Semana del 15 al 21 de enero

Las chicas están enfermas. Eso significa pasearse por la casa armada de una jeringuilla con paracetamol que se va poniendo más y más pegajosa, repartiéndola a diestro y siniestro. Encontrar en la mesilla las piezas de ese rompecabezas de plástico transparente que es el ventolín — un tubo, una mascarilla, un soporte que contiene el fármaco —. Dejar un día tras otro las mantas desperdigadas en el sofá, la casa sucia, que haya barra libre de televisión. 

La pérdida del sentido del tiempo y del orden. La vida.

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Escribo en un email de trabajo la palabra “presuntuoso”. Mañana me asignan un sillón en la RAE.

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Veo un vídeo en redes sociales. En él aparece un grupo de periodistas de la ciudad de Nueva York grabando cómo un camión eleva un contenedor de basura y vacía el contenido en su interior. El tuit explica que se ha estrenado un método innovador para la recogida de residuos en la ciudad.

Es fascinante mirar el pasado como si se estuviera contemplando el futuro.

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Asisto a una reunión en la que el organizador realiza una larga disertación sobre todos los tópicos de la libertad de antes y la generación de cristal actual, mientras yo hago como que tomo notas en mi cuaderno y tarareo para mis adentros killing me softly a lo Pitingo.  

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Los miércoles hay meriendas a 1 euro en el colegio. Las organizan las familias de sexto para costear el viaje de fin de curso. La gente se amontona frente a las mesas antes de que los niños salgan, mucho antes incluso de que la comida esté dispuesta, como si no hubieran comido en años. 

J2 ve la mesa de meriendas nada más salir. Insistente, pide un perrito y A se une a la petición de su hermana. Respiro hondo, me armo de valor y me acerco al gentío, con una niña en brazos y la otra cogida fuertemente de la mano.

Me pongo a un lado, tras un grupo de gente que parece formar cola. Error. Allí no hay fila que valga, y los niños más mayores me adelantan por todos los lados, alentados por sus padres. Con dificultad llego hasta las mesas, pero allí nadie me hace caso. La gente pide meriendas a gritos y los padres sirven galletas, perritos y chocolate a la taza como pollos sin cabeza. 

Una madre conocida grita a mis espaldas. Identifico su voz, me giro y nos saludamos con una sonrisa. En ese momento estira la mano y coge el perrito caliente que me estaban preparando, antes de que me de tiempo a reaccionar. Me he colado, exclama, risueña. Pues sí, le respondo, sin rastro de su alegría. Me mira con los ojos muy abiertos, expectante. Espera que diga algo más, que me ría o que añada algún comentario que quite hierro al asunto. No lo hago. Se aleja entonces con su botín, rápidamente y sin despedirse, y yo me quedo ahí varada, viendo cómo se agotan los perritos.

A veces lo único que quiero es la katana de Kill Bill. 

En la imagen mi alter ego cuando me roban la merienda del cole (screenshot de Kill Bill).

Semana del 8 al 14 de enero

Caminamos por Barcelona , una ciudad que antes era la nuestra. La encontramos más sucia, más inhóspita, menos auténtica. Discutimos sobre lo que ha ocurrido durante los años que hemos estado fuera. ¿Será la gentrificación, los nómadas digitales? ¿Será que nos hemos acostumbrado a la vida en una de esas mal llamadas ciudades de provincias y ahora vemos lo que antes no nos resultaba evidente? Terminamos bromeando con que, tal vez, todo sean cosas de la edad. 

 Esa es, probablemente, la única verdad de todo el paseo. Que ahora somos más viejos.

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El gato de Botero en la Rambla del Raval se convierte en una atracción improvisada. Las chicas corren a su alrededor y por debajo, se suben sobre su cola y se persiguen la una a la otra, entre gritos. A los pocos minutos aparece un free tour y el grupo se detiene junto a la cabeza del gato. Distraída,  escucho a la guía hablar sobre la configuración del Raval y su historia. A y J2 no se dejan intimidar y continúan corriendo, sus risas como música de fondo al discurso turístico. En un momento dado la guía se queda en silencio y se gira para señalar el gato que queda a sus espaldas. En ese mismo instante se escucha con total claridad el grito de A: ¡Tiene huevos!

