Semana del 15 al 21 de enero

Las chicas están enfermas. Eso significa pasearse por la casa armada de una jeringuilla con paracetamol que se va poniendo más y más pegajosa, repartiéndola a diestro y siniestro. Encontrar en la mesilla las piezas de ese rompecabezas de plástico transparente que es el ventolín — un tubo, una mascarilla, un soporte que contiene el fármaco —. Dejar un día tras otro las mantas desperdigadas en el sofá, la casa sucia, que haya barra libre de televisión. 

La pérdida del sentido del tiempo y del orden. La vida.

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Escribo en un email de trabajo la palabra “presuntuoso”. Mañana me asignan un sillón en la RAE.

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Veo un vídeo en redes sociales. En él aparece un grupo de periodistas de la ciudad de Nueva York grabando cómo un camión eleva un contenedor de basura y vacía el contenido en su interior. El tuit explica que se ha estrenado un método innovador para la recogida de residuos en la ciudad.

Es fascinante mirar el pasado como si se estuviera contemplando el futuro.

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Asisto a una reunión en la que el organizador realiza una larga disertación sobre todos los tópicos de la libertad de antes y la generación de cristal actual, mientras yo hago como que tomo notas en mi cuaderno y tarareo para mis adentros killing me softly a lo Pitingo.  

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Los miércoles hay meriendas a 1 euro en el colegio. Las organizan las familias de sexto para costear el viaje de fin de curso. La gente se amontona frente a las mesas antes de que los niños salgan, mucho antes incluso de que la comida esté dispuesta, como si no hubieran comido en años. 

J2 ve la mesa de meriendas nada más salir. Insistente, pide un perrito y A se une a la petición de su hermana. Respiro hondo, me armo de valor y me acerco al gentío, con una niña en brazos y la otra cogida fuertemente de la mano.

Me pongo a un lado, tras un grupo de gente que parece formar cola. Error. Allí no hay fila que valga, y los niños más mayores me adelantan por todos los lados, alentados por sus padres. Con dificultad llego hasta las mesas, pero allí nadie me hace caso. La gente pide meriendas a gritos y los padres sirven galletas, perritos y chocolate a la taza como pollos sin cabeza. 

Una madre conocida grita a mis espaldas. Identifico su voz, me giro y nos saludamos con una sonrisa. En ese momento estira la mano y coge el perrito caliente que me estaban preparando, antes de que me de tiempo a reaccionar. Me he colado, exclama, risueña. Pues sí, le respondo, sin rastro de su alegría. Me mira con los ojos muy abiertos, expectante. Espera que diga algo más, que me ría o que añada algún comentario que quite hierro al asunto. No lo hago. Se aleja entonces con su botín, rápidamente y sin despedirse, y yo me quedo ahí varada, viendo cómo se agotan los perritos.

A veces lo único que quiero es la katana de Kill Bill. 

En la imagen mi alter ego cuando me roban la merienda del cole (screenshot de Kill Bill).

Semana del 8 al 14 de enero

Caminamos por Barcelona , una ciudad que antes era la nuestra. La encontramos más sucia, más inhóspita, menos auténtica. Discutimos sobre lo que ha ocurrido durante los años que hemos estado fuera. ¿Será la gentrificación, los nómadas digitales? ¿Será que nos hemos acostumbrado a la vida en una de esas mal llamadas ciudades de provincias y ahora vemos lo que antes no nos resultaba evidente? Terminamos bromeando con que, tal vez, todo sean cosas de la edad. 

 Esa es, probablemente, la única verdad de todo el paseo. Que ahora somos más viejos.

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El gato de Botero en la Rambla del Raval se convierte en una atracción improvisada. Las chicas corren a su alrededor y por debajo, se suben sobre su cola y se persiguen la una a la otra, entre gritos. A los pocos minutos aparece un free tour y el grupo se detiene junto a la cabeza del gato. Distraída,  escucho a la guía hablar sobre la configuración del Raval y su historia. A y J2 no se dejan intimidar y continúan corriendo, sus risas como música de fondo al discurso turístico. En un momento dado la guía se queda en silencio y se gira para señalar el gato que queda a sus espaldas. En ese mismo instante se escucha con total claridad el grito de A: ¡Tiene huevos!

