-it en la frente que diga que solo voy a comprar. Me moría por salir, y ahora que estoy en la calle, sólo tengo ganas de volver a casa.

A última hora de la tarde los niños de enfrente cuelgan un dibujo en el balcón. ¿Un arcoíris de colores? No, un coronavirus. Esos niños me representan.

Día 0. Aviso de encierro

Estamos encerrados en casa. Nos lo acaba de decir el Presidente, Pdr. Bueno, a nosotros personalmente no, lo ha dicho en la tele. Tampoco es que lo hayamos visto en la televisión, ya que J1 estaba limpiando la cocina y yo terminando de bañar a J2, y a nosotros se nos da mejor enterarnos por redes sociales cuando todo ha ocurrido – vivir con una mínima demora, como cuando en la radio suena el pitido de la hora en punto pero en tu reloj ya son y un minuto.

Es surrealista. Leo todos los días los informes del Ministerio y las cuentas no me salen. Ahora las cuentas que no sé cómo cuadrar son otras: ¿Cuándo vamos a trabajar? ¿Qué vamos a hacer con J2 metidos en casa? ¿Cuál es el supermercado más lejano al que puedo ir sin levantar sospechas? Esta tarde hemos ido al chino a hacer acopio de pegatinas y plastilina. Mañana ya estará cerrado. Me pregunto si El Rincón cerrará. Hoy he dado el que ha resultado ser mi último paseo durante las próximas semanas con una bolsa de conguitos. Espero que los establecimientos que venden conguitos aparezcan en el Decreto como comercios de primera necesidad. Qué menos que eso.

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