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A veces una se siente muy acompañada y otras muy sola y la gente que nos rodea tiene poco que ver con eso.

Es la regla.

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Mi hermana va a dar su primera clase. ¿Algún truco? Me pregunta por WhatsApp. Rebajar expectativas y no tomarse nada como algo personal.

Síganme para más consejos sobre docencia.

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¡Mamá! ¡J2 no me pregunta!

Será no me responde.

Eso.

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Es temprano por la mañana y me siento en el borde de la cama. Contemplo el vacío. Sentada en pijama, el pelo cayendo sobre la cara, parezco un cuadro de Hopper. Pienso en lo que decían Groucho y Woody Allen acerca del dinero y de la felicidad. Eso de que el dinero no da la felicidad pero es preferible llorar en un Ferrari. O que la felicidad está en las cosas pequeñas, como un pequeño yate o una pequeña mansión. O mi favorita, esa de que el dinero no da la felicidad pero produce un estado tan parecido que es prácticamente indistinguible. 

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Estoy trabajando cuando un profesor del departamento se asoma a mi despacho. Sin mediar palabra me deja un folleto de las elecciones sindicales encima de la mesa. Después parece que se lo piensa mejor y añade una docena más de ellos. Para tus compañeros, me dice. No tengo tantos. Tú ya me entiendes, responde, y me guiña el ojo, yéndose por donde ha venido. 

Termino el párrafo que estaba escribiendo. Miro el montón de folletos y, encogiéndome de hombros, los tiro a la papelera. 

Todos sabíamos cómo iba a terminar esta historia.

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En la foto una bonita imagen de Barcelona a vista de pájaro que no permite apreciar los problemas mundanos (Photo by Frederic Bartl on Pexels.com)

Semanas del 25 de diciembre al 7 de enero

El regalo de Amazon no llegaba a tiempo.

Había cola en la sección de juguetes de El Corte Inglés.

No encontraba la muñeca en la tienda.

Yo este año les he dado dinero para que sus padres le compren lo que quiera.

Mantener el secreto de la Navidad intacto es como caminar por un campo de minas. 

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En el mostrador de facturación nos dicen que el carro de A tendrá que ir en bodega. Pero es una pieza de equipaje de mano, respondemos, y comenzamos a enumerar la normativa al respecto. En ese caso, pregunten al personal de embarque.

Al llegar a la puerta de embarque la persona que hay allí nos dice que tenemos que facturar el carro. Repetimos la explicación. Preguntad al personal de pista, responde, encogiéndose de hombros.

Cuando el personal de pista se acerca a nosotros a los pies del avión repetimos la historia por tercera vez. Cada vez más perfeccionada, en versión 3.0. De acuerdo, nos dice un hombre con unos cascos, un chaleco y una carpeta entre las manos. Podéis preguntar al personal de cabina, a ver qué os dicen. 

La azafata nos mira aburrida mientras le explicamos toda la historia del carro. Yo no he visto nada, responde, cortando el final de la frase. 

Y éste es un ejemplo perfecto de cómo las cosas se solucionan, muchas veces, por puro aburrimiento.

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Hola, ya hemos llegado. Todo está fenomenal pero no hay casi vasos ni platos y somos cuatro personas. Tres días después, cuando regresamos por la noche al apartamento en la que será nuestra última cena en la ciudad, un único plato verde nos espera sobre la mesa. Problema resuelto.

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Oporto se cae en pedazos pero qué hermosas son esas baldosas medio rotas, las fachadas apuntaladas, los edificios abandonados con letreros de otra época.

