Nieve en NYC

El sábado llegó el invierno a Nueva York. Por la pantalla del ordenador veo cómo cae la nieve, cómo se va acumulando en el alféizar de la ventana, sobre la escalera de incendios en la que desayunaba con pantalones cortos y sandalias, mientras observaba la vida en el barrio.

Veo al encargado del bloque de enfrente limpiar la calle, una y otra vez, aunque siguen cayendo copos, cada vez con más fuerza. No puedo evitar recordar a los porteros de librea de la 5ª y de Park Avenue, y pienso en los ingentes esfuerzos que estarán haciendo luchando contra la nieve, tratando de limpiar su parcela de acera entoldada, para tener a sus exigentes vecinos contentos.

Me llegan fotos de coches sepultados por la nieve. De personas luchando contra la ventisca en calles en las que está prohibido conducir, en las que han dejado de circular los autobuses. Me río con suficiencia europea, pensando en lo absurdo que es que todo se paralice cuando nieva todos los inviernos. Sonrío, pero pienso en el caos de la ciudad cada vez que llueve y ya no me parece tan descabellado.

Veo Central Park y ya no hay ardillas, luciérnagas ni mapaches. Ya no hay personas sentadas en cualquier palmo de césped, cada una protagonizando una escena diferente. Ahora el parque se ha convertido en un bosque nevado, donde la gente improvisa trineos y todos juegan a ser niños. Es una ciudad diferente y pienso si sería capaz de reconocerla. Si volvería a encontrar los senderos sin problemas, si podría pasear por ella con esa sensación de familiaridad que resulta tan agradable o si, por el contrario, me sentiría una extraña de nuevo.

Alguien ha improvisado una colección de muñecos de nieve sobre un banco, y pienso que sí. Que, probablemente, seguiría sintiéndome en casa.

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Un atardecer diferente

Hacía frío, mucho frío. El cierzo había vuelto y aunque había dejado de llover, el cielo amenazaba tormenta. Para colmo, todavía no me había recuperado de los excesos navideños, así que afronté mi entreno de series como suelo hacerlo en esas circunstancias: engañándome. «Bueno Isabel, es suficiente con que corras un poco más rápido, pero no mucho, no te agobies». Por supuesto, al final siempre acabo apretando como si no hubiera un mañana.

Había cogido el camino habitual, en dirección al río, y había empezado a trotar. La primera serie me había llevado hasta los pies del puente. Lo había cruzado en la segunda, los pasos resonando sobre la madera. Había descendido hasta el parque y cuando empezaba a no poder más me había cruzado con un grupo de corredores, por lo que había levantado la cabeza y ampliado la zancada. No hay como que nos miren para mejorar exponencialmente.

El reloj había pitado, indicando que la serie había llegado a su fin y yo me había detenido, resollando. Tenía noventa segundos para recuperarme. Con los brazos en jarra había mirado hacia arriba: el atardecer me regalaba un cielo de cientos de tonalidades rosa, surcado por nubes azuladas que parecían abrazar la Torre.

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A mi izquierda, al reguardo del viento bajo un arco de enredaderas, una pareja de unos 70 años se abrazaba y besaba. La escena me había hecho sonreír: la luz del atardecer, ella, él. De repente, por el rabillo del ojo, había visto cómo la mujer manipulaba la cinturilla de su pantalón, mientras ambos se apretaban con fuerza, lo que me había llevado a concentrarme en las nubes con renovado interés.

En ese momento había vuelto a pitar el reloj y yo me había lanzado a correr como alma que lleva el diablo. Pensé que se había roto la magia, pero hasta sin ella, era un atardecer precioso.

Telefónica de muchos, consuelo de tontos

Tras unas cuantas llamadas, de horas colgada al teléfono escuchando una musiquita irritante, lloros en hombros ajenos y un montón de mensajes colgados en un foro, me detengo unos instantes y me pregunto: ¿Por qué el destino es tan cruel? ¿Qué hice mal? ¿Por qué tenía que contratar la fibra con Movistar?

Sí, yo también grabé, con voz seria y cuidando mucho lo que decía, mi voz en un contestador. Creí, como la señorita sudamericana me prometió, que se trataba de un contrato. Me felicité incluso para mis adentros, orgullosa de haber sabido sortear los servicios que intentaban colarme como quien no quiere la cosa. No. No. No. A todo me negué y colgué satisfecha por haberme dado de alta en apenas 5 minutos.

