— ¿Nos podemos ir ya?
— Camille, no seas bruta. Si apenas he empezado a pintar.
— Esto es aburridísimo. Aquí sólo hay mosquitos. ¡Me están comiendo viva!
— Es un paisaje idílico. Fíjate bien: el agua, el puente, el reflejo de los árboles sobre el río. ¿No te parece maravilloso?
— Es lo mismo de siempre, Claude.
— Eso no es verdad. Ya verás cuando dibuje los nenúfares. ¡Te va a encantar!
— Tú y tus nenúfares. Me tienes harta.
Camille arruga la nariz en un gesto que la hace parecer una niña pequeña. Él decide ignorar el comentario.
— Si tan cansada estás de los nenúfares, dime: ¿Qué añadirías tú al cuadro?
— Unas piernas saliendo del agua, como nadadoras de sincronizada —había respondido Camille sin dudarlo. —O una mujer desnuda. Ahí mismo, en el césped, mientras hace un picnic.
— Ajá…
Ambos habían permanecido callados durante los siguientes minutos, sin mucho más que decir. Finalmente, Camille había hablado con voz hosca:
— Estás pintando nenúfares, ¿verdad?
— Exactamente.
— Lo sabía.