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Compro dulces como si fuera una maestra pastelera. Pão de Ló. Croissants. Pastéis de nata. Rebanadas. Bolachas de batata. Bolo do rei. Probaría toda esa pastelería amarilla y reluciente. Me comería Portugal entera.

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Observo todo con atención, pero mi cerebro también está de vacaciones y no soy capaz de escribir más que sobre obviedades: la espera en la Torre dos Clérigos junto a un grupo de amigos franceses cuyos niños son peligrosamente iguales entre ellos. La talla de madera de Cristo ensangrentado que da miedo a J2 en la Iglesia do Carmo hasta el punto de salir huyendo. Mi odio profundo a los turistas japoneses.

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La ciudad es un cielo gris. Los charcos se forman entre los huecos de los adoquines. Las luces de navidad se reflejan en el agua y crean destellos rojos y verdes. La niebla asciende desde el río y se confunde con el humo de un puesto de castañas.

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Una mujer se ha hecho fuerte en una de las vallas de la cabalgata de reyes. A su lado, un niño que no llega al metro de altura mira hacia todos los lados, despistado. J2 y L se colocan a su lado, se agarran a la valla metálica. ¡Te dije que no te movieras ni un centímetro! Grita nerviosa la mujer a su hijo. ¡Ahora no cabrá Arantxa! Los minutos pasan, la gente se va arremolinando para ver la cabalgata. ¡Arantxa no va a tener espacio! Exclama, sin mirar a nadie en concreto, como si la multitud fuera a recoger su queja. Finalmente empieza la cabalgata, pasan los figurantes, los Reyes Magos, la muchedumbre se disuelve. Ni rastro de Arantxa. Me temo que no existe.

En la foto, Oporto, el Douro y las casas más enteras de toda la ciudad.

Semana del 18 al 24 de diciembre

¿Sabéis esas películas de asesinos en serie en las que un corcho preside la pared del despacho del jefe de policía? El corcho está lleno de fotografías de sospechosos, recortes de periódico y objetos diversos, y en él existen múltiples líneas que enlazan los distintos puntos en todas las direcciones.

Una tontería al lado de la lista de los regalos de navidad de mis hijas y de a qué familiar le corresponde cada uno.

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El último reto del cole es que J2 se haga una foto en el Alma del Ebro. Me encanta esa escultura pero está muy lejos de casa, hace frío y estamos fuera el fin de semana, con lo que las oportunidades para ir son muy pocas. Así que opto por enviar una foto de la primavera pasada, de un día que hacía frío, esperando que no se noten las diferencias. 

Le he dicho a L que en esa foto tenía 2 años, me dice J2 tranquilamente en la merienda, mientras unta galletas en la leche. Ahora tiene 5. No intentéis que un niño mienta por vosotros. 

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“Disculpa que te envíe un correo electrónico a estas horas”.

Firmado: alumno que cree que vivo actualizando el correo electrónico 24 horas al día, ansiosa por responder a tiempo real.

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Saco la libreta. Cerca de mí, A ronca. Abro la libreta. A se mueve, estira los brazos. Para cuando he quitado el tapón al bolígrafo ella ya ha abierto los ojos de par en par. Y así siempre. 

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La profesora de J2 pide familias voluntarias para participar en un taller navideño. J1 y yo nos ofrecemos para ir. Solo puede ir uno, responde. Perdona, es que en tu mensaje hablabas de familias. Pero es que si venís los dos no caben más padres. Ya, pero nos hemos ofrecido porque has escrito que podían participar las familias. Sí, así es. Venid solo uno.

¿Sigo insistiendo en que debería haber especificado que lo que quería era un único miembro del núcleo familiar? Me pregunta J1, que empieza a divertirse con esa conversación absurda. Déjalo ya, respondo, sintiéndome magnánima. Sacar a la profesora de ese bucle es mi buena obra del día.

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Hablando de conversaciones absurdas. Una vez fui a ver a Faemino y Cansado. Los espectadores de la fila de detrás lloraban de la risa. La pareja de delante se miraba en los momentos de más hilaridad y negaban con la cabeza, arrugando la nariz. Las dos Españas, si me preguntan.

