La esquina del hospital es un lugar transitado. Un espacio por el que discurren, cada mañana, las personas que se dirigen al edificio de hospitalización o a consultas externas, el personal que trabaja en el hospital y que empieza o termina su turno, y parte de los alumnos que acceden a la ciudad universitaria. Los autobuses tienen su parada en esa acera y acostumbran a detenerse uno tras otro, abriendo sus puertas casi al unísono. Los coches intentan aparcar en doble fila, estorbando a las ambulancias que, aparatosas, tratan de descargar a sus ocupantes.
Cada mañana se disputan esa esquina los voluntarios de ONGs y Los Testigos de Jehová. Los voluntarios esperan ansiosos con su chaleco a que alguien se acerque lo suficiente para poder abordarle con una sonrisa: «¿Tienes un minuto para acabar con el hambre en el mundo?» y te sientes mezquino cuando dices que no con la cabeza, esbozando un gesto de disculpa, pero sin aflojar el paso. Los Testigos de Jehová, por el contrario, no dicen nada. Cuando era pequeña llamaban al timbre, preguntaban si podían pasar y, pese a las negativas, dejaban algún folleto con dibujos de aspecto naive. Ahora se han quedado mudos, pero a cambio se han agenciado unos expositores de propaganda homologados, al lado de los cuales posan muy tiesos, sin intercambiar palabra entre ellos.
O están unos, o están otros. O me recuerdan que soy tan egoísta que no quiero donar mi médula o me clavan sus ojos cual comerciante de sartenes tratando que me acerque a preguntar cuánto vale eso que venden. Nunca coexisten. Me gusta pensar que existe una lucha entre ellos por ocupar esa esquina. Una lucha física en la que unos esgrimen sus carpetas de Unicef y otros su expositor y sus folletos gratuitos. Una lucha que ocurre cuando la ciudad está vacía y de la que ha desaparecido todo rastro cuando la esquina comienza a llenarse.
En la foto, cuatro captadores preparándose para contener el ataque de los Testigos.