No había posibilidad de error.

Salvo que alguien quisiera equivocarse, claro.

Después de más de un mes de trámites, vuelvo la vista atrás y pienso que debería estar orgullosa de lo conseguido. Desde la primera operadora, que me dijo que yo tenía un contrato con Yoigo, hasta ahora que por fin he logrado, aparentemente, que me pongan la tarifa que contraté, ha llovido mucho. De hecho, ha llovido tanto que estoy calada de los pies a la cabeza. Unas dulces y sugerentes voces, en forma de «cierre el hilo si ya hemos solucionado su queja» me empujan a olvidarme del tema, a cerrar los ojos y a navegar plácidamente por internet con los megas que pago.

Lo haría, si no fuera porque, por el camino, me he ido armando de botas de agua, de chubasquero y de un paraguas gigante. Eso no lo sabe el moderador que ha tardado cuatro mensajes en darme una respuesta a qué va a pasar con el dinero que me han cobrado de más. Ni el departamento de Telefónica que respondió, de forma objetiva y desinteresada, a su reclamación contra ellos mismos, denegándola. Ahora me sugieren dirigirme al Defensor del Cliente, que según ellos es un organismo independiente aunque, qué queréis que os diga, estos colores y esta tipografía me suenan de algo. 

Yo, como Asterix y Obelix en la Casa de los Locos, ya no sé si subo o si bajo, pero allí que voy. Y no pienso irme sin mi forma A38.

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Una de chinos

El chino de debajo de mi casa es, como todos los bazares chinos, una tienda inmensa que desafía a la lógica. Con dos entradas, a las que se accede por calles diferentes, y pasillos laberínticos, la custodian dos guardianes entre aburridos y vigilantes. Lo normal, vamos.

La china de una de las entradas apenas me dirige una mirada distraída cuando entro en la tienda. Acostumbra a gritar de forma desaforada a la china becaria, una mujer delgada y nerviosa que se pasea sin descanso por los pasillos. La china becaria emite una risita aguda cuando confunde las palabras y te guía hasta el producto equivocado, cosa que suele suceder a menudo.

Pero mi favorito es el otro guardián del bazar. El chino que protege la entrada que da a mi calle es un hombre de edad indeterminada y gesto serio. Se dedica a susurrar el precio de los productos, de modo que no tienes más remedio que darle el dinero que lleves y esperar el cambio. Después, responde invariablemente con silencio a tus buenas tardes, muchas gracias o hasta luego.

El chino guardián y yo teníamos un desafío, aunque él no lo sabía, que tendría como ganador al primero que cediera de los dos: o yo dejaba de dirigirle la palabra, o él terminaba respondiendo a mis saludos. Mientras que lo intentaba, una y otra vez, sin éxito, me preguntaba a qué podía deberse su actitud. ¿Estaría deprimido? ¿Sería un tema de costumbres chinas? ¿O estaríamos ante un dependiente tímido hasta lo patológico?

Tengo que confesar algo. Hace unos meses, gané yo. El chino guardián ya no sólo me saluda, sino que incluso insinúa una sonrisa cuando me ve, lo que me hace sentir como si hiciese la buena acción del día. Hoy, esperando a pagar, y cuando ya preparaba mi mejor sonrisa, he visto como la señora que encabezaba la fila le ponía los productos delante, sin mirarlo, dejando las monedas sobre el mostrador de mala manera. Cuando se ha ido, mirando su teléfono móvil, un chico joven se ha plantado delante del chino guardián y ha gritado.

– Cuchillas. ¡ Cu – chi – llas!

El guardián ha hecho un gesto con la cabeza indicando un pasillo, y ahí que se ha ido el chico sin más dilación.

Finalmente ha llegado mi turno. Durante unos instantes, el chino guardián me ha mirado como solía hacerlo en el pasado, hasta que ha parecido reconocerme y ha cambiado su expresión. En esos segundos lo he visto claro: ni timidez, ni traumas, ni tradiciones. Lo que estaba era, simple y llanamente, harto de todos nosotros.

Solidaridad

No, las despedidas no son hermosas. Decir adiós no tiene nada de poético, romántico o literario. Despedirse de alguien es, simplemente, una mierda.