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Vamos a una juguetería. Cada vez que elegimos un regalo, J1 lo asigna en voz alta. Éste lo traerán los Reyes. Éste, lo cagará el tió. Veo como una niña de unos 6-7 años se acerca por el pasillo y mi cabeza comienza a funcionar a toda velocidad. Cuando J1 selecciona un nuevo regalo de las estanterías noto cómo todos mis músculos se tensan y el corazón bombea a toda velocidad. Y éste… Éste, interrumpo, tratando de sonar neutral, será para el cumpleaños de A. J1 me mira extrañado y la niña sigue su camino tranquilamente, sin que haya notado nada.

Y así se salva el espíritu de la Navidad.

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En la foto una bonita estampa del banco de imágenes para desear a todos feliz Navidad (Photo by Pixabay on Pexels.com)

Semana del 11 al 17 de diciembre

Tengo una herida en el antebrazo que no termina de curar. Me pica todo el tiempo y no consigo olvidarme de ella. La herida va cicatrizando por un extremo, pero por el otro se extiende, brazo arriba, como un animal que no deja de deslizarse. Pienso que llegará el momento en que alcanzará la axila, y de ahí saltará hasta el tronco. Desde el tronco ascenderá por el cuello y al final llegará al cráneo, momento en el que ya no podré hacer nada y moriré. Debería coger cita con la médico de familia, me digo a mí misma.  Me encojo de hombros, dejo de rascarme y continúo mirando regalos en Amazon.

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Durante más de 10 minutos la empleada de la papelería me enseña libretas de tapa blanda pequeñas, libretas de tapa dura con la cubierta estampada, libretas lisas de papel cuadriculado. Yo le he pedido una libreta pequeña, de tapa dura y lisa, y preferiblemente de papel sin pautar. Pensaba que era una libreta estándar, le digo, cuando veo que está empezando a sudar. Bueno, piensa que hay muchas opciones, responde. Libretas de tapa dura, tapa blanda, pequeñas y grandes, lisas o estampadas, papel blanco, cuadriculado, rayado… La combinatoria es casi infinita. Al final me quedo con una libreta que no es exactamente lo que quería pero que se acerca bastante. ¿O vosotras podéis iros con las manos vacías después de que la vendedora os haya enseñado media tienda?

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Mamá! ¡Ha dicho joder! Ya, mi amor, pero no te tiene que oír todo el restaurante. ¡Pero ha dicho joder! Te he escuchado. De verdad, no hace falta que lo repitas. ¿El qué? Esa palabra. ¿Joder? 

La edad media de emancipación en España son los 30,3 años. Ya falta menos.

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Voy a una tienda muy pija. Está llena hasta los topes y me toca esperar casi en la puerta. Una chica entra poco después. Se queda mirando el panorama, confundida. Se gira hacia mí. ¿Hay algún tipo de turno establecido? Me pregunta, muy educadamente. No, respondo. Hay que pedir vez. Como en la verdulería, añado, por si no le había quedado claro. Me mira, espantada, y se aleja discretamente. Nunca la palabra verdulería había sonado tan sucia.

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La pantalla del teléfono se ilumina. “Mándame una foto de las chicas”. Tu mensaje me pilla entre grito y grito, con un jersey a medio poner, la leche vertida sobre la mesa, un pañal abierto sobre la cama y la camiseta recién puesta llena de mocos. “Ahora mismo, cariño”. 

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Ir con niños al museo es sinónimo de que el guardia de seguridad se convierta en tu guardaespaldas. Sientes su presencia constante, su aliento en la nuca, moviéndose detrás de ti por cada una de las salas. Veo por el rabillo del ojo cómo una pareja de abuelos acercan la nariz a un cuadro, y a un grupo de adultos señalar la luz de Madrazo con el dedo peligrosamente cerca del lienzo. Mientras tanto yo sostengo dos manitas con fuerza mientras finjo que me estoy enterando de algo.

