J2 está haciendo un proyecto en el cole para conocer su ciudad. El reto de esta semana es fotografiarse con una escultura que está en medio de una rotonda. Mientras cruzamos corriendo los cuatro carriles me pregunto si en París, Roma o Estambul los niños también visitan las rotondas en sus proyectos escolares. Prefiero no conocer la respuesta.
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Decidimos montar un mueble de Ikea en familia. Fin de la historia.
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Es que este formulario no es para eso. Pero lo pone en el título. Bueno, pero es por poner algo. Silencio. Que no es para eso. Pero lo pone. Me mira. Le sostengo la mirada. Es como mirar a los ojos a un pez muerto.
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Mamá, no puedo comer acelgas. Me duele muchísimo la garganta.
Misma niña 10 minutos después: hace el pino puente desnuda en el salón mientras canta a voz en grito Dragostea din tei.
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¿Cómo? ¿Que esta sensación de malestar, de vacío existencial, de insatisfacción con mi propia vida, era solo que me iba a bajar la regla? Nunca lo hubiera imaginado. — Yo cada cuatro semanas desde hace casi treinta años.
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Cogeré la bici para llegar pronto.
Descuelgo la bici del soporte. Busco una luz. Localizo un candado. Encuentro la llave que corresponde con el candado. Guardo todo en la mochila. Cojo el casco. Cierro el trastero. Salgo a la calle. Ajusto el freno trasero que se ha soltado al descolgar la bici. Me coloco el casco.
Llego tarde.
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Voy a ver una carrera. Me apuesto en la línea de meta a aplaudir a todos los que terminan. Muchos de ellos cuando ven la meta hacen el sprint de su vida, como si compitiesen con el mismo Usain Bolt en la final de los 100 metros lisos. Pienso en lo ridículos que se ven desde fuera hasta que caigo en la cuenta de que yo hago lo mismo.
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Llevo a mis hijas a ver la carrera. Es importante transmitirles hábitos saludables desde pequeñas. Las entretengo a base de chucherías.
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Duplicamos el espacio de estanterías. Las montamos, limpiamos y, después de todo un fin de semana, descubrimos que los libros siguen sin caber.
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Me conecto a una reunión online. Soy la única persona conectada por ordenador. Me van girando para que vea a las distintas personas que hablan, me pasan de mano en mano. Cuando hablo todas se acercan a escucharme, las cabezas muy juntas pegadas a la pantalla. Me siento como una de esas vírgenes a las que pasean bajo palio, ligeramente zarandeadas. Qué vida ésta.
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Claro, no hay problema. — Notas cómo aparece una nueva arruga en cuanto pronuncias estas palabras.
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Saco unos billetes de autobús a través de la web. Descubro que si me hago usuaria no pago gastos de gestión. Relleno todo el formulario, le doy a enviar. Este usuario ya está registrado. Maldita sea. Empiezo a probar las contraseñas habituales, pero ninguna es correcta. Procedo a resetear la contraseña, recibo un enlace a mi correo electrónico. Cambio la contraseña, pulso sobre el botón de aceptar. Aparece un nuevo mensaje en la pantalla: la contraseña debe de ser distinta. Cuánto sufrimiento para ahorrarme un triste euro.
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Debería estar durmiendo. Y así, todas las noches de mi vida.
En la foto J2 contempla, subyugada, la belleza de la rotonda.