Una pareja intercambiaba los últimos gestos, las últimas palabras, a pocos metros del control y del guardia de seguridad, que no les quitaba ojo de encima. Rondaban la cincuentena, y esa característica me había conmovido más que sus abrazos, las lágrimas de ella o el amor y la tristeza que él expresaba con cada gesto. Como si despedirse en estaciones de tren fuera algo limitado a los jóvenes. Como si llegase un momento en el que ya no duele decir adiós.

Durante uno de sus abrazos, por encima del hombro de ella, nuestras miradas se habían cruzado. Me había observado fijamente con una expresión que mezclaba resignación y solidaridad. Aquí estamos, parecía decirme. Qué le vamos a hacer. Y yo había asentido con los ojos. Así es, aquí estamos.

Ambos pasasteis el control al mismo tiempo. Al otro lado del cristal, ella se había situado a mi lado. Las dos movíamos las manos casi al unísono, mandando besos invisibles que tratábamos de que llegasen al viajero correcto.

En la estación hacía frío.

Siempre hace frío.

Grand Central
Grand Central

Deliciashenge

Cuando apenas llevaba un par de semanas en Nueva York, un día en el que caminábamos por la Quinta Avenida, observé sorprendida cómo todo el mundo se detenía en medio de un paso de peatones. A los turistas no parecía importarles que los semáforos cambiasen de color, ni que los coches tratasen de arrancar, esquivándolos sin ningún cuidado. Se trataba del famoso Manhattanhenge, un fenómeno que, pese a ser espectacular, no dejaba de resultar increíble que pudiese colapsar una ciudad.

Acababa de empezar mi segunda visita cuando, de nuevo caminando por la Quinta, y al girar hacia la calle 57 en dirección Este – sí, en la famosa esquina de Tiffany & Co – nos topamos con la Superluna de finales de julio. En esta ocasión no había turistas tendidos en mitad de la calzada deteniendo el tráfico, ni el sonido de cientos de cámaras de móvil disparándose al mismo tiempo. Por el contrario, la calle estaba inusitadamente tranquila pese a lo temprano de la hora y había en ello algo mágico.

Ahora, preparando clases, caminando de mi casa al trabajo y comprando en el supermercado de la calle de al lado, actividades sin glamour ni emoción alguna me ponga como me ponga, no puedo dejar de pensar que aquí también se vio la Superluna. O que, con toda seguridad, habrá un día al año en el que el sol al atardecer se alinee de forma perfecta con los arcos de la Estación de Delicias, con la única diferencia de que aquí nadie se ha preocupado de ponerle un nombre bonito ni de escribir nada al respecto.

Sólo digo que, tal vez, no es que aquí haya menos cosas que contar, sino que la costumbre convierte lo hermoso en rutinario y, por el contrario, en Nueva York todo parece magia. Eso, y que deberíamos ir escribiendo la entrada de Deliciashenge en la Wikipedia.

57st Manhattan
57st Manhattan

Padres

Con el principio de curso regresan a la ciudad los autobuses llenos, los bocinazos de los coches, los niños que, todavía con los ojos llenos de legañas, caminan zombies hacia el colegio y las madres, padres y abuelos que los acompañan.

Me cruzo al padre que pasea al lado de su hijo con las manos en los bolsillos y la vista al frente, como si ambos se hubiesen encontrado de casualidad y, también por puro azar, compartieran el mismo camino. Está el padre machote, que desafía al frío mañanero de manga corta, con unos vaqueros viejos y sin afeitar, y que carga con una sola mano la mochila de ruedas de Dora la Exploradora.

El padre ocupado va con traje y anda a toda velocidad hablando por el teléfono móvil. De vez en cuando mira hacia atrás para asegurarse de que su hijo le sigue. Normalmente éste camina acompañado de otros niños con padres tan ocupados como el suyo.

También los bohemios maduran, tienen hijos y llega el día en que los tienen que llevar al colegio. Eso no evita que caminen con la gorra calada hasta las orejas, la barba poblada que lucen desde muchos años antes de que se convirtiese en icono hipster, y fumando tabaco de liar. Mantienen conversaciones muy serias y sus hijos suelen mirarles con ojos como platos, sin terminar de entenderles.

Por último, está mi favorito. El  padre joven que me cruzo todas las mañanas y que va jugando con una niña pequeña con coletas. Un hombre que se ríe, que presta atención a la conversación y que no parece tener prisa por aparcar a la pequeña en el colegio. Un padre que me hace preguntarme en qué momento del ciclo estaré, para que caminar jugando al veo-veo me parezca el súmmum de lo atractivo.