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A ver si nos vemos pronto, escribo en un mensaje. Y ese a ver si nos vemos sin límite temporal se pierde en el montón de las cosas que no van a ocurrir nunca. 

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En la foto un brazo sano, hermoso y terso. Porque no hay fotos que reflejen la fealdad en los bancos de imágenes (Photo by Juan Pablo Serrano Arenas on Pexels.com)

Semana del 27 de noviembre al 3 de diciembre

La librería cambió de ubicación.

En el local donde estaba pusieron una tienda de material policial y militar. Mal.

En el local donde estaba la tienda de material policial y militar pusieron una floristería. Requetebién.

En el local donde estaba la floristería apareció una inmobiliaria. Regular.

Mal, requetebién, regular. 

Así se mantiene el equilibrio en la ciudad.

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Las chicas me piden que les monte una casa con los cartones de las estanterías. Cada vez que lo intento la casa se cae sobre ellas, como un castillo de naipes. ¡Terremoto! Grito en todas las ocasiones, tratando de disimular mi error, y ellas ríen pensando que lo hago a propósito. Y esto es la maternidad: meter la pata mientras una finge que lo tiene todo controlado.

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¿Mi definición del éxito? Preguntar algo en un chat de 20 personas y que nadie haya respondido 2 días después.

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El reto de J2 de esta semana consiste en hacerse una foto con el “gran reloj de sol”. Discutimos con J1 sobre cuál es el reloj de sol más grande de la ciudad. Él me enseña una foto de Google Maps mientras yo esgrimo una entrada de la Wikipedia. Al final, tras un largo tira y afloja, hago prevalecer mi opinión de autóctona. En el reloj de sol nos recibe una placa conmemorativa del libro Guinness de los Récords. Estoy tan orgullosa que hago posar a J2 señalando la placa. Cuando envío la foto a la tutora descubro que, del gran reloj de sol, ni rastro. 

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Mi hija de 5 años está sentada en el sofá hojeando un cómic de la Patrulla X editado en 1980. Le doy las buenas noches y me voy a la cama. Tengo demasiado sueño como para que nada me extrañe.

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Encuentro un vuelo asequible por Navidad. Busco cosas que ver en la zona. Trazo un posible itinerario. Localizo un alojamiento que reúne las condiciones deseadas. Cuando todo está organizado regreso a la página de vuelos y descubro que los precios se han duplicado en apenas unas horas. Otra bonita mañana de trabajo perdida.

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Hola, me encanta cómo explicas todo. Solo una pregunta. ¿Va a acabar pronto la clase? Y así todos los días.

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Quedamos a comer con D. Está cansado del trabajo pero aguanta porque cree que podrá prejubilarse en pocos años. Tengo que comprarme la finca y empezar a plantar árboles, nos explica. Si no empiezo ya llegará la jubilación y no tendré sombra para echarme la siesta. Si eso no es entender la esencia de la vida, que baje dios y lo vea.

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Me contacta por WhatsApp una amiga con la que hacía años que no hablaba. Qué alegría más grande. En los años en que no hemos hablado se ha cambiado de nombre y ya no es ella, sino elle. Tomo buena nota para no equivocarme. Una solo quiere que sus amigues sean felices.

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Me siento en una terraza al sol. Pido un vermut. La temperatura es perfecta. Cierro los ojos, respiro hondo. El vermut llega en seguida. Lo cojo, doy un sorbo. Entonces, escucho una voz: mamá, caca.

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En la foto una floristería ignorante de que, en el futuro, otro ocupará su lugar (Photo by TheGlory on Pexels.com)

Semana del 20 al 26 de noviembre

J2 está haciendo un proyecto en el cole para conocer su ciudad. El reto de esta semana es fotografiarse con una escultura que está en medio de una rotonda. Mientras cruzamos corriendo los cuatro carriles me pregunto si en París, Roma o Estambul los niños también visitan las rotondas en sus proyectos escolares. Prefiero no conocer la respuesta.

