A las 7 de la mañana J2 empieza a cantar. A las 9.25 ya hemos agotado el recurso del desayuno, la plastilina y el álbum de fotos familiar. Desesperada, busco vídeos en internet de psicomotricidad, esa palabra que nunca sé exactamente a lo que se refiere, y sólo encuentro coreografías de niños lo suficientemente grandes como para obedecer órdenes. Está claro que eso no me sirve.
Cargada con mi teléfono móvil por casa, dedico tiempo a mi nueva ocupación. Me he convertido en una desmontadora de bulos profesional a golpe de protocolo. Mi chándal de ir por casa, las zapatillas de felpa y la coleta mal hecha no restan credibilidad cuando lo único visible es un mensaje de WhatsApp. Me siento orgullosa, útil. Es lo mínimo que puedo hacer para contribuir a la correcta gestión de la crisis. De repente, en la enésima visita a la nevera, se me ocurre una idea. A lo mejor es verdad que hay un médico milanés que está tratando de alertar a su familia española pese a las amenazas de un malvado gobierno, y que ve truncadas sus esperanzas de evitar la tragedia por mi culpa. En mi mente paso, en menos de un segundo, de heroína a villana. Es lo que tienen los encierros, que nos vuelven a todos bipolares.
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