Mi tía tiene Facebook

Pensaba que las redes sociales no me podían dar, a estas alturas, ningún susto. Cuando creía que todas las fotos que había publicado en algún momento, aquellas en las que estaba etiquetada e, incluso, todos los amigos que tenía en Facebook estaban bajo control, ha aparecido un factor inesperado.

Mi tía.

Mi tía ha decidido aprender informática y hacerse Facebook. Todo en uno. Aún recuerdo el día que mi padre me dijo, todo ufano, que le había ayudado a abrirse un perfil. ¿Te das cuenta de lo que has hecho? Le dijimos. Él sonrió, confiado. Sólo le he agregado a tus primos, respondió.

No habían pasado ni 24 horas cuando recibí la temida petición de amistad. Mi tía aprendió a usar Facebook en tiempo récord, y desde entonces no ha dejado pasar un solo día sin dar señales de vida. Le gusta Ibercaja, el Corte Inglés y una página de muñecas que no querríais tener en casa una noche de tormenta en la que se saltasen los plomos. Ha hecho sus pinitos con el Candy Crush y ha visto hasta mis fotos más remotas. Con mi otra tía mantiene diálogos de muro a muro que son, cuando menos, inquietantes. El último, esta misma tarde: «Nose si lo hago bien pero hos mando un abrazo a todos ya empieza a refrescar y en cima con el agua que bebo». ¿Qué significa esta frase? ¿Una amenaza, una insinuación? Mientras tanto, mi tío le anima en su propio muro «Qué perfil más guay» le dice. Ahí, incitando.

Dramatización de mi tía en plena faena. 

Desde entonces, vivo con miedo a abrir el Facebook. De momento, viene en son de paz. «Que te quiero mucho» ha escrito en mi muro. Así, a bocajarro. Y yo, que no estoy preparada para esas muestras de amor familiar, le he respondido como he podido (sonrisa beso) y, con alevosía y traición, he ocultado el mensaje. Ahora me pregunto cuánto tardará en descubrirlo.

Zaragoza Interstellar

Después de casi cuatro meses fuera, el tiempo parece haberse detenido en esta ciudad. El dueño de la tienda de abajo sigue pasando las horas apostado en la puerta, contemplándolo todo tras sus gafas de pasta blanca con expresión despreciativa. El chino de la tienda de enfrente ha sonreído levemente al saludarme, como solía hacer en los últimos tiempos, la mayor muestra de familiaridad que parece permitirse. Los dos hombres que charlan junto a la parada de Bizi siguen allí, como si estuviesen tramando algo. Me vigilan en silencio cuando trato de sacar la bicicleta del anclaje sin conseguirlo, y me siguen con la mirada cuando me marcho cabreada, porque según mi tarjeta tengo una bici en uso.

Afortunadamente, el gato de mis vecinos ha crecido. No me quita los ojos de encima mientras tiendo, como si estuviese llevando a cabo una labor apasionante – tal vez lo sea para él. Quién sabe. – Los árboles de la orilla del río también han crecido, y trato de seguir su sombra para no derretirme en mi carrera matutina.

Esos pequeños cambios me han tranquilizado. Había llegado a temer que me estaba guareciendo en un lugar del espacio donde el tiempo no avanza por lo que, como en Interstellar, tú y yo envejeceríamos a diferentes velocidades, y terminaríamos siendo totalmente incompatibles.

Como podéis ver, no entendí nada de la película.

Las últimas veces

De manera inevitable el tiempo se agota y toca hacer las maletas. Cuando la visita ha sido breve, la sensación de descubrimiento no desaparece en ningún instante. Siempre quedan ganas de más, anhelo por lo que todavía no se ha visto o por lo que se intuye que estaba allí, pero no hubo oportunidad de conocer.

Si ha transcurrido el tiempo suficiente, los últimos días pasan a ser las últimas veces. Está la última vez que haces la compra en el supermercado habitual. La última vez que recorres el barrio, caminando hasta la boca del metro. Casi a modo de peregrinación visitas por última vez ese lugar que tanto te gusta, tratando de no olvidar ningún detalle. En esas últimas veces todo cobra sentido y las actividades más cotidianas adquieren tintes que no habían tenido antes, un halo de magia. Ahí es cuando, antes de hora, sientes nostalgia del paisaje que está a punto de cambiar. El momento en que empiezas a echarlo de menos.

Central Park
Central Park
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