Como siempre, vamos tarde. Hemos invertido cinco largos minutos en buscar mis llaves, que habían desaparecido misteriosamente, hasta que me he dado cuenta de que estaban guardadas en el bolso. Cuando por fin llegamos a la reunión, sudados y de mal humor, ya han sacado la guitarra. La madre de uno de los niños me explica que la tutora quiere enseñarnos las canciones de este mes y, sin más demora, se arranca con un Que llueva, que llueva, la virgen de la cueva. Esta me la sé, pienso, segura de mí misma, pero cuando me lanzo a cantar la profesora, de normal dulce y sonriente, me fulmina con la mirada. Esa nota es un sol, me corrige, acusadora. No un la. Y, después de asegurarse de que me ha quedado claro, vuelve a empezar. Intentando disimular mi bochorno inclino la cabeza y no me atrevo a levantarla del suelo, hasta que alguien me tira un papelito. Sorprendida, lo recojo de debajo de la silla con rapidez y, temiendo la mirada de la profesora, lo leo a escondidas: cada vez es más difícil ser padre, dice.