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Decidimos montar un mueble de Ikea en familia. Fin de la historia.

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Es que este formulario no es para eso. Pero lo pone en el título. Bueno, pero es por poner algo. Silencio. Que no es para eso. Pero lo pone. Me mira. Le sostengo la mirada. Es como mirar a los ojos a un pez muerto.

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Mamá, no puedo comer acelgas. Me duele muchísimo la garganta.

Misma niña 10 minutos después: hace el pino puente desnuda en el salón mientras canta a voz en grito Dragostea din tei. 

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¿Cómo? ¿Que esta sensación de malestar, de vacío existencial, de insatisfacción con mi propia vida, era solo que me iba a bajar la regla? Nunca lo hubiera imaginado. — Yo cada cuatro semanas desde hace casi treinta años.

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Cogeré la bici para llegar pronto.

Descuelgo la bici del soporte. Busco una luz. Localizo un candado. Encuentro la llave que corresponde con el candado. Guardo todo en la mochila. Cojo el casco. Cierro el trastero. Salgo a la calle. Ajusto el freno trasero que se ha soltado al descolgar la bici. Me coloco el casco.

Llego tarde. 

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Voy a ver una carrera. Me apuesto en la línea de meta a aplaudir a todos los que terminan. Muchos de ellos cuando ven la meta hacen el sprint de su vida, como si compitiesen con el mismo Usain Bolt en la final de los 100 metros lisos. Pienso en lo ridículos que se ven desde fuera hasta que caigo en la cuenta de que yo hago lo mismo.

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Llevo a mis hijas a ver la carrera. Es importante transmitirles hábitos saludables desde pequeñas. Las entretengo a base de chucherías.

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Duplicamos el espacio de estanterías. Las montamos, limpiamos y, después de todo un fin de semana, descubrimos que los libros siguen sin caber.

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Me conecto a una reunión online. Soy la única persona conectada por ordenador. Me van girando para que vea a las distintas personas que hablan, me pasan de mano en mano. Cuando hablo todas se acercan a escucharme, las cabezas muy juntas pegadas a la pantalla. Me siento como una de esas vírgenes a las que pasean bajo palio, ligeramente zarandeadas. Qué vida ésta. 

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Claro, no hay problema. — Notas cómo aparece una nueva arruga en cuanto pronuncias estas palabras. 

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Saco unos billetes de autobús a través de la web. Descubro que si me hago usuaria no pago gastos de gestión. Relleno todo el formulario, le doy a enviar. Este usuario ya está registrado. Maldita sea. Empiezo a probar las contraseñas habituales, pero ninguna es correcta. Procedo a resetear la contraseña, recibo un enlace a mi correo electrónico. Cambio la contraseña, pulso sobre el botón de aceptar. Aparece un nuevo mensaje en la pantalla: la contraseña debe de ser distinta. Cuánto sufrimiento para ahorrarme un triste euro.

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Debería estar durmiendo. Y así, todas las noches de mi vida.

En la foto J2 contempla, subyugada, la belleza de la rotonda.

Semana del 13 al 19 de noviembre

Ahora que todos los enchufes están, por fin, en su sitio, ponemos las estanterías de venta en Wallapop. Al poco rato llega un aviso. ¿Las vendéis con libros? Y con el piso, me dan ganas de responder, pero no me atrevo por si no entienden el sarcasmo. 

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Me llega un WhatsApp de una amiga. Me explica que, después de un largo tiempo de espera, su plaza aparece publicada en el BOE. Adjunta un selfie en el que sale mordiendo un papel, entiendo que la resolución del Boletín Oficial. Qué daño ha hecho Rafa Nadal, escribo, pero en el último momento borro el mensaje. En su lugar pongo un icono sonriente, otro de fiesta y, por si fuera poco, añado un ¡¡Te lo mereces!! Se han iniciado guerras por menos. 

