Hace un par de días tuve una gran idea que podía entretenernos, al menos, durante diez minutos. Consistía en cortar unos esquejes de una de mis macetas y replantarlos en otra, a ver si, con un poco de suerte, en unos meses tenía dos plantas en vez de una. Sí, lo sé, lo nunca visto en primavera.
Después de tener los esquejes en agua, he decidido que hoy, después de la siesta, era el momento idóneo. Me parecía una buena actividad para hacer con J2. Dentro de unos años, delante de esa planta corriente y moliente, le diría: mira, esto lo plantamos juntas durante la gran cuarentena del 2020. Probablemente ella me recriminaría no haber plantado algo más lucido, un pino o, como mínimo, un geranio. Lo importante es el detalle, había pensado, sacando el macetero.
Ahí se empiezan a torcer los planes. Hace frío y no me he puesto la chaqueta. Como siempre, en vez de guardar el tiesto vacío, está lleno de tierra vieja, dura como una piedra. Tengo un saco nuevo, pero está por abrir, y me horroriza lo que puede hacer una niña pequeña con 10 kilos de tierra. En su lugar, empiezo a remover la tierra con la punta del dedo. Encuentro los restos de una planta fosilizada, proveniente de un kit de plantas aromáticas de la que no brotó ninguna. Sin pensarlo demasiado, hago unos pequeños agujeros, clavo los esquejes como puedo, y vuelvo a echar tierra por encima. Antes de que cambie de opinión echo agua por encima, tanta, que pronto se convierte en una capa de barro.
Miro la maceta abandonada en el suelo. J2 no parece muy decepcionada, a fin de cuentas, creo que no había puesto muchas esperanzas en la tarea. Anda, cántale una canción a la planta para que crezca, le digo sin mucha convicción, y ella no se hace de rogar y canta la gallina turuleca a voz en grito. Ya me siento mejor. De esto, sale un vergel.
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