Nunca he tenido miedo a la lluvia, pero aquella tormenta era otra cosa. Había empezado a llover cuando estaba a dos calles de mi casa. Apreté el paso al escuchar el primer trueno y había hecho los últimos cien metros corriendo, como si disputase una medalla olímpica. Pese a todo, cuando entré en el ascensor estaba completamente calada, hasta el punto de que empecé a quitarme la ropa con dificultad en el descansillo y me lancé, nada más abrir la puerta, en dirección al baño.
Salí del cuarto de baño diez minutos más tarde, todavía en albornoz. Me había dado una ducha con agua caliente, me había secado el pelo y ya me sentía mejor. Fuera, el agua seguía golpeando con violencia los cristales y el viento se escuchaba como si se colase a través de mil rendijas invisibles. Había encendido la televisión pero no funcionaba, el viento debía haberse cargado la antena de nuevo. En su lugar, opté por consultar internet. La gente había empezado a colgar vídeos caseros en los que se podía observar la furia de la tormenta.
Estábamos en medio de un temporal, y los primeros avisos de protección civil recomendando permanecer a cubierto no se hicieron esperar. Con esas rachas de viento, salir era una locura. Me encogí en el sofá. Me alegraba de haber previsto la tormenta con la suficiente antelación como para llegar a casa. Si la reunión hubiese durado diez minutos más me habría quedado encerrada en el trabajo y quién sabe cuándo podría haberme marchado. Prefería estar sentada en mi sofá mientras el fin del mundo ocurría ahí fuera.
Un tremendo trueno coincidió con el sonido de mi interfono, haciéndome dar un bote en el sofá. Asustada, me había levantado para abrir. Al descolgar vi por la pantalla un chico con una gorra de repartidor de pizza:
– ¿Ángel?
– Se ha equivocado. Es en la letra A.
– Gracias, – había respondido, llamando inmediatamente al número del vecino sin darme tiempo a apartar la oreja del auricular.
Que el fin del mundo nos pille con comida a domicilio.