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Los secadores de pelo están ubicados en el pasillo de la piscina cubierta. Es una disposición extraña, porque mientras te cepillas los enredones la gente pasa a tu lado, camino de los vestuarios o de la calle. Me entretengo en mirarlos mientras me peino, sin fijarme en nada ni nadie en concreto, hasta que dos personas llaman mi atención. Son dos señoras, una de ellas grande, negra, con el traje de limpieza. La otra es una señora algo más madura, más pequeña también, cargada con una mochila como si fuera a nadar. Las dos se miran al final del pasillo, se sonríen sin hablar y, después de poco más de un segundo de esa mirada y esa sonrisa, entran en el vestuario una detrás de la otra. En ese momento tengo la certeza de que van a iniciar un tórrido romance en las duchas del centro deportivo municipal. Cojo el secador y empiezo a secarme el pelo. 

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Me despierto por los picotazos de un mosquito. Pero si es noviembre, pienso, adormilada. Abro los ojos de golpe. ¡Pero si ya es noviembre! Tardo un buen rato en dormirme de nuevo.

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Vamos a la playa a pasar la mañana. Llevamos chubasquero y botas de agua. Cargamos dos cometas en el carro de A. Hemos cogido agua, un cubo, dos palas. Montamos las cometas al llegar, extendemos los juguetes de playa. Antes de darnos cuenta J1 y yo sostenemos sendas cometas voladoras mientras A y J2 escarban en la tierra con las dos manos cual perros, lanzándose arena la una a la otra. Así debe ser. 

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Mientras asisto a una reunión interminable pienso en la guerra de Troya. En Helena, Paris y el otro que no era Agamenón ni Aquiles. Pienso en cómo las excusas de unos y otros conducen a Helena, y todo es culpa suya, pero nadie le da voz ni voto. Y mira, como en 2023.

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El animador nos recibe en las puertas de la sala. ¿Qué colores queréis? ¿Necesitáis plastilina? ¡Hala, qué chulo! Pone esa voz impostada que a menudo ponen los adultos cuando hablan con niños, ligeramente aflautada, como si fueran tontos o un poco sordos. Le veo moverse entre las mesas sin borrar la sonrisa de la cara, repitiendo las mismas consignas. ¡Pero qué bonito te ha quedado! ¿Os dejo unas tijeras? Yo le digo a todo que sí para quitármelo de encima, no porque quiera tener más objetos sobre la mesa. Una compañera llega a la puerta de la sala y el chico se dirige hacia ella. Estoy hasta los cojones, le escucho decir. Fuera, el cielo está cubierto de nubes.

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En la foto la playa, un día de otoño, el cielo uniéndose con el mar y dos niñas rebozándose en la arena (Photo by David Vives on Pexels.com)

Un globo, dos globos…

Es domingo por la mañana e intento desayunar en la cocina. Digo que lo intento porque al mismo tiempo recojo los restos de un biberón que ha estampado A contra el suelo y obligo a J2 a bajarse de la silla por enésima vez antes de que se rompa la cabeza.

En medio de esta idílica estampa dominical llaman al timbre. No espero ningún paquete de Amazon, ni de Aliexpress, ni he pedido una pizza para desayunar para reponerme de una resaca inexistente. Como si estuviera sola en casa, y no con dos niñas que gritan sin parar, me acerco a la puerta de entrada cual ninja. Abro al reconocer por la mirilla a la vecina de abajo, sin saber lo que me espera:

— Buenos días. Tengo una cosa para J2. – Agita en su mano media docena de globos unidos entre sí. J2, como si hubiese olido el plástico, aparece a mi lado, exhibiendo su mejor sonrisa. — ¿Los quieres? Toma, son para ti. — Los globos cambian de mano a una velocidad asombrosa. Me repongo como puedo, y abro la boca para soltar la consigna de “dale las gracias a…” cuando se produce la estocada. — Si te gustan, tengo más.