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A veces una se siente muy acompañada y otras muy sola y la gente que nos rodea tiene poco que ver con eso.

Es la regla.

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Mi hermana va a dar su primera clase. ¿Algún truco? Me pregunta por WhatsApp. Rebajar expectativas y no tomarse nada como algo personal.

Síganme para más consejos sobre docencia.

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¡Mamá! ¡J2 no me pregunta!

Será no me responde.

Eso.

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Es temprano por la mañana y me siento en el borde de la cama. Contemplo el vacío. Sentada en pijama, el pelo cayendo sobre la cara, parezco un cuadro de Hopper. Pienso en lo que decían Groucho y Woody Allen acerca del dinero y de la felicidad. Eso de que el dinero no da la felicidad pero es preferible llorar en un Ferrari. O que la felicidad está en las cosas pequeñas, como un pequeño yate o una pequeña mansión. O mi favorita, esa de que el dinero no da la felicidad pero produce un estado tan parecido que es prácticamente indistinguible. 

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Estoy trabajando cuando un profesor del departamento se asoma a mi despacho. Sin mediar palabra me deja un folleto de las elecciones sindicales encima de la mesa. Después parece que se lo piensa mejor y añade una docena más de ellos. Para tus compañeros, me dice. No tengo tantos. Tú ya me entiendes, responde, y me guiña el ojo, yéndose por donde ha venido. 

Termino el párrafo que estaba escribiendo. Miro el montón de folletos y, encogiéndome de hombros, los tiro a la papelera. 

Todos sabíamos cómo iba a terminar esta historia.

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En la foto una bonita imagen de Barcelona a vista de pájaro que no permite apreciar los problemas mundanos (Photo by Frederic Bartl on Pexels.com)

Semanas del 25 de diciembre al 7 de enero

El regalo de Amazon no llegaba a tiempo.

Había cola en la sección de juguetes de El Corte Inglés.

No encontraba la muñeca en la tienda.

Yo este año les he dado dinero para que sus padres le compren lo que quiera.

Mantener el secreto de la Navidad intacto es como caminar por un campo de minas. 

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En el mostrador de facturación nos dicen que el carro de A tendrá que ir en bodega. Pero es una pieza de equipaje de mano, respondemos, y comenzamos a enumerar la normativa al respecto. En ese caso, pregunten al personal de embarque.

Al llegar a la puerta de embarque la persona que hay allí nos dice que tenemos que facturar el carro. Repetimos la explicación. Preguntad al personal de pista, responde, encogiéndose de hombros.

Cuando el personal de pista se acerca a nosotros a los pies del avión repetimos la historia por tercera vez. Cada vez más perfeccionada, en versión 3.0. De acuerdo, nos dice un hombre con unos cascos, un chaleco y una carpeta entre las manos. Podéis preguntar al personal de cabina, a ver qué os dicen. 

La azafata nos mira aburrida mientras le explicamos toda la historia del carro. Yo no he visto nada, responde, cortando el final de la frase. 

Y éste es un ejemplo perfecto de cómo las cosas se solucionan, muchas veces, por puro aburrimiento.

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Hola, ya hemos llegado. Todo está fenomenal pero no hay casi vasos ni platos y somos cuatro personas. Tres días después, cuando regresamos por la noche al apartamento en la que será nuestra última cena en la ciudad, un único plato verde nos espera sobre la mesa. Problema resuelto.

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Oporto se cae en pedazos pero qué hermosas son esas baldosas medio rotas, las fachadas apuntaladas, los edificios abandonados con letreros de otra época.

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Compro dulces como si fuera una maestra pastelera. Pão de Ló. Croissants. Pastéis de nata. Rebanadas. Bolachas de batata. Bolo do rei. Probaría toda esa pastelería amarilla y reluciente. Me comería Portugal entera.

