Montados en la moto que acabábamos de alquilar recorrimos la estrecha carretera contemplando templos, pueblos y niños volando cometas – sí, así de idílico era el paisaje – hasta que los arrozales de Tegalalang aparecieron frente a nosotros. Impresionados, aparcamos la moto, nos quitamos los cascos y emprendimos el descenso hacia las terrazas.
Los turistas como nosotros se agolpaban en las escaleras, los caminos y las pasarelas. El ambiente era agobiante, así que pronto escuché esa voz que te susurra al oído que tú eres un viajero diferente, superior a todos esos que sólo buscan la mejor instantánea para Instagram. Así que cambiamos el rumbo y nos dedicamos a recorrer los caminos menos transitados, aquellos que nos iban alejando, poco a poco, del gentío, y nos introducían, cada vez más, en un paisaje de colinas y surcos de agua casi hipnóticos.
Anduvimos durante una hora disfrutando de nuestra recién ganada tranquilidad. Pasado ese tiempo, decidimos parar. El paisaje era espectacular pero monótono, el sol pegaba con fuerza y estábamos empapados en sudor. Nos habíamos detenido frente a una de esas pequeñas casas de piedra que los balineses colocan sobre el agua, mezcla de hito y de ofrenda. Ya hemos visto suficiente, coincidimos, y decidimos emprender el regreso.
Tras quince minutos caminando, nos topamos, de nuevo, con el mismo hito. Los caminos nos llevaban hasta el punto de partida, y no éramos capaces de encontrar la salida. Durante unos minutos cundió el pánico: no había nadie a quien preguntar y no éramos capaces de orientarnos entre terrazas y colinas idénticas. Empezamos a andar de nuevo, esta vez en silencio, concentrados, tratando de hacer memoria en cada curva. Mientras, yo imaginaba cómo sería perderse en los arrozales. Cómo me sentiría al ver a los turistas hacerse fotos unas terrazas más allá, mientras la noche se ponía y yo era incapaz de llegar hasta ellos.
Por fin, tras recorrer varios senderos que no llevaban a ninguna parte, logramos encontrar la salida. Abandonamos Tegalalang con la cabeza gacha, agotados y sin mirar atrás. Tú estabas tan empapado que te compraste una camiseta en uno de los puestos para turistas. Quiero la camiseta más fea que tengas, pediste a la vendedora, y ella rió mucho ante la ocurrencia. Yo también reí, y pensé que era una metáfora perfecta de lo que nos había ocurrido: dar vueltas sin sentido durante horas para, al final, quedarnos con la peor opción.
Compraste una camiseta con un enorme logo de Bintang. Ciertamente, no había otra más fea.