— No hace falta, gracias, — respondo casi atragantándome, sin preocuparme por sonar grosera. Pero mi vecina no me mira a mí, sino a J2.

— Ayer fue el paso de ecuador de mi hija y le preparamos un photocall precioso, lleno de globos. Salieron unas fotos espectaculares. Ya no los necesitamos y hemos pensado que a las niñas les gustarían. ¿Verdad que quieres más globos? ¿Me acompañas a casa y los cogemos?

J2 le da la mano a la vecina antes de que yo pueda responder, y emprende el camino escaleras abajo. No puedo dejar sola a A, así que abro la puerta de pan en par, confiando en que no la secuestren los vecinos. Mientras que saco a A de la lavadora, donde había metido medio cuerpo, pienso que tengo que tengo que tener una charla con J2. En concreto, esa en la que se explica a los niños que no se vayan con desconocidos.

La voz de J2 y la vecina en la escalera me tranquiliza, pero por poco tiempo. La tira de globos ya está entrando en casa y todavía no ha terminado de salir del piso de abajo. Después de cinco minutos de forcejeo, una montaña de globos inunda mi salón, cual camarote de los Hermanos Max. La vecina se despide entonces, satisfecha por la misión cumplida, mientras yo pienso cómo le voy a explicar eso a J1. 

No pasa nada, me consuelo. Los globos se irán pinchando, pienso, mientras J2 salta sobre uno con todas sus fuerzas. El globo estalla y, al hacerlo, suelta una lluvia de brillantina que cae sobre las tres y cubre el suelo como una alfombra plateada y brillante. Es peor de lo que pensaba.

En la foto, el salón de mi casa una mañana de domingo.

Al salir de clase

El patio del colegio permanece abierto cuando acaban las clases. Al principio me pareció buena idea. Era una forma de que J2 corriese un rato, en ese empeño que tenemos los padres de que los niños corran, como si así se quedasen sin gasolina y se convirtiesen en seres tranquilos que suplican acostarse pronto. Spoiler: eso no ocurre nunca. 

J2 sube al tobogán tras arrancarse el chaquetón, porque hace 6 grados centígrados y no puede soportar tanto calor. Yo me quedo a un lado, siguiéndola con la mirada. Es una buena técnica para no perder de vista a la criatura, pero también para evitar conversaciones indeseadas. No suele funcionar. Más pronto que tarde alguien se detiene a mi lado e iniciamos una conversación sobre cosas sin importancia: el tiempo, los niños, el COVID. Nada que pueda derivar en conflicto, porque estamos abocados a entendernos durante años en ese espacio limitado que se extiende desde la casita de los enanos hasta el tobogán azul.

Hoy no es una excepción. Un padre y su hijo se detienen a mi lado. No sé muy bien qué decirles, así que me dirijo al niño con unas frases originales tipo, ya veo que te gusta la Patrulla Canina — lo intuyo porque lleva la camiseta, la mochila y los calcetines de la serie  — y cuál es tu perro favorito. Estoy saliendo airosa del intercambio cuando J2 se coloca a mi lado, mira al niño de arriba a abajo y, sin mediar comentario previo, le suelta a bocajarro:

— Qué desagradable te pones por las tardes.  

Así, sin más. Como si fueran un matrimonio de 70 años continuando una discusión que dejaron aparcada para echarse la siesta. Antes de darme tiempo a reaccionar J2 ya se ha marchado de nuevo, dejándome sola frente a su desplante. 

Me giro hacia el padre y el niño. Los dos me miran serios, cada uno acorde a su edad. Me alegro de llevar puesta la mascarilla. 

— Vaya con los niños, — les digo, en un alarde de inteligencia emocional. — ¡Cómo son!

El padre parece querer decir algo, pero opta por quedarse callado. En su lugar, sus ojos responden a mi pregunta. Cabrones, dice con la mirada. Los niños son unos cabrones. 

En la foto, una imagen del patio de colegio medio español. 
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