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Observo todo con atención, pero mi cerebro también está de vacaciones y no soy capaz de escribir más que sobre obviedades: la espera en la Torre dos Clérigos junto a un grupo de amigos franceses cuyos niños son peligrosamente iguales entre ellos. La talla de madera de Cristo ensangrentado que da miedo a J2 en la Iglesia do Carmo hasta el punto de salir huyendo. Mi odio profundo a los turistas japoneses.

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La ciudad es un cielo gris. Los charcos se forman entre los huecos de los adoquines. Las luces de navidad se reflejan en el agua y crean destellos rojos y verdes. La niebla asciende desde el río y se confunde con el humo de un puesto de castañas.

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Una mujer se ha hecho fuerte en una de las vallas de la cabalgata de reyes. A su lado, un niño que no llega al metro de altura mira hacia todos los lados, despistado. J2 y L se colocan a su lado, se agarran a la valla metálica. ¡Te dije que no te movieras ni un centímetro! Grita nerviosa la mujer a su hijo. ¡Ahora no cabrá Arantxa! Los minutos pasan, la gente se va arremolinando para ver la cabalgata. ¡Arantxa no va a tener espacio! Exclama, sin mirar a nadie en concreto, como si la multitud fuera a recoger su queja. Finalmente empieza la cabalgata, pasan los figurantes, los Reyes Magos, la muchedumbre se disuelve. Ni rastro de Arantxa. Me temo que no existe.

En la foto, Oporto, el Douro y las casas más enteras de toda la ciudad.

Semana del 11 al 17 de diciembre

Tengo una herida en el antebrazo que no termina de curar. Me pica todo el tiempo y no consigo olvidarme de ella. La herida va cicatrizando por un extremo, pero por el otro se extiende, brazo arriba, como un animal que no deja de deslizarse. Pienso que llegará el momento en que alcanzará la axila, y de ahí saltará hasta el tronco. Desde el tronco ascenderá por el cuello y al final llegará al cráneo, momento en el que ya no podré hacer nada y moriré. Debería coger cita con la médico de familia, me digo a mí misma.  Me encojo de hombros, dejo de rascarme y continúo mirando regalos en Amazon.

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Durante más de 10 minutos la empleada de la papelería me enseña libretas de tapa blanda pequeñas, libretas de tapa dura con la cubierta estampada, libretas lisas de papel cuadriculado. Yo le he pedido una libreta pequeña, de tapa dura y lisa, y preferiblemente de papel sin pautar. Pensaba que era una libreta estándar, le digo, cuando veo que está empezando a sudar. Bueno, piensa que hay muchas opciones, responde. Libretas de tapa dura, tapa blanda, pequeñas y grandes, lisas o estampadas, papel blanco, cuadriculado, rayado… La combinatoria es casi infinita. Al final me quedo con una libreta que no es exactamente lo que quería pero que se acerca bastante. ¿O vosotras podéis iros con las manos vacías después de que la vendedora os haya enseñado media tienda?

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Mamá! ¡Ha dicho joder! Ya, mi amor, pero no te tiene que oír todo el restaurante. ¡Pero ha dicho joder! Te he escuchado. De verdad, no hace falta que lo repitas. ¿El qué? Esa palabra. ¿Joder? 

La edad media de emancipación en España son los 30,3 años. Ya falta menos.

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Voy a una tienda muy pija. Está llena hasta los topes y me toca esperar casi en la puerta. Una chica entra poco después. Se queda mirando el panorama, confundida. Se gira hacia mí. ¿Hay algún tipo de turno establecido? Me pregunta, muy educadamente. No, respondo. Hay que pedir vez. Como en la verdulería, añado, por si no le había quedado claro. Me mira, espantada, y se aleja discretamente. Nunca la palabra verdulería había sonado tan sucia.

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La pantalla del teléfono se ilumina. “Mándame una foto de las chicas”. Tu mensaje me pilla entre grito y grito, con un jersey a medio poner, la leche vertida sobre la mesa, un pañal abierto sobre la cama y la camiseta recién puesta llena de mocos. “Ahora mismo, cariño”. 

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Ir con niños al museo es sinónimo de que el guardia de seguridad se convierta en tu guardaespaldas. Sientes su presencia constante, su aliento en la nuca, moviéndose detrás de ti por cada una de las salas. Veo por el rabillo del ojo cómo una pareja de abuelos acercan la nariz a un cuadro, y a un grupo de adultos señalar la luz de Madrazo con el dedo peligrosamente cerca del lienzo. Mientras tanto yo sostengo dos manitas con fuerza mientras finjo que me estoy enterando de algo.

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A ver si nos vemos pronto, escribo en un mensaje. Y ese a ver si nos vemos sin límite temporal se pierde en el montón de las cosas que no van a ocurrir nunca. 

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En la foto un brazo sano, hermoso y terso. Porque no hay fotos que reflejen la fealdad en los bancos de imágenes (Photo by Juan Pablo Serrano Arenas on Pexels.com)

Semana del 20 al 26 de noviembre

J2 está haciendo un proyecto en el cole para conocer su ciudad. El reto de esta semana es fotografiarse con una escultura que está en medio de una rotonda. Mientras cruzamos corriendo los cuatro carriles me pregunto si en París, Roma o Estambul los niños también visitan las rotondas en sus proyectos escolares. Prefiero no conocer la respuesta.

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Decidimos montar un mueble de Ikea en familia. Fin de la historia.

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Es que este formulario no es para eso. Pero lo pone en el título. Bueno, pero es por poner algo. Silencio. Que no es para eso. Pero lo pone. Me mira. Le sostengo la mirada. Es como mirar a los ojos a un pez muerto.

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Mamá, no puedo comer acelgas. Me duele muchísimo la garganta.

Misma niña 10 minutos después: hace el pino puente desnuda en el salón mientras canta a voz en grito Dragostea din tei. 

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¿Cómo? ¿Que esta sensación de malestar, de vacío existencial, de insatisfacción con mi propia vida, era solo que me iba a bajar la regla? Nunca lo hubiera imaginado. — Yo cada cuatro semanas desde hace casi treinta años.

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Cogeré la bici para llegar pronto.

Descuelgo la bici del soporte. Busco una luz. Localizo un candado. Encuentro la llave que corresponde con el candado. Guardo todo en la mochila. Cojo el casco. Cierro el trastero. Salgo a la calle. Ajusto el freno trasero que se ha soltado al descolgar la bici. Me coloco el casco.

Llego tarde. 

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Voy a ver una carrera. Me apuesto en la línea de meta a aplaudir a todos los que terminan. Muchos de ellos cuando ven la meta hacen el sprint de su vida, como si compitiesen con el mismo Usain Bolt en la final de los 100 metros lisos. Pienso en lo ridículos que se ven desde fuera hasta que caigo en la cuenta de que yo hago lo mismo.

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Llevo a mis hijas a ver la carrera. Es importante transmitirles hábitos saludables desde pequeñas. Las entretengo a base de chucherías.

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Duplicamos el espacio de estanterías. Las montamos, limpiamos y, después de todo un fin de semana, descubrimos que los libros siguen sin caber.

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Me conecto a una reunión online. Soy la única persona conectada por ordenador. Me van girando para que vea a las distintas personas que hablan, me pasan de mano en mano. Cuando hablo todas se acercan a escucharme, las cabezas muy juntas pegadas a la pantalla. Me siento como una de esas vírgenes a las que pasean bajo palio, ligeramente zarandeadas. Qué vida ésta. 

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Claro, no hay problema. — Notas cómo aparece una nueva arruga en cuanto pronuncias estas palabras. 

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Saco unos billetes de autobús a través de la web. Descubro que si me hago usuaria no pago gastos de gestión. Relleno todo el formulario, le doy a enviar. Este usuario ya está registrado. Maldita sea. Empiezo a probar las contraseñas habituales, pero ninguna es correcta. Procedo a resetear la contraseña, recibo un enlace a mi correo electrónico. Cambio la contraseña, pulso sobre el botón de aceptar. Aparece un nuevo mensaje en la pantalla: la contraseña debe de ser distinta. Cuánto sufrimiento para ahorrarme un triste euro.

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Debería estar durmiendo. Y así, todas las noches de mi vida.

En la foto J2 contempla, subyugada, la belleza de la rotonda.

Yahveh, el niño dios

El niño que está montado en la rueda giratoria se llama Yahveh. Tal nombre en boca de su madre ha conseguido hacerme despertar de mi letargo. Pensaba que sería una herejía llamarse así, pero ahí está, girando frente a mí, tan rápido que en seguida me mareo. Es un niño de unos dos años de apariencia inofensiva, pero en mi cabeza hay demasiado imaginario de terror como para zanjar el asunto. No tardo en pensar que si Yahveh fue capaz de destruir Sodoma y Gomorra sin despeinarse, poco le costará reducir la ciudad de Zaragoza a cenizas.

— ¿Cuánto tiene? – Me asalta la madre de Yahveh sin mediar saludo alguno, señalando con la cabeza a A.

— Once meses.

— Qué gorda está. Yahveh también era así, gordico, con unos mofletes que parecía un cerdo.

Sin entrar a valorar si un cerdo es el animal más adecuado para realizar una comparación amigable, o si debo ofenderme porque ha llamado cerda a mi hija, el comentario me tranquiliza. No creo que los dioses vengadores y sangrientos tengan cara de pan, característica más propia de niños Jesuses bien alimentados.

— Pero es más malo… ¡Un demonio! Nos vuelve locos a todos, no podemos con él.

Me pongo alerta de nuevo. Sigo a Yahveh con la vista. Está saltando encima del tobogán como si quisiese hundirlo en el suelo. Como no lo consigue, suelta un gruñido y mira hacia arriba. Yo también miro, y hasta inicio el gesto de protegerme, porque me imagino una gran lengua de fuego bajando sobre nosotros. Algo que no ocurre, por supuesto.

— Se parece a tu hija, – insiste la madre, aunque yo no veo ningún parecido entre el niño terrible y A, que con una mano regordeta juguetea con la cremallera del saco. – Así, con los rizos esos, y los ojos como achinados. Son más raros estos niños que han nacido en pandemia que para qué. Lo dice todo dios.

Y suelta una risotada excesiva, como si fuera consciente de su chiste. Aterrorizada, me despido con prisas, y me llevo a rastras a J2, que no entiende nada. Corre, le ordeno entre dientes. En cualquier momento voy a tener que matar a mi primogénito. 

En la foto, Yahveh exigiendo que cambiemos la receta de bizcocho de yogurt por la de pan ácimo.

El verano

Cuando iba al colegio el verano irrumpía en escena con estrépito. Ahí estaban los exámenes como colofón a un montón de materias que llenaban el calendario, aunque nunca llegábamos al final de los libros de texto. La emoción por el último día de clase que parecía que no iba a llegar, pero allí estaba. Ese último día recogíamos el boletín de notas y el papelón, un cucurucho de papel lleno de chucherías que no cumpliría los estándares de ningún real fooder y que algunos miembros del AMPA, sensibles a una alimentación saludable y equilibrada del alumnado, ya habrán suprimido a estas alturas. Cuando eras un poco más mayor el papelón era sustituido por la cena de fin de curso. Durante semanas era el tema de conversación: dónde se iba a hacer, el menú, qué te ibas a poner. Todavía no había llegado el segundo y ya habían volado los primeros embutidos del plato combinado entre las mesas, como en otra época no muy lejana en la que lanzabas los gusanitos a puñados. 

Ahora el verano empieza y no hay nada. Trabajas un día, y otro día más. De repente hace mucho calor, pero eso no es indicativo de nada porque vives en el desierto y a lo mejor es abril. Para colmo en junio siempre hace frío, por lo que es imposible orientarse a golpe de termómetro. Así que sigues trabajando como si fuera siempre el mismo día, hasta que notas que estás cansado. Y piensas que debe de ser el estrés, o la alergia primaveral, que en los últimos años se ha convertido en una alergia que por su duración debería llamarse ernoprimaveraveral. Una persona te recomienda jalea y otra que estés en contacto con la naturaleza y abraces a un árbol. Hasta que, por fin, un día paseando te das cuenta de que han abierto las piscinas y de que llevas ya varios días escribiendo un número siete cuando pones la fecha. Y entonces eres consciente de que estás en julio, ¡en julio! Pero todavía hay una montaña de asuntos pendientes sobre tu mesa y ya no puedes más. En ese momento te tomas de un trago la jalea real, abrazas a unos cuantos árboles escuálidos que crecen en tu calle y sacas fuerzas de flaqueza para hacer un último sprint. 

¡Ya se ven las vacaciones!

En la foto, la pala que lleva esperando desde el año pasado a que aprenda a hacer castillos de arena. 

Turista

Las Pirámides de Giza eran la última parada después de casi diez días recorriendo el país. Comenzamos el viaje en Luxor y, desde allí, remontamos el río hasta llegar a la presa de Asuan, donde cogimos un vuelo en dirección a El Cairo. Era uno de esos viajes organizados donde te llevan de un lugar a otro sin tener que preocuparte por el horario de autobuses o, mucho menos, por dónde está la dichosa parada,  y en el que el guía se refería a nuestro grupo como “Faraones súper súper guapos”. Yo acababa de terminar la adolescencia y no estaba para tonterías, así que le dedicaba mi peor mirada siempre que tenía ocasión. No parecía importarle. 

En aquella época, Egipto se recuperaba del atentado sobre un grupo de turistas alemanes en El Valle de los Reyes. Por todas partes se veían autobuses llenos de turistas y, casi en la misma medida, militares con enormes metralletas que no hacían más que aumentar la sensación de inseguridad. Aquel día, cuando llegamos a las Pirámides, la explanada ya estaba atestada de todos ellos —turistas como nosotros y militares de apariencia aburrida—. De aquella visita, recuerdo algunas cosas. La primera, que las Pirámides eran grandes, pero no tanto como las había imaginado. Malditas expectativas, siempre arruinando la realidad. La segunda, que era cuando menos sorprendente construir un edificio de semejante tamaño para que la entrada fuera un agujero diminuto por el que tenías que deslizarte a cuatro patas para llegar hasta la cámara mortuoria. Eso me llevó a mi tercera conclusión tras cruzarme en un estrecho pasadizo con  unos cuantos turistas de gran tamaño, y es que, definitivamente, no tenía claustrofobia.

La última conclusión llegó cuando estábamos a punto de irnos. Una amiga me había pedido un poco de arena de las Pirámides. Al parecer le gustaban ese tipo de recuerdos, creo que infravaloraba los marcapáginas de papiro y las pulseras con escarabajos azules. Como no sé decir que no, llevaba un bote vacío de carrete de fotos en el que pensaba transportar la arena. Cuando llegó el momento, me agaché y, solo entonces, me di cuenta de que no había arena que coger, tan solo un fino polvillo sobre el que se extendían latas de cocacola vacías, botellas de plástico, envoltorios de comida y Kleenex usados. Tardé un buen rato en encontrar un cuadrado de suelo limpio de un palmo de lado, en el que recogí unos pocos granos de arena antes de cerrar el bote con aprensión. 

Descubrir que no había arena en las Pirámides fue uno de mis mayores chascos. Me hizo entender lo mal que responde la realidad a las expectativas que nos hemos creado en torno a ella. Me hizo pensar que hay cosas que es mejor ver desde lejos, sin llegar a acercarnos demasiado. 

En la foto, cuando tu imaginación te juega una mala pasada.

Un misterio sin resolver

Después de semanas de aplausos amenizadas por alguna cacerolada entre medias, el piso del vecino diógenes sigue siendo un misterio. En todo este tiempo el balcón, lleno de cachivaches inservibles, ha aumentado su contenido pese a que parecía imposible. En las últimas semanas se han unido a la colección un búho de plástico sobre la barandilla, los restos de una lámpara de pie y unas cajas de cartón de aspecto dudoso. No sé en qué momento aparecen: la persiana siempre está en la misma posición y la ventana nunca ha llegado a abrirse. Si no fuera por la luz que, en ocasiones, se enciende por la noche, pensaría que el piso está abandonado.

Hoy, sin embargo, se ha producido una novedad. Dos personas han aparecido en el balcón. Él, caquéxico, vestía una camiseta interior blanca y unas gafas enormes de aviador. Ella exhibía toda la carne que a él le faltaba y su cabeza, con el pelo recogido en un moño apretado, parecía extremadamente pequeña en relación a su cuerpo. 

La extraña pareja estaba colocando unas planchas de plástico traslúcido en la barandilla. El objetivo parecía claro, y no era otro que ocultar de miradas indiscretas, como la mía, lo que allí van acumulando. Entro en casa preguntándome qué puedes querer esconder cuando parece que ya lo hemos visto todo de ti. Qué te mueve a exponerte a salir al balcón a pleno día, dejándote ver por primera vez en años. Sin duda debía tratarse de un gran misterio que nunca tendría respuesta. 

Es domingo por la noche y acabo de salir al balcón. La mayor parte de la gente duerme, pero la luz de mis vecinos está encendida. El plástico hace pantalla y proyecta en la calle y sobre mi fachada, como si fuera un gigantesco espectáculo de sombras chinescas, tres monstruosas plantas de maría. 

Misterio resuelto. 

En la foto, el segundo acto del espectáculo de sombras chinescas.

La asesina de plantas

Regreso a mi despacho por primera vez en casi tres meses. Compruebo que la cerradura está intacta, como si fuera necesario. Alguien me preguntó hace poco si no me daba miedo tener mis papeles allí guardados. De mi cabeza surgió una nubecita blanca y esponjosa en la que un ladrón con guantes y antifaz forzaba la puerta para hacerse con mi certificado de la ANECA. No parecía muy realista pero era, cuando menos, una imagen divertida. 

El olor a cerrado me golpea con fuerza. Enciendo la luz y lo primero que veo es la planta. Mi Spatifilium está momificado, las antes gruesas hojas verdes se han convertido en estrechas varillas. No es la primera vez que me olvido de ella. Ya había sobrevivido, a duras penas, a las vacaciones pasadas. Qué lástima, pienso, meneando la cabeza, pero no puedo dedicarle más tiempo. Mientras registro el armario, porque yo sí que necesito ese certificado que el ladrón ha despreciado, lanzo una mirada distraída a los cactus. Están intactos. Quién sabe, a lo mejor son de plástico.

Estoy llegando a casa cuando me remuerde la conciencia. Por no hacer, no he echado ni una gota de agua en la maceta, en un intento de reanimación desesperado. Soy una psicópata, pienso, y miro a mi alrededor buscando algo que me consuele de la horrible persona que soy. Mi vista se topa con un montón de plantas en venta en la puerta de un bazar chino. Qué mejor que comprar una nueva en la que redimirme, así que me detengo. Me agacho e inspecciono durante un rato los geranios. No me decido. Después de varios minutos, el chino sale de la tienda y se agacha a mi lado:

— Este es el mejor. —Me dice, cogiendo una con decisión. 

— Gracias, —respondo, sonriendo. —No entiendo mucho, —añado, porque decir que soy una asesina de plantas suena algo brusco.

— Es muy resistente. Es fácil. 

El chino me devuelve el cambio. Diría que, debajo de la mascarilla, está sonriendo. Le devuelvo una sonrisa invisible y salgo de la tienda muy tiesa llevando con cuidado la planta. Esta vez es la definitiva. 

Mierda. Me acabo de dar cuenta de que, tres días después, sigue dentro del armario metida en la bolsa. 

En la foto, mi